Eran cinco. Hans, Fritz,
Adolf, Hermann y Otto. Poco importaba que Hans fuera el capitán. En ese momento
eran simplemente fugitivos, sobrevivientes. La batalla había sido cruel, todos
soldados gloriosos del Tercer Reich nunca habían visto tal derramamiento de
sangre y ahora sus elegantes uniformes eran cosa del pasado, sus elegantes
indumentarias estaban embadurnadas de sangre, costras, cráneos y tripas, eso
sin contar con los piojos y las pulgas que los devoraban con avidez.
Huir no tiene nada de malo
si con ello salvaban la vida, les había dicho su capitán quien al ver que si
seguían resistiendo junto al resto del batallón serían exterminados como ratas,
peor aún podrían ser hechos prisioneros por los rusos y quién sabe qué les
podrían hacer esos bárbaros. Así que organizaron su huida en medio de balas,
bombas y gritos incomprensibles. Huyeron
a través de la sangre sobre la nieve, del fuego sobre los ríos, de los cuerpos
en descomposición en las calles.
Corrieron días enteros, sin
mirar atrás, sin saber el rumbo que llevaban. Atravesaron caminos, pueblos
completamente devastados por los bombardeos que ellos mismos habían ocasionado,
las tierras eran yermas, infértiles, no se escuchaba el cantar de las
golondrinas ni el sonido del viento meciendo los árboles….vivían en una especie
de limbo, el infierno en la tierra atravesado por cinco hombres, cinco asesinos
cuyos golpes a las puertas del cielo serían ignorados para siempre.
Finalmente se encontraron
con la cabaña. Parecía un espejismo alzándose solitaria en medio del bosque
como si fuera la última edificación existente en el mundo. Los soldados no se
debatieron en reflexiones poéticas y filosóficas sobre su presencia. Estaban
exhaustos, hambrientos y con frío, lo único que importaba era la supervivencia,
lo único que se preguntaban era cuánto tiempo podrían seguir respirando sin
morir congelados.
Entraron.
Lo normal habría sido que hubieran inspeccionado exhaustivamente cada rincón de
la edificación pero estaban tan agotados que no lo hicieron. Había una gran
sala donde al fondo se veía una chimenea apagada, a su lado madera seca que no
demoraron en prender. Estaban de pie, en silencio calentándose cuando lo oyeron
por primera vez.
Era un gruñido. Seco. Que se
extendía por las cuerdas vocales, reptando desde el estómago hasta el cuello.
Al primer sonido los hombres se miraron en silencio. Al segundo, los cuatro
hombres (a excepción del capitán) se incorporaron como rayos y buscaron el
origen del sonido. Caminaron, la cabaña no tenía mucho que inspeccionar, no
tenía cuartos solo la gran sala, llegaron a una cama que tenía varias cobijas
encima. El gruñido se incrementó, la cama se agitó.
Con la punta de su arma,
Fritz quitó las mantas. El niño, si aún se le podía llamar así, estaba amarrado
de pies y de manos, al ver a los hombres se agitó nuevamente estremeciendo la
cama. Estaba flaco, muy flaco, era probable que no hubiera comido en días, su
pelo, de color paja, empezaba a caérsele a pesar de los siete u ocho años que
tenía, su pequeño cuerpo estaba lleno de cicatrices y su pecho estaba cubierto
por vomito seco.
Hermann apuntó al niño con
su rifle.
-¿Qué coños haces? –preguntó
Fritz.
-¿Qué ‘coños’ crees? Voy a
meter un balazo a este ruskie en medio de los ojos.
-No
eran tan humanitarios hace unos días –gruñó Hermann- ¿les recuerdo algunas de
sus hazañas?
-Era
la jodida guerra. Matar o morir, esto es
diferente. Este niño se está muriendo y está amarrado- respondió Fritz.
-El
mocoso no me da buena espina. No confío en que lo hayan dejado amarrado sin
liberarlo o matarlo antes de que lo dejaran. No confío en nada que esta puta
tierra de Ivanes haya parido.
-¡Bueno,
no más! –se oyó un grito- No somos asesinos a sangre fría así acá piensen lo
contrario. Bajen las armas, acá nadie va a matar a nadie.
-Sí,
capitán –gritaron los hombres al unísono.
Un
grito llamó la atención de los hombres.
No era ruso, ni alemán o ninguna lengua que hubieran escuchado antes.
Era un sonido anterior al hombre, salvaje, primitivo, proscrito. El sonido
continúo y el niño parecía que estuviera repitiendo una letanía antes de
empezar a reír compulsivamente.
Otto
intentaba hablarle en ruso al niño siendo ignorando por éste que intercalaba,
gritos, llantos, y vómito verde.
-Capitán
–habló Adolf, quien se caracterizaba por ser de pocas palabras- Como usted sabe
soy de un pequeño pueblo cerca de Dusseldorf. Cuando pequeño era acólito del
sacerdote de la aldea. Una vez nos llamaron de una casa a las afueras de la
población. Al llegar, una mujer de unos quince años estaba recluida en su
cuarto, su rostro parecía al de una anciana de ochenta, gritaba, retorcía y
maldecía diciendo blasfemias. El ente, porque ya no era humano, llegó al
extremo de levantarse un par de centímetros de la cama. Tuvimos que hacerle un
exorcismo. Tenemos que hacer lo mismo con este niño.
-Pues
vengan por mí putos alemanes - gritó de improviso el niño en un fluido alemán
haciendo temblar la cama.
-¡Capitán!
¡No nos arriesguemos! –insistió Hermann- matemos al jodido niño y vámonos.
Hans
observó al niño, la chimenea y a sus hombres. Lo más probable era que ninguno
volviera a casa. Y no importaba la basura grandilocuente que hubieran oído en
el ejército: Eran asesinos, criminales, bestias creadas por el hombre. Este
quizá sería el acto más bondadoso que hicieran en su vida.
-¿Cómo
puedes hacer un exorcismo si solo eres acólito?- preguntó el capitán.
-La
verdad es que –Adolf enmudeció y continúo con un hilillo de voz- soy, fui
sacerdote. Me expulsaron.
-¡Eso
explica muchas cosas! – rugió con una carcajada Hermann, pero ningún otro dijo
o preguntó nada más.
-Está
bien –autorizó el capitán- Hagámoslo.
Adolf
se situó frente al niño, quien al verlo empezó a vociferar en varios idiomas.
No se requiere nada más que verdadera fe para lograr esto, les dijo a sus
compañeros. Bendijo el agua de su cantimplora y empezó a rociarla sobre el pequeño
mientras rezaba.
Su
piel empezó a agrietarse, saliendo pústulas donde caía el agua bendita. Él
vomitaba y defecaba al mismo tiempo, mientras se agitaba a la vez que maldecía
al hijo de puta violador nazi que se enfrentaba a él. De un momento a otro, pareció que se hubiera
desvanecido. El ex sacerdote bajó los brazos,
sudaba profusamente y casi no podía hablar, temblaba como un epiléptico.
Otto
se acercó a ver el cuerpo sin sentido del niño y en ese momento sintió como sus
ojos se abrían solamente para él. En
ellos vio una planicie infinita de cadáveres que se amontonaban uno tras otro
donde estaban su mamá, su hermana, su enamorada de quince años, su profesor y
toda la gente que conocía, vio a Berlín en ruinas donde no quedaba piedra sobre
piedra, las mujeres violadas y todo lo que amó alguna vez pisoteado por botas
rusas y americanas. Ven a mí, oyó una
voz y te daré paz.
Sin
voluntad se acercó a donde estaba el niño y empezó a desatar con rapidez sus
ataduras.
-¿Qué
haces Otto? – gritó Adolf.
Otto
no respondió, en su lugar sacó su pistola y le metió un tiro en la frente al ex
sacerdote. Hans que era quien estaba más cerca a los dos, le perforó el pulmón
de un balazo a Otto quien empezó a hacer los mismos espasmos que un pez fuera
del agua.
Los
hechos se desencadenaron con la rapidez de un huracán. El niño terminó de
aflojar las ataduras que había alcanzado a soltar Otto. Con una agilidad que no
podía ser humana agarró el cuchillo de dotación del soldado muerto y corrió
donde el capitán. Sin darle tiempo para reaccionar le clavó el cuchillo en el
corazón. Hermann le intentó disparar pero antes de poder impactarle tenía ya al
niño encima suyo.
El
soldado alcanzó a pegarle un puño que tumbó al ente y le hizo soltar su
cuchillo. Sin embargo se levantó casi de inmediato, se subió en la espalda del
gigantesco alemán y empezó a morderlo, arrancándole la oreja y a aruñarlo.
-¿Qué
coños haces Fritz? –gritó Hermann.
Esto
pareció despertar al quinto de los soldados quien había mirado la escena
aterrado como si estuviera dentro de un sueño.
Sacó su pistola y como si solo hubiera nacido para ello le pegó un tiro
al engendro quien cayó de la espalda de Hermann y agonizó sin volver a hablar.
Ambos
hombre se recostaron exhaustos en una de las paredes de la cabaña. Sacaron y
prendieron los últimos cigarrillos que les quedaban.
-Así,
que había que meterle un tiro desde el principio….. –dijo Fritz.
-Justo
en medio de los ojos. Putos ruskies –respondió Hermann.