Una espina que crece en el pecho. En un principio no es más
grande que una semilla pero va creciendo hasta que se convierte en raíces que
van envolviendo tu corazón, tus pulmones, el resto de tus órganos y tu alma,
que se alimenta de tu odio y tu rabia y que continúa creciendo hasta que se ha
apoderado de ti y te ahogado tanto de manera figurada como literal.
Hablo, como no, de la envidia. Puede nacer de un gesto, una
palabra, a la que al principio no le prestamos atención pero la semilla está
plantada, la duda se queda incrustada en nuestro interior a veces incluso por
años hasta que todo lo acumulado, en una especie de sangre negra y espesa, sale
hirviendo como lava dispuesto a arrasar con todos incluso con nosotros (o
especialmente con nosotros mismos).
Este sentimiento no es más que el miedo de vernos al espejo y
ser incapaces de ver el valor que tenemos. Vemos nuestro reflejo desnudo y
engrandecemos nuestras carencias y defectos e idealizamos las cualidades de
otro. Lo despreciamos porque creemos que tiene algo que nos pertenece, porque
sentimos que es mejor que nosotros y no lo merece, al fin y al cabo ¿quién es
ese pobre imbécil? ¿Por qué tiene la pareja, la familia, el trabajo o la
riqueza que soñamos en noches de desvelo? Y en nuestra ensoñación creemos que
esa persona todo le ha caído del cielo y no ha tenido que esforzarse como
nosotros, a pesar que su ventura es tan bendita y la de nosotros tan
desdichada.
Y no sabemos, preferimos ignorar, que esa otra persona
también se ve en el espejo y es consciente de sus propias falencias y quizá
anhele lo que tiene el otro, y en ocasiones, en un giro irónico del destino esa
persona nos envidia a nosotros, creándose un juego macabro del gato y el ratón donde dos figuras se ven del
lado opuesto del espejo y cada una anhela el reflejo que ve frente a él sin
saber que su suerte también es deseada y soñada.
Pasamos nuestra vida envidiando a mucha gente. Estrellas de
cine, cantantes, deportistas, conquistadores empedernidos, a veces nuestros
objetivos son más cercanos y lo hacemos con el compañero del trabajo al que
todos quieren, el amigo que enamoró a la mujer que deseamos, el otro que logró
nuestro sueño más anhelado por el que
nunca supimos luchar, el vecino que compró el celular de última moda o viajó a
esa isla paradisíaca con la que soñamos pero nunca nos hemos atrevido a ir.
Pero, ¿saben qué? Está bien tener ese monstruo que crece en
nuestro interior, ese maldito huésped, no es sano reprochar su presencia, su
existencia en dosis sanas es necesaria. Es la envidia, el querer lo que ha
conseguido el otro, lo que muchas veces nos impulsa a seguir adelante, a no
rendirnos, a demostrarnos que si ese cabrón fue capaz de conseguirlo nosotros
también lo haremos. Y sí él logró un
milagro no solo lo alcanzaremos sino que lo superaremos. Quizá fue la envidia
lo que nos permitió salir de las cavernas y conquistar el mundo, quizás no.
El truco está, desde luego, en la justa medida de las cosas.
El límite entre dejar que ese pequeño engendro que vive en nuestro interior nos
empuje a realizar lo que el miedo no permite y dejar que se alimente como un
feto maligno de nuestra sangre, bilis y odio y nos lleve a nuestra propia
destrucción (así al final parezca que hayamos triunfado cuando nunca es así) es
muy tenue. Depende de cada uno de nosotros establecer la diferencia y mantener
a raya al monstruo que vive en el ático de nuestra conciencia….
¿Es mejor despertarla que sentirla? Qué sé yo, quizá lo mejor
sea ser consciente que el pasto nunca es tan verde en el patio del vecino como
lo imaginamos y que no somos ni la mitad de miserables de lo que creemos en
nuestros momentos más desesperados. Quizá lo mejor sea cuando sentimos que el
ser es incontrolable salir, ver la naturaleza, y repetirnos que somos poco más
que polvo estelar insignificante que no dura ni una milésima de segundo en la historia del universo. Y el
cabrón que tanto envidias también.
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