En memoria de las víctimas del 11-S, quince años después de la horrible tragedia.
Primero estaba el ruido. El
estruendo de las trompetas del apocalipsis en su apogeo acabando con todo a su
paso. Demasiado rápido para preguntar qué había pasado o cuál de los dioses era
responsable. Luego, el fuego, el humo, que reptaba de abajo hacia arriba,
lluvia inversa que quemaba. Los pocos que intentaron atravesar la pared
hirviendo fueron calcinados. Se dice que el olor de la carne humana quemada es
de una dulzura indescriptible pero todos estaban tan frenéticos intentando salvar
su vida que no lo notaron.
La salida era escalar, subir
más y más pisos hasta el último, donde la Divina Providencia, el Destino, El
ejército, Dios o quien fuera, los salvaría. Alguien debía hacerlo, no era justo
dejarlos morir sin explicación. Muchos avanzaron en su infértil propósito,
otros empezaron a ahogarse en medio del humo, de los vapores tóxicos que
flotaban grácilmente esperando ser aspirados por los condenados a morir.
Se quemaban papeles, televisores,
celulares de última gama, cubículos, restaurantes, las partes del avión que
habían atravesado el edificio como si fuera un castillo de naipes, se quemaban
los cadáveres de los pasajeros del vuelo, quizá alguno había ido a visitar a su
pequeña hija y le llevaba un oso de peluche que también era devorado por las
llamas, quizá también había un esposo infiel que iba a visitar a su amante y le
había mentido a su esposa, o un asesino, un violador, o alguien que le temía
sin razón a los vuelos de avión, habría alguien que soñaba con perder su
virginidad algún día y muy seguramente el 99% de sus pasajeros no esperaban
morir ese día, Porque ¿a qué cabeza racional se le ocurriría morir un martes en
la mañana si no se sufría de una enfermedad terminal o por lo menos inmediata,
asomos de un paro cardíaco o cerebral o impulsos irrefrenables de suicidarse?
Quienes estaban en las torres
nunca imaginarían que tendrían los quince minutos de fama que Andy Warhol
aseveró que todos deberíamos tener a costa de sus propias vidas, ni que los
momentos de su muerte se convertirían en la imagen icónica que habría de darle
la bienvenida a la humanidad a un siglo de infiernos y paraísos que apenas se
están esbozando y que la mayoría seremos testigos tanto para bien como para
mal.
Mucho menos habrían de
imaginarse que su agonía, la desesperación de sus familiares, ese reencuentro
que nunca habría de darse, la espera infinita en el aeropuerto, sería motivo de
alegría en latitudes difusas, fronteras lejanas y lenguajes ajenos. Al ver la
tragedia fueron muchos los rostros que rieron, que suspiraron aliviados de ver
que el gigante sí tenía pies de barro. “Estados Unidos se lo merecía”, exclamó
una voz anónima en el Medio Oriente, “Qué ironía, en otro 11 de septiembre
ellos apoyaron una dictadura en mi país” habría de recordar una mujer exiliada
de su querido Chile, y así voces como gotas de lluvia formarían remolinos de
odio que fluían libres después de casi un siglo de incubación.
Lo que no tendrían en cuenta
los felices verdugos de las palabras y los deseos es que lo más seguro es que
Mr Smith que estaba en el fatídico vuelo nunca había viajado fuera de su país y
lo más probable es que no supiera en qué parte del mundo se encontraba Irán, o
Mrs Martínez nunca hubiera pisado el Capitolio de los Estados Unidos u ordenado
un bombardeo sobre Kosovo, o que Michael K. ni siquiera estuviera en los planes
de sus padres durante la toma del poder de Pinochet el 11 de septiembre de 1973
en Santiago, pues nunca llegaría a cumplir los diez años. Los protagonistas de
esa mañana de martes en lo que menos pensaban era en las desgracias acontecidas
en lugares remotos sino que se centraban en sus pequeñas desgracias cotidianas,
en la discusión que no pudo llegar a feliz término, en el corazón roto que las
lágrimas no lograban contener, en las deudas que no parecían tener solución, en
esa llamada que no llegaba, sin saber que desde esa mañana eran muertos que
caminaban, condenados a muerte sin que ellos mismos lo supieran.
Volvamos a ese edificio. A las
llamas, a los gritos pidiendo una explicación, al sudor mezclado con lágrimas,
a los cuerpos quemándose, a los hombres,
mujeres y niños asfixiados incapaces de moverse mientras el humo se mete
por todas sus cavidades respiratorias acelerando su fin y convirtiendo los
puntos suspensivos que son la vida en un punto final. Pero también hay seres
que no se resignan a morir, que no quieren que su cuerpo se queme, ni sentir su
piel llenarse de pústulas y ampollas que se revientan ante la proximidad del
fuego, saben que no hay salida, que lo más sencillo sería quedarse inmóviles
esperando que la edificación colapse o sucumbir ante el humo, o tal vez lo más
sencillo sea abrir las ventanas, arrojarse y volar.
