En 1992 un niño pegó unas laminitas
de las Tortugas Ninja en su closet, seguramente eran repetidas o de pronto
quiso dejar un legado eterno e imborrable en ese pedazo de madera que veía
todos los días como desafío al tiempo. Veinticinco años después, el hombre en
el que se convirtió ese pequeño observaba por última vez esas figuras sabiendo
que era la última vez en su vida que las vería.
Vaciando la casa de mi madre para no
volver, en donde los objetos acumulados por casi treinta años se mezclaban con
un torrente inabarcable de recuerdos, mi mirada volvía una y otra vez a las
figuras amenazantes y divertidas de mis héroes de niñez. Recuerdo la habitación y el tiempo
que pasé en ellas pero ese niño que fui yo mismo se me hace lejano y ajeno como
si fuera alguien completamente diferente e incomprensible para este hombre que
ha vivido muchas cosas tantas buenas como malas en el camino que ha recorrido y
las decisiones que ha tomado.
¿Qué pensaba ese niño? Seguramente
sus preocupaciones me parecerían insignificantes ahora pero en ese tiempo eran
importantísimas, sé que su infancia fue muy feliz y que nunca fue consciente de
lo afortunado que fue durante ese periodo. Cuando estamos pequeños no sabemos
todo lo que nuestros padres hacen para blindarnos de los problemas del mundo
real y mantenernos en una burbuja feliz que se rompe cuando nos hacemos adultos
y crecer es darnos cuenta que al final estamos solos frente al mundo.
El niño creció, se mudó con su padre
después del divorcio pero el closet de su niñez siguió igual con las Tortugas
Ninja atentas, vigilando los recuerdos de su infancia. Él volvería muchas veces
a ese lugar cada vez más adulto, cambiado, vería el cuarto y le traería
recuerdos del olor del pan, de la emoción con que pegó esas laminas y la cama
ya inexistente donde su mamá le daba un beso antes de dormir y le dejaba
prendida la radio en la estación de música clásica mientras se dormía, pero
nunca se imaginaría que habría una última vez, una última visita, un último
adiós.
¿Cuántas personas somos durante
nuestra existencia? Cambiamos tantas veces de manera tan sutil que ni siquiera
nos damos cuenta. Cada año, cada década tenemos tantas experiencias, personas
por conocer, lugares por visitar, dolores y alegrías que sentir que nos
convierten en personas casi extrañas a las que fuimos algún día aunque nuestra
esencia siga casi intacta. Quizá somos mil y una más, como si viviéramos
infinitas vidas en una sola y no nos diéramos cuenta de ello sino en
determinados momentos cuando la nostalgia toca nuestra puerta, a veces de
manera sutil, a veces con la ferocidad de un monstruo insaciable en busca de
épocas mejores.
Nuestra vida es un recorrer infinito
de lugares y personas que solo tendrá descanso al morir. En algún momento los
lugares de nuestra niñez, donde dimos el primer beso o amamos intensamente
desaparecerán físicamente y vivirán únicamente en nuestra memoria
desapareciendo nuevamente cuando nosotros ya no estemos.
Recordé esto el penúltimo día antes
de dejar la casa de mi madre. Esa noche fui al parque cercano que se veía mucho
más pequeño de lo que recordaba. Vi el inmenso árbol y los columpios donde
tantas veces corrí hasta quedar exhausto sabiendo que en casa mamá y papá
estarían esperando por mi regreso, y todos mis seres, el niño que pegó los
cromos, el adolescente indiferente y taciturno y el hombre lleno de cicatrices
que soy ahora supe lo afortunado que ha sido por los lugares que ha recorrido y
por la gente que ha tenido la fortuna de conocer y amar.
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