Sentado en el banco del parque de la
calle X, Tomás contemplaba el atardecer. En una mano tenía una botella de
cerveza de donde se derramaban pequeñas gotas del color del trigo y en la otra
un cigarrillo a medio acabar del cual daba pequeñas caladas para que no se
deshiciera inútilmente en sus manos. Se acomodaba en el asiento solitario en el
parque solitario mientras contemplaba el sol esconderse con lentitud en las
montañas y no evitaba preguntarse si estaba contemplando la realidad verdadera
o acaso estaba allí exánime y casi inerte viviendo dentro de una fotografía
de Morgana.
Morgana y la nada, la nada y Morgana,
bien podría decirle hechicera o quizá su verdadero nombre, aunque le parecía
demasiado mundano, el triunfo de lo común; un nombre es sólo una etiqueta y
desde que la conoció, en medio de cigarrillos a medio terminar, papas con
mayonesa y una ración extra de sal decidió bautizarla con ese nombre. Ella lo
sabía, desde luego, y tan sólo reía ante la ocurrencia mientras pedía otra
cerveza. Mientras estaba sentado en el parque viviendo en una de las
fotos de la mujer, meditaba en sí podría salir de ella sin hacer demasiado
destrozos, o en cómo volver a la casa si detrás de los árboles donde los
columpios estaban colgados justo al lado de la rayuela se escondían los
asaltantes que estaban esperando a que él terminara sus cavilaciones para caer
como lobos y robarle la plata que no tenía, a la vez que hundían su puñal
brillante y oxidado en su pecho, y no puede evitar sentir esa mezcla de pánico
y una morbosa curiosidad de saber qué se siente sentir el acero penetrar en su
interior, acaso un dolor placentero, una especie de orgasmo mortal, una agonía
como la de un parto sólo que esta vez no sería algo momentáneo y destinado al
olvido para futuros hijos y el correcto repoblamiento mundial, sino un cruel y
lento penar en el que las gotas de sangre carmesí saldrían de su pecho
acompasadas con el reloj de bolsillo que guardaba en su pantalón.
Últimamente le había dado por revisar
viejas cartas de amor que había cruzado con Emilia. Ya no sentía la premura de
los viejos tiempos, ni el agobio del amor y el tiempo perdido aunque las releía
de manera obsesiva y frenética, y no porque pensara en volver con ella – no lo
hubiera hecho ni por todo el oro del mundo-, al contrario, al releerlas, sentía
poco más que la neutralidad de un funcionario público que debe revisar un
documento y asegurarse de que estuviera todo en orden, aur revoir, good
bye. Aun así, se quedaba horas contemplando el baulito rojo donde había guardado
su correspondencia con ella, sacaba las cartas, releía las letras que habían
sido escritas con amor profundo o con pasión de fuego o, en el último tramo,
con asco latente de lado y lado. Las clasificaba, las leía en voz alta mientras
tomaba uno o dos vasos de algún licor con sabor a hierbas e intentaba entender
esa relación, cogía cada una de ellas y las ponía encima de la mesa donde
Belcebú lo observaba medio adormecido y ronroneante, con ese ojo amarillo único
que parecía iluminarlo todo, e intentaba de manera fútil encajar las piezas del
rompecabezas y trataba de comprender qué demonios había pasado y cómo el
infinito había durado tan poco. A veces le parecía que la culpa era suya, otras
que era de Emilia y la mayoría de las veces la relación quedaba en tablas, un
empate sin redención ni merecimientos de tiempo extra o definición por penales.
Había visto la foto del
atardecer en una foto que Morgana había subido a su muro de Facebook, si la
vida fuera tan elegante como las novelas habría podido decir que la había
observado en una galería de arte, pero la vida ha dejado de ser pretenciosa y
se sacia con una foto vista en redes sociales, una especie de imitación barata
de la realidad, donde un atardecer deja de ser un ocaso y donde ni siquiera se
convierte en el zoom de los lentes de Morgana para transformarse en una serie
píxeles, uno tras otro que viajan a la velocidad de la luz, de computador en
computador para ser observados por los ojos anónimos de un mundo virtual que
verá el atardecer artificial ignorando la luz rojiza y mortecina que
entra por sus ventanas para casi al instante abrir otra ventana donde puedan
ver el resultado del último partido de fútbol o las últimas noticias sobre su
actriz favorita.