No solo escombros, polvo y
ceniza llovió esa mañana de septiembre en Nueva York, sino también infinitud de
cuerpos que se arrojaron desde los pisos más elevados, desesperados por querer
escapar del infierno, seres y más seres que caían del cielo ,ex personas que se
estrellaban contra el cemento, quizá alguno de ellos tuvo tiempo de llamar a su
hija, o su esposo, o una amiga y decirle que la amaba antes de caer, o quizá ni
siquiera tuvieron tiempo de ello, solo sintieron asfixiarse y abrieron o quizá
rompieron la ventana en busca de aire fresco, pensaron que no estaría mal sacar
primero la cabeza, después un brazo, el torso y las piernas, quizá ni siquiera
pensaron sino que estaban mareados ante tanta adrenalina y creyeron que si se
arrojaban de pronto la evolución podría acelerarse y ¿por qué no? Surcar los
cielos de manera milagrosa o tal vez Dios enviaría a sus ángeles para salvarlos
así como envío algunos a desterrar la serpiente del Paraíso o remover la piedra
del sepulcro de Jesucristo.
Cesar los que van a morir te
saludan, habría dicho más de uno si hubiera nacido dos mil años antes o hubiera
querido decir una frase lapidaria antes de lanzarse al vacío si hubieran tenido
el tiempo necesario para pensar. No fue así, simplemente la caída, el abismo y
el aire. Ahora concentrémonos en uno de esos hombres que mira impasible al
resto de los hombres pájaros que van en picada libre, su nombre no importa, no
figurará en los libros de texto de la historia y a duras penas será una cifra
más, un nombre al pie del periódico del día siguiente. Este desconocido, solo
siente su piel quemarse, solo ve caer hombres y mujeres como ceniza y sabe que
pronto los seguirá, que no tiene la valentía para inmolarse.
Prende el celular y marca un
número conocido. Una voz femenina responde, aunque no exageremos, el sonido al
otro lado de la línea no articula palabra alguna, solo sollozos y gemidos,
seguramente estará presenciado en vivo y en directo el desplome de las torres.
Al hombre se le hace un nudo en el corazón y no es capaz de decir ‘te amo’,
mentir con un ‘todo estará bien’ o decir ridículamente ‘hola’, simplemente
escucha el llanto mientras él mismo empieza a derramar lágrimas que irán a
parar a un piso que pronto dejará de existir.
No cuelga el teléfono móvil
pero lo deja caer, dejando abandonada la existencia que alguna vez tuvo, en
otra vida, en otra realidad. Abre la ventana y se asoma a ella, una última
bocanada de aire fresco antes de fundirse con el viento. Se lanza y su último
pensamiento racional es que no le gustaría verse ridículo en ese momento.
Una milésima de segundo antes
de empezar a caer le parece que flota, que ha logrado superar todas las leyes
de la física y empezará a flotar hasta su casa, pero inmediatamente la
gravedad, dama maldita donde las haya, empieza a obrar las leyes de las que
tanto dioses como hombres no pueden quebrantar.
Se dice que antes de morir
recorremos nuestra vida en un parpadeo. ¿Pero puede toda la existencia de un
hombre resumirse en tan poco tiempo? ¿Sus amores y sus odios, la veces que lloró
en un rincón, sus pequeños y muchas veces anónimos triunfos yendo y viniendo a
la velocidad de la luz en el par de parpadeos que dura la caída?
Digamos en beneficio de la
duda porque no estamos en su lugar, quiera la fortuna que nunca tengamos que
arrojarnos de un edificio en llamas, que no vio la vida entera correr ante sus
ojos, pero si pequeños fragmentos, recuerdos que se filtran como luz ante una
rendija, miles de momentos que conformaron su ser y que parecieran no tener
conexión entre sí: La vez que se orinó en su cama cuando tenía siete años, una
rata muerta devorada por las hormigas en un callejón, el primer beso que dio a
los once años, el olor de Johana en su primera cita, la muerte de su madre, te
amo Johana, el fuego del edificio, Papi, ¿me traerás un regalo de Iowa?, sí
cariño, lo haré, la asfixia y el humo, la vez que visitó México, Querido estoy
embarazada, los cuerpos cayendo como alfileres, la incomprensión ante lo
sucedido, te amo Johana, te amo pequeña Laura, el cielo es azul pero ya no
podré verlo, soy libre, por primera vez en mi vida y puedo volar….
Y abajo el cemento, esperando
con la ansiedad de una amante su cuerpo en picada.