miércoles, 13 de febrero de 2019

El tiempo que (ya) no es


Cuando voy a Cali pareciera que el tiempo se detuviera por completo. Como si las horas, los minutos y los segundos estuvieran suspendidos en una especie de limbo existencial. Visito amigos y familia y los veo igual que la última vez, en una especie de placidez que me parece casi incapaz de reconocer en mi propia vida.

Quizá es porque vivo en la capital donde el ritmo de vida es acelerado y frenético. De pronto al no serlo Cali se respira un ambiente más reposado y cálido, es probable que en un pueblo el fluir del tiempo sea incluso más calmado y el transcurrir eterno de los minutos y otras invenciones humanas se dé lentamente. Un día tiene 24 horas aquí y en Cafarnaúm pero en el campo, en medio de la nada, pareciera que los días y las noches son más largas y tranquilas.

También es posible que tenga esta percepción porque no veo a estas personas con la misma frecuencia de antes, ya no soy parte activa de sus vidas, para ellas soy lejano, un fantasma que cada cierto tiempo se materializa ante ellas para volver a desaparecer con la misma rapidez que un eco. Las veo igual porque vibramos en tonalidades diferentes, y sacan un poco de su preciado tiempo para compartir conmigo, pero ya no somos lo que éramos y las veo como lo hacía hace tantos años, con el mismo cariño inmutable pero a través de un prisma un poco opaco, quizá yo sea igual para ellos o de pronto un desconocido con recuerdos comunes.

Tanto ellos como yo hemos cambiado. El lazo se reduce a una visita esporádica, a una llamada ocasional, a las charlas por Whatsapp donde bromeamos o recordamos tiempos mejores, la relación no es la misma pero el lazo se mantiene y el amor también… o eso me gusta pensar a mí.

¿Pero qué es el tiempo y su trasegar? Recuerdo que cuando era niño  me asombraba ver cómo pasaban las tardes mis abuelos: Se hacían en sus cómodos sillones en una terraza que daba a la calle y las horas y el día transcurría mientras hablaban y contemplaban la gente pasar. A veces recibían visitas pero su ritual era mirar al exterior. Esas tardes eran eternas y recién comprendo ahora que a medida que envejeces el mundo y su ritmo acelerado con todos sus problemas, que no lo son tanto, van perdiendo toda importancia y lo verdaderamente relevante es una visita, una conversación, el sol que cae y el viento que lame tu rostro. En esas tardes impasibles que mis abuelos observaban su pequeño rincón del mundo estaban, sin saberlo, contemplando la verdadera razón de la existencia.




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