miércoles, 17 de mayo de 2017

El hombre que mató a dios

Dios ha muerto. Yo lo maté. En las largas noches cuando los huesos se clavan como astillas y no concilio el sueño lo visualizo: las manos intentando proteger la cara, un grito ahogado que nunca llegó a salir y la sangre corriendo como manantial bañando el crucifijo que no vi hasta minutos después, cuando era demasiado tarde.

Lo recuerdo con claridad, el bochorno, el polvo que levantaba mi caballo, el sudor que se deslizaba por la cabeza y la espalda,  la mula que venía solitaria trayendo al hombre que venía al encuentro de su destino. La vida del forajido consiste básicamente en esperar y saquear, a veces se caza, otras no, como todo en la vida.  Azucé a mi equino y salí rumbo hacía él, al llegar me arrepentí, vestía un sombrero de paja y unas ropas humildes, pobres, sin ningún lujo o excentricidad, pero en la parte trasera del animal había una maleta.

-Bienhallado seas, hijo mío –me dijo un hombre un poco regordete. Sus palabras hicieron que mi corazón hirviera de odio.

-¡Yo no tengo padre! –grité a la vez que a mi mente acudían imágenes de puños que caían y lágrimas de una mujer ya devoradas por el tiempo-. ¡Deme todo lo que tenga!

Lo apunté con la pistola mientras él se tapaba la cara con las manos en un vano intento por protegerse.

En ese momento sentí la luz del sol que me cegaba, el calor se había vuelto insoportable y sentía derretirme como una vela, la imagen del hombre desprotegido y patético que susurraba que no le fuera a hacer daño, además esa palabra.

Hijo mío

No me lastimes

Hijo mío

No me mates

Hijo

Bang

No cayó de inmediato sino que se sostuvo un par de segundos de su mula como si estuviera borracho hasta que lo hizo de manera estrepitosa. Quitado el obstáculo me dirigí hacia mi botín. Tan pronto abrí la maleta el terror se incubó dentro de mi estómago como huevos de serpientes: En su interior habían dos sotanas, un rosario, una biblia, un poco de ropa y una carta del obispo donde anunciaba al ahora difunto sacerdote Atanasio Estévez como nuevo párroco de Pico de Oro.

A la desesperación le siguió el llanto y al llanto, el arrepentimiento. Había matado a un hombre santo. Caí de rodillas como Saulo de Tarso camino a Damasco y mientras las lágrimas se confundían con la sangre del sacerdote, veía el ocaso de un día que se extinguía.

¿Qué me impulsó a tomar su lugar? Mi alma no tiene salvación desde ese día pero sentí que el pueblo no podía quedar a la deriva. Lo enterré haciéndole un montículo de piedras, estuve un rato largo pidiéndole perdón y prometiéndole que me haría cargo de su misión y me encaminé al lugar.

Pico de Oro, a diferencia de lo que su nombre da a entender, es un pueblo más pobre que las ratas, un sitio de no más de cuatrocientas personas y cien casas donde todo estaba por hacer. Llegué al día siguiente y el alguacil, un pobre diablo que ni siquiera iba armado, me llevó a la parroquia, una casucha que parecía incluso más miserable que el resto.

La primera misa fue un desastre. La ropa de Estévez me quedaba dos tallas más grande haciéndome ver como un payaso y no sabía qué decir o cómo hacerlo. A la gente no le importó, de hecho me parecieron que estaban divertidos por la función, cuando empezaba a titubear ellos empezaron a corear lo que debía decir y yo lo repetía al revés de lo que debería ser una sacristía normal.

