Una línea titila en el
computador, intermitente, expectante y ansiosa, como si estuviera esperando una
orden para llenar una hoja en blanco que se extiende como un desierto infinito.
Yo que soy a quien la jodida línea le hace la pregunta, a quien le exige su
alma en cada letra, a quien requiere de manera ciega y le hace ese guiño
coqueto cada segundo que aparece y desaparece, no tengo nada que decirle.
Este 2018 me sorprende con la
mente en blanco. Completamente, como si
fuera un tablero borrado o me hubieran hecho una lobotomía. Quizá la
descripción más acertada sería ese blanco sin matices que azota a todos en El
ensayo de la ceguera de Saramago. Intento escarbar en ella en busca de una idea
original, una frase ingeniosa, algo qué decir, pero nada, siento como si todas
las ideas se hubieran ido o quizá nunca hubieran estado allí del todo.
Lo curioso es que más allá de
preocuparme o estar angustiado siento tranquilidad, el disfrutar de
los pequeños actos de la vida sin pensar en el mañana. Todo esto me lleva a
preguntarme si en verdad soy un escritor o alguna vez lo he sido. Nunca seré un
Cortázar, un Saramago o un Borges, mi talento nunca ha sido tan grande, ni tan diminuto
como para haber publicado un libro por pequeño que fuera, es cierto que
disfruto muchísimo al escribir, la soledad de quien lo hace, ese pequeño
momento de comunión con la soledad, el ruido de los dedos cayendo sobre el
teclado como si fueran gotas de lluvia, pero a veces siento que no es suficiente.
Cuando era más joven soñaba
con ser un gran escritor. Mi ambición era escribir algo maravilloso que logrará
tocar el alma de muchas personas, más
allá de eso, lograr una especie de fama, así fuera pequeña, que logrará
enorgullecer a mis padres. Al final, ambos murieron y no logré publicar –ni
escribir- el libro de marras y la única victoria pírrica que me queda es
haberles dado todo el cariño y el amor del mundo. Mi mamá decía que qué importaba
ser famoso, si no eras una buena persona y que siempre se enorgulleció del hijo
que fui con ella. Espero que eso fuera suficiente.
Hace poco recibí una carta de
mi hermana y me puso a pensar. A veces pienso que mis letras pueden ser
rimbombantes y un poco postizas como si olvidara que lo verdaderamente
importante es lo que sale del corazón como lo hace ella, lo que en apariencia parece
sencillo pero por esa misma razón es mucho más profundo y sincero, pero también
pienso que es mi manera de expresarme, nunca he podido hacerlo mejor que cuando
escribo, mis palabras siempre me suenan torpes y vacías, pero cuando escribo
soy yo. Y quizá sea esa persona rimbombante que no sea capaz de comunicarse de
otra forma.
Hace un tiempo conocí un grupo
de escritores que tienen cierta fama. Quise ser como ellos, desesperadamente, pero con el tiempo siento que ya no tiene
importancia. El mundo es tan grande y la vida tan corta que al final hay cosas
más importantes que si te publican un libro o no. Las personas van y vienen, la
fama es efímera y las personas que celebraron tus triunfos son los primeros en
irse cuando el barco se hunde. Y al final comprendí que las letras no están para quienes solo buscan fama o reconocimiento, si no para quien las escribe desde el fondo de su corazón. De manera ardiente y visceral.
Una amiga me dijo que quizá
este vacío se debe a que estoy haciendo las paces con el pasado. Aceptando las
pérdidas y reconociendo quien soy. Otro amigo me dijo que sólo se debe escribir
por diversión, porque nos hace felices o nos ayuda a expulsar nuestros
demonios. Quizá lo único importante es simplemente respirar, mirar al cielo,
contemplar las estrellas, besar y abrazar a quien amamos, vivir, y en ese
interludio es probable que las letras pérdidas lleguen a llenar ese vacío.