El hombre alquiló un cuarto en
una pensión de mala muerte, repleta de ladrones, semi indigentes, poetas y
venezolanos. No pensaba quedarse mucho tiempo en la ciudad, antes de dormirse
siguió fumándose el puro y tomando unas cuantas copas mientras se arrullaba con
el sonido de las balaceras en el exterior.
Al día siguiente se levantó,
desayunó una taza de café negro sin azúcar y se encaminó al Callejón de las Putas,
ubicado en la zona de tolerancia de la ciudad. Nadie cuerdo se metería en ese
lugar a plena luz del día sin la complicidad de la Policía que cuidaba esa
cuadra desde el ocaso, momento en el que empezaba la jornada puteril. El Castillo de Don Andrés hacía mucho tiempo
había desaparecido. Don Andrés había sido apuñalado por una de sus ‘chicas’
favoritas, cuando se recuperó vendió el negocio y se fue para siempre. Sin
embargo en uno de los locales se encontró con que su regente más conocida como Samanta
La deliciosa, una ex puta vieja y gorda
decía haber conocido a Satu, como la llamaba.
En esos tiempos, Samanta
todavía se llamaba Sara y era una joven
adolescente de diecisiete años que venía desde Dosquebradas buscando fortuna. Cuando recién
arrimó al Castillo, la estrella era Micaela o como le decían ‘La reina de
Saba’, su piel oscura seducía a todos y era la joya del Castillo y protegida de
Don Andrés; no era una prostituta del común y lo sabía. Pese a ello no tenía
ínfulas de diva y se mostró solícita con Sara mostrándole todos los trucos para
soportar la dura vida que había elegido. Al poco tiempo se habían hecho grandes
amigas y no se separaban hasta cuando ella rompió la única regla que no podía
quebrantarse: Se enamoró de un cliente. Del Edgardo poco se sabía más allá que
era policía, antes de irse Saturnina le había dejado la dirección, por extraño
que pareciera, a pesar de todos estos años en que nunca la visitó aún la
conservaba por si él la quería.
La pericia del detective
consiste en la insistencia y en conocer el momento exacto para indagar. Las
balas y la acción pertenecían más al mundo de la televisión que otra cosa, en
la vida real la verdadera virtud es esperar e ir de un lugar a otro como una
veleta, observando como quien no quiere la cosa pero fijándose en los detalles
y sabiendo qué preguntar. De la dirección que le dieron, la mujer y su esposo
se habían mudado hacía muchos años, pero había una vecina que le dio una pieza
más para completar el rompecabezas.
Porque siempre quedaba un
hilillo de donde tirar, siempre aparecía una persona que no dejaba extinguir la
llama de la existencia de una persona, por más malvados o insignificantes que
nos creamos al final hemos dejado huella incluso en los lugares menos pensados.
Del apartamento en el centro
de la ciudad a donde lo mandó Samanta La Deliciosa, fue a otros tres con
resultados negativos, pero cada visita, cada persona que visitaba la ayudaba a
crear un perfil más completo de Saturnina Orozco, aunque nadie tiene la verdad
absoluta, tan solo ‘su verdad’, su propio reflejo de lo que había significado
esa mujer que conocieron en algún momento de sus vidas.
Finalmente su búsqueda lo
llevo al ancianato de un pequeño pueblo a unas dos horas de Bogotá. Sabía que la mujer había terminado
sola y desamparada, Edgardo, quien acaso fue la única persona que la amó de
verdad había fallecido hacía ya varios años fruto de un aneurisma implacable
que le quitó la vida en un parpadeo y ella prefirió vivir sus últimos años
rodeados de otros viejos en vez de la soledad de una casa vacía.
El ancianato de Santa Mercedes
era una casucha que albergaba casi diez
viejos. No era un sitio deplorable pero tampoco en el que uno se visualiza
terminando su vida. Las enfermeras recordaban a la mujer, la rodeaba una aura de
tristeza dijeron, y no hablaba mucho aunque era amable con quien se le
acercara, no como otros residentes que se volvían berrinchudos como si
estuvieran viviendo una segunda niñez. Cuando preguntó donde estaba le dieron
un papel y una dirección, al ver el nombre del lugar sabía que finalmente la
había hallado.
Llegó al Cementerio del pueblo
al ocaso, algunos grillos empezaban a hacer su característico ‘cri cri’. El
lugar estaba desierto, no había ni siquiera un guardían que le dijera que debía
marcharse a determinada hora. Sintió compasión por la soledad de los fantasmas
en un lugar así. Con las indicaciones de las enfermeras pronto llegó a su
destino: Una de las lápidas que estaba junto a un árbol decía Saturnina Orozco
Correa y más abajo tan solo su año de defunción ‘2001’.
El hombre se quedó en silencio
varios minutos contemplando la tumba. Había esperado toda su vida ese momento,
tantas preguntas, aunque al final todo se reducía a un ‘por qué’ que en el
fondo no servía de nada, ella solo lo había cargado siete meses y se había
desecho de él como si fuera basura, tan solo era el semen de un cliente en el coño de una puta, pero aún así había
hecho ese viaje porque quería saber, quería comprender su origen.
Ya nada de eso tenía sentido.
Contempló el polvo que carcomía la tumba, el nombre que casi se había
difuminado, lo único que tenía de su madre era un nombre y la visión
distorsionada de todas las personas que la conocieron, eso debía bastar. Sacó
una petaca de su gabán, la había cargado durante todos sus viajes con la
esperanza de encontrarla y compartirla con ella. Le echo un largo trago y
sintió como el aguardiente quemaba su garganta y sus entrañas como si fuera una
especie de líquido purificador, luego echó el resto de su contenido sobre la
tumba de Saturnina y salió del cementerio para no volver jamás.
Buen relato.
ResponderEliminarUn saludo.