¿Sabían que era un farsante? Nunca lo he dudado. No creo que sea muy común que un cura se emborraché con sus feligreses o cada cierto tiempo se vaya de putas para descargar sus instintos más primitivos, sigo siendo un hombre y la castidad me parece más inútil que una cagada de caballo en el desierto. Sin embargo, también me hice uno con el pueblo, como decía antes estaba todo por hacer, no sólo desempeñé funciones de sacerdote sino de carpintero, artesano, agricultor, carajo incluso fui una especie de alguacil cuando me tocó ir a detener al joven Walter quien borracho le estaba pegando a su mujer y si bien en un principio no quiso oír mis sermones y me mando a que me metiera ‘la puta biblia por el culo’, me escuchó mejor cuando le di un par de golpes y hundí su cabeza en el abrevadero. Prometió no hacerlo de nuevo.

Cada vez leía más la biblia al punto que llegué a aprenderme capítulos de memoria. Reflexionaba en sus historias y pensaba en dónde estaba dios, en el sentido de las cosas. No lo vi en el antiguo ni en el nuevo testamento, ni en Jesucristo resucitado o en el Vaticano, esos culos gordos que habían mandado al difunto Atanasio Estévez a este pueblo olvidado por todos donde nunca le hicieron llegar  ni un centavo, pero sí lo veía en el pueblo, en la sonrisa de los niños que asistían a la misa, en la comunión que se formaba durante la sacristía, en un pueblo lleno de fe que había acogido a un extraño como si fuera un santo, quizá sabían que era un farsante, pero era su farsante.

Así transcurrieron años y décadas donde mi pelo se tornó gris y vi contraer matrimonio a muchos de los niños que correteaban por las calles polvorientas, así como vi partir a muchos amigos al más allá. En los últimos días llegaron noticias aterradoras de poblaciones vecinas: Un grupo de bandoleros comandados por un tal Sucio Juan había saqueado todo lo que se encontraba a su paso violando y matando sin importar si el pueblo no ofrece resistencia. Mi pueblo es el próximo en su camino.

Ahora bien, soy más partidario del Antiguo Testamento que del Nuevo, sobre todo  si se trata de supervivencia. Las parábolas de Jesucristo son bonitos cuentos pero no se aplican a la vida real,  dar la otra mejilla no es recomendable especialmente si una banda de asesinos piensa matar a tu hijo y follarse a tu mujer delante de ti. Con esto en mente reuní al pueblo en la capilla. Les hablé de David, Saúl, Sansón, Moisés y Josué y como al igual que los judíos éramos un pueblo elegido por dios por lo que debíamos defender nuestra tierra de toda invasión. Saliva gastada en vano, desde la primera frase sabía que me iban a seguir, igual continué otro rato  buscando inspirarlos más.

Y ahora estamos a la espera de Sucio Juan. Armados de pocas pistolas, azadones,rastrillos, piedras, picas y todo lo que pueda matar. Ellos son asesinos profesionales, el pueblo, en su mayoría, campesinos; no sé qué vaya a pasar, si logremos detenerlos o ellos dejen el pueblo reducido a cenizas o si dios en su magnificencia descienda un puto ángel del cielo que detenga esta locura. Sólo sé una cosa, correrá sangre, mucha sangre y quizá al final del día y sin importar nada más, haya encontrado redención por mi pecado. Oigo los cascos de cincuenta hombres retumbar hacía acá, el asesino que hay en mí se regocija. Se acercan. Que dios nos bendiga.   



5 comentarios:

  1. ¡Buenas!
    Excelente relato.
    Sin exagerar.
    Que tomara el lugar del cura sin dejar de ser un hombre le da, a cada cosa dicha, una vitalidad que no te puedo describir.

    Ojalá lo hayan hecho mierda al Sucio Juan.


    ¡Un abrazo fuerte!

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    1. Facu....¡Tiempo sin verte por acá! Como siempre, un placer y un honor, que me leas. Me alegra mucho que te haya gustado la historia.

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  2. Ahora que leo este cuento, nuevamente, de manera más calmada, le sigo encontrando todo ese potencial narrativo como historia que debería seguir. Tiene un montón de errores, que no señalaré porque esta es una opinión y no una crítica. Pero carajo si es una buena historia.

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    1. Tocará invitarlo a una cerveza para que me hable de los errores :)

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    2. Y muchísimas gracias por leerme y la retroalimentación.

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