Vivimos en el sótano. Papá, mamá,
Joel, Santiago, Laura, Daniela y yo. Los días pasan lentos y a medida que
crezco se tornan más aburridos. El encierro puede volverte loco cuando estás
con personas a las que ves todo el tiempo y a quienes a veces quisieras
rebanarles el cuello.
La casa nos mira. Cada uno de sus
rincones, las esquinas roídas, la suciedad y decadencia que se extienden como
una capa fina de oxígeno para respirar, el desorden que a nadie le importa
recoger, la sangre seca que se pega rebelde en las pared y se rehúsa a
salir por más agua y jabón que se le eche como un recordatorio permanente de
nuestros pecados.
Por lo general me hago en un rincón.
El que está al lado de la ventana donde se ve de manera pequeña, casi diminuta
el exterior. No es mucho lo que hay allí, apenas la nieve eterna que cae desde
que nací, copos y más copos de mierda blanca que cae en pequeños filamentos,
lo cual no impide que me pregunte que se sentiría estar afuera, jugar con
las pequeña gotas de nieve que caen del cielo, sentir el aire fresco y dejar de
ver por lo menos un instante esa sangre que está en la pared y que no dejo de
ver de manera compulsiva.
Joel, el hermano mayor, velaba
por nosotros mientras mamá alimentaba a Daniela y papá iba de cacería. Le gustaba
observarme de manera extraña cuando nadie veía y se acercaba a mí generándome
una ansiedad por salir del sótano y la casa y romper el reglamento. A veces
metía su mano por dentro de mi falda y me pellizcaba el interior dándome ganas
de llorar pero siendo incapaz de hacerlo.
-“Si dices algo te mataré a como a un
cerdo” –decía Joel mientras me observaba con los ojos más hermosos que hubiera
visto jamás-
Yo sólo lo observó con las lágrimas a
punto de aflorar mientrasme pellizcaba adentro de la falda y por encima de mi
blusa. Podía sentir como él no experimentaba placer, ni curiosidad en sus
torturas, simplemente el aburrimiento del encierro, la monotonía que hace que
Santiago tenga la piel en carne viva de tanto golpear con los puños las paredes
dejando su huella sanguinolenta en ellas, o que mamá se arranque el pelo y esté
prácticamente calva y ojerosa como un cadáver en vida o que yo coma tierra y
observe la pequeña ventana donde los copos de nieve caen uno tras otro en un
invierno que no habrá de terminar jamás.
En una ocasión mamá descubrió a Joel
mientras me pellizcaba. Tomó un cuchillo y lo hirió en el hombro, muy
levemente, un escarmiento que sanaría en un par de días. La sangre
manó del hombro como un toro después de la pica y mamá intentó acercarse para
la curación pero él la rechazó con odio y con desdén, “Me voy”, anunció con
rabia, “Sabes que no puedes hacerlo” replicó ella, “No me importa, no creo en
Padre ni en sus leyes”. Soltó las vendas, las gasas y la pomada y se arrodilló
agarrando sus pies e intentando detenerlo. “Suéltame, ya no creo en ti ni en
las patrañas de Padre, quiero ser libre, ¡libre!”, la aparto de una patada, se
precipitó al piso superior y a la puerta que abrió de un portazo. Mamá lloraba
en el suelo y mis otros hermanos la observaban en silencio, inexpresivos, casi
muertos mientras que yo observaba desde mi pequeña ventana a Joel correr como
un desaforado sintiendo por primera vez los rayos de sol y los copos de nieve
caer.
Muy pronto su rostro exacerbado y
emocionado se convirtió en una mueca de terror y empezó a gritar como si un
dolor extremo se colara por cada rincón de su humanidad. Cayó de rodillas y la
piel empezó a caérsele a jirones del cuerpo. Los gritos seguían elevándose
hasta el cielo sordo ante sus clamores mientras mamá intentaba
confundirlos con sus gritos de hembra impotente ante la agonía de su
primogénito. Aun así, fue incapaz de asomarse y verlo morir, el resto de
mis hermanos parecían una manada de cachorrillos desorientados incapaces de
otra cosa que rodearla mientras yo veía como su cuerpo empezaba a arder y
quemarse frente a mi ventana y el olor a carne chamuscada se metía a través de
las diminutas rendijas de la ventana e involuntariamente empezaba a salivar y
relamerme pensando en la cantidad de carne que era desperdiciada en medio
de esta hambre tan atroz.
El sol quema
El frío congela
La mayoría de los animales están
muertos y han desaparecido
Los frutos son tóxicos
El exterior te puede asesinar en un
par de segundos
El único refugio es el sotano
hogar, madre y cárcel
Me gusta ver a papá salir de cacería.
Yo lo ayudo a ponerse su traje especial, él me llama ‘Mi segunda al
mando’, mientras le pongo su casco. Me gusta verlo salir al exterior con su
traje, camina lento, parece un buque que se va perdiendo mientras los copos de
nieve van devorándolo. Como Joel murió, ahora soy la responsable de mantener el
orden mientras mamá le da pecho a Daniela: Juego con Santiago y le leo cuentos
que selecciono de la biