De repente te encuentras en
una ciudad extraña donde nadie habla tu idioma y todas las calles llevan a
caminos inesperados. El universo se extiende en cientos de ramificaciones en
forma de concreto. Ninguna senda es la tuya porque todas la son. No tienes
destino y el camino es el que estás a punto de recorrer.
Quizá tengas suerte y tengas
un amigo de viaje. Podrás hablar de la vida, las mujeres, los sueños del pasado
y el futuro; no te detendrás porque a pesar de no tener un objetivo fijo te
dejas llevar por la marea de gente que va de un lado para el otro como
hormigas, te unes a ellos de manera efímera aunque sabes que nunca serás parte
de su grupo, eres un extraño, se te nota y ni siquiera por tu color de piel o idioma,
sino porque esa ciudad no es tu hogar,
no ha dejado la huella profunda que se les ve en los ojos a ellos, ese caos
eterno, ese trasegar sin pausa que tienen.
Pero a veces a pesar de la
compañía y a pesar del constante hablar y escuchar, mientras te refieres a
cosas nimias como el almuerzo o lo que harán más tarde, callas y escuchas la
sinfonía de la ciudad, los murmullos de cada una de las calles que caminas, que
comienzan de manera suave pero van alzando su voz hasta que eres consciente de
ella. Esa voz que combina el sonido de los taxis, los cientos de idiomas que se
entremezclan, cada uno con su acento y cultura particular, el viento que se
eleva por encima de los pasos y la ciudad. Es un sonido sin orden alguno, sin afinación,
en ocasiones podrá parecer tosco pero sin duda es hermoso.
Te internas por callejones
solitarios. En algunos ya no hay gente y solo se encuentran las edificaciones y
levantas la vista y te quedas en silencio porque sabes que ellas son el intento
humano de dejar un legado, una huella de su paso por el mundo pero sabes que es
inútil, en algún momento futuro de la historia, años, siglos o milenios
venideros, se vendrán abajo y haces apuestas en tu mente sobre si será algún
ataque terrorista, una guerra o quizá una destrucción silenciosa, tal vez será
la misma naturaleza quien reclame los gigantes de cemento y algún día cuando ya
no estemos la vegetación recupere los territorios perdidos. Pero ahora no es
momento de pensar en ello, simplemente levantas la vista y admiras lo que ha
logrado la humanidad y contemplas los edificios y la ciudad como un monumento
al siglo que acaba de terminar, al milenio que comienza y la época que te toco
vivir en la historia del mundo.
Y recorres esa ciudad extraña
que es el centro de la civilización misma. Lo haces en la mañana, en la tarde y
en la noche, durante la lluvia y el calor. Te maravillas con el metro, sus
cientos de luces de neón y los millones de universos que se contienen
en las personas que la habitan y que te dan la bienvenida al tiempo que no lo
hacen. La ciudad no duerme y tú tampoco lo haces porque incluso cuando llegas
extenuado a tu posada a dormir sueñas con ella, con sus lucecitas similares a
la navidad, en su inmensidad, en esos laberintos de concreto, con sus estatuas
gigantes, sus parques majestuosos y esa faceta esplendorosa que descubres con
la ansiedad de un niño que está listo a desenvolver un regalo.
Y cuando llega el momento de
partir te preguntas si en este mismo instante no hay otra alma maravillada en
tu ciudad, a miles de kilómetros de donde estás, quizá ese desconocido abre los
ojos y recorre con asombro las calles que conoces de memoria y a la que ya no
le ves la belleza que tiene, quizá camina por las noches en medio del tráfico y
los anuncios nocturnos de neón pensando en que nunca había visto algo tan
espectacular, quizá como ya sabemos la belleza siempre está en el ojo de quien
admira e incluso una finca pequeña y humilde con un patio en el que solo se vea
el cielo estrellado contiene aquello que tanto has buscado.
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