Y allí estaba él, 32 años, tomando una
cerveza que ya estaba dejando de estar helada y prendiendo otro cigarrillo sólo
por el ejercicio mecánico de darle una que otra chupada ocasional, pues su
verdadero placer era ver como el humo ascendía a los cielos como si se tratara
de una diminuta hoguera, mientras el sonido seco del cigarrillo consumiéndose
interrumpía el silencio del parque que parecía sucumbir al apocalipsis al que
parece sumirse el mundo a las 6:30 de la tarde. Los pensamientos que
tenían eran fugaces y parecían superponerse el uno sobre el otro: Morgana,
Emilia, los asaltantes que lo esperaban detrás del árbol de los columpios al
lado de la rayuela, la navaja que esperaba por beber la sangre ceremonial, el
padre muerto con los ojos perdidos con un reproche que no alcanzó a decir, la
sangre que siempre brota, ya sea aquella que se queda en la navaja de afeitar o
la que salía a borbotones de hombres mejores que él a los que le había roto la
cara o la suya propia cuando neandertales le habían roto la nariz, le gustaba
probar su propia sangre, saborear los fluidos que deberían estar dentro
del organismo y cuya salida proscrita le otorgaba el placer de lo prohibido,
las caras de las mujeres que lo habían amado en noches de frenesí donde habían
jugado al papá y a la mamá en una deformación extrema del juego inocente que
hacían en la niñez, al mismo tiempo que sentía como el frío se metía por los
zapatos y el pantalón y la camisa y lo hacía tiritar de manera compulsiva a
pesar de lo cual se quedaba en el parque, porque sentía que con ese viento
helado que hacía erizar cada centímetro de su piel purgaba por lo menos un poco
de sus pecados, a la vez que lo hacía sentir vivo y lejano a esa realidad
virtual que había devorado sus pensamiento y su alma como si fuera una mosca a
merced de esa araña insaciable, depredadora de esa red invisible.
Quizá por eso era que disfrutaba
tanto de la compañía de Morgana. A su lado el mundo se hacía más real y
disfrutaba verla comer otra porción de papas a la francesa con mayonesa, ración
extra de sal y una cerveza helada, o salían a caminar por las calles de la
ciudad mientras hablaban de esto y lo otro y hacían pausas en medio de la
avenida donde ninguno de los dos daba el primer paso y los besos quedaban
guardados, acumulados para otra ocasión o iban de cacería hacia otro
restaurante desconocido donde quizá los esperaba una anguila que se rehusaba a
morir y se revolcaba esperando una salvación que no habría de llegar, o un
restaurante árabe donde fumaban narguila con sabor a menta y cereza o
simplemente entraban al primer bar que encontraban y tomaban océanos de
alcohol, en botellas de mil formas y colores que se acumulaban de forma
patética encima de la mesa, mientras poco a poco iban desnudando el interior,
dejándose ir mutuamente de lado, confesándose intimidades tan secretas que
ninguna relación sexual podía comparar, para al final dormir de manera
casta el uno al lado del otro, viéndola él dormitar primero y luego caer en ese
abismo de la inconsciencia en el que las respiraciones de ambos se acompasaban.
Los rayos finales del sol de la
fotografía de Morgana que explotaban y se expandían como tentáculos hasta el
infinito ya no existían en la tarde de Tomás y el parque de la Calle X; sólo
quedaban a manera de recuerdos una que otra estrella lejana que guardaba para
sí la luz de los soles. El hombre se levantó, apagó el cigarrillo a medio
empezar, lo tiró en el cemento mientras cogía la botella vacía de cerveza y la
arrojó en un gesto despreocupado en el cesto de basura que tenía al lado, y
caminó justo hacía los árboles donde estaban los columpios al lado de la
rayuela, si tenía suerte saldrían los asaltantes y la navaja sedienta, si no
aún lo esperaba el largo camino de vuelta a casa.
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