Oyéndola respirar dormida
mientras fumaba un último cigarrillo pensaba quién demonios era esa mujer. La
primera vez que la vi pensé que podía pasar como princesa hindú, espía
francesa, reportera inglesa o estatua romana de perfil estilizado y orgulloso.
Tenía la facilidad de ser mil mujeres y ninguna a la vez pero en todas ellas
refulgían ese par de faros verdes que eran sus ojos de depredadora dulce.
La noche en que la conocí, mis
pasos me habían guiado por más de diez bares. Una copa en cada uno de ellos y
salir de nuevo a la oscuridad. El lugar en donde la vi estaba a reventar y la
gente celebraba el placer de estar viva. Una leve carcajada ebria y el brillo
del castaño platino de su pelo me llamó la atención de inmediato. Nos vimos y
acercamos como si fuéramos viejos conocidos que no se habían visto en toda su
vida. Iba empezar el viejo proceso de conquista cuando me susurro al oído:
‘Vámonos’.
Recorrimos la madrugada de la
calle, vimos ebrios que vomitaban por los parques, indigentes que hacía fogatas
para protegerse del frío, prostitutas que abordaban carros con destinos
inciertos mientras reíamos y hablábamos y copos de nieve se posaban tímidos
sobre su nariz.
Llegamos a su apartamento y
antes de darme tiempo de abalanzarme sobre ella se escabulló como una
cervatilla que huye de su depredador. Prendió su televisor y antes de que
reaccionara me pasó un control de videojuegos.
-¿Me ayudas? Es que no he
podido pasar de ese nivel-dijo tratando de ocultar una carcajada -no creerás que te traje aquí para que me
comieras.
Era un juego de zombies. Me
pasó una botella de ron a la vez que limpiábamos las calles de la amenaza y
mientras exterminaba seres renqueantes y putrefactos imaginé lo que se sentiría
meter mi lengua en su boca y someterla de mil maneras impúdicas, me miró de
reojo mientras que en la pantalla usaba un lanzallamas para quemar a los pobres
muertos que se habían metido en su camino. No supe cuántas botellas llevábamos
o cuantos cadáveres adornaban las calles virtuales cuando boté el control e
hice lo que deseé desde el primer instante que la vi.
-Tengo alguien bueno que me
ama –susurró a manera de excusa intentando escaparse de mis brazos.
-Todos hemos tenido alguna vez
a alguien bueno que nos ama –respondí mientras le quitaba la ropa
Su cuerpo era único como si el
oro se pudiera degustar y sus ojos parecían brillar aún más incluso en la
penumbra de su cama. Parecía una medusa enloquecida bajo mi cuerpo, moviéndose
siseando, mordiendo y chupando como si quisiera dominar a su dominante, con
rabia, ternura, y placer que brotaban de mil fuentes confluyendo bajo los
estertores de un orgasmo continuo.
Me quedé a dormir junto a ella
y el sol nos atrapó mientras respiraba sobre su nuca. Nunca más hablamos de
aquella noche ni de la botella de ron o la cacería de zombies y nos despedimos
de mano en la portería de su edificio justo después de haber tenido sexo en la
ducha de su apartamento.
No intercambiamos teléfonos,
ni correo o redes sociales, teníamos la
certeza de que nuestros cuerpos se llamaban y un pronto encuentro era inevitable.
A los seis meses coincidimos en la fila de un banco y pasamos el resto de la
tarde viendo nuestros cuerpos sudados en el reflejo del espejo de un techo.
Podíamos vernos en cualquier
momento, en cualquier lugar. Una vez nos divisamos en la calle a lo lejos
mientras la policía desintegraba una revuelta estudiantil y tuvimos que
atravesar la calle de repleta de gas mostaza, sangre y pancartas de izquierda
para irnos a tirar tranquilos.
La única regla que teníamos,
si era que podía considerarse como tal, era que siempre hacíamos el amor en
diferentes lugares. Íbamos desde hoteles cinco estrellas donde una noche podía
costar una fortuna hasta lumpanares grotescos donde la pared era tan floja que
podías escuchar todos los gritos y gemidos de todo el piso si te concentrabas
lo suficiente.
Hacer el amor con ella era
excesivo. Todo en ella lo era. Su estatura, el tamaño de sus tetas, lo
descabellado de sus historias, el deseo que parecía emanar de su piel, cada vez
más ansioso, más urgido de mis besos. Nos encontramos de manera casual por
muchos años y nunca parecía saciarme de ella, devorándola con la misma
intensidad que la primera.
Y siempre llegaba el momento
en que parábamos exhaustos de la frenética jornada. Ella ponía su cabeza sobre
mi pecho y hablábamos. Le contaba cosas que ninguna mujer, ni siquiera aquellas
que dijeron amarme o que creí yo hacerlo supieron jamás y ella escuchaba,
cerraba los ojos y se dejaba arrullar por mis extrañas historias como si fueran
canciones de cuna; en sus silencios, en esa sonrisa plácida, podía entrever una
libertad que nunca había experimentado y que quedaba encerrada en esas cuatros
paredes y esos segundos finitosinfinitos que duraban nuestros encuentros.
Un día recibí una llamada. Fue
la primera y única vez que me contactó. Siempre tuve la sospecha que sabía
quién era y cómo llegar a mí pero prefería dejar nuestros encuentros a los
múltiples dados del azar. Me citó en su apartamento y me comunicó lo que
sospeché desde que oí su voz por el celular, se casaría con ese alguien
demasiado bueno que la amaba. No le pregunté si ella lo amaba igual ni intenté
convencerla de que se fugara conmigo para un lugar remoto porque así no
funcionaba la vida.
- Siempre es bueno tener a
alguien demasiado bueno que nos ama –le susurré mientras le quitaba la ropa y
me disponía en hacerla mía en todos los rincones de su casa en un fin de semana
que ninguno habría de olvidar jamás.
Oyéndola respirar dormida
mientras me fumaba un último cigarrillo pensaba quién demonios era esa mujer.
La primera vez que la vi pensé que podía pasar como princesa hindú, espía
francesa, reportera inglesa o estatua romana de perfil estilizado y orgulloso.
Tenía la facilidad de ser mil mujeres y ninguna a la vez pero en todas ellas
refulgían ese par de faros verdes que eran sus ojos de depredadora dulce y
llegué a la conclusión que su encanto era precisamente el de saberla lejana y
difusa, un huracán hecho mujer, una fuerza de la naturaleza cuyo milagro era
simplemente ser y que, a veces, las mejores historias comienzan con una la
respiración de una mujer dormida después de un orgasmo.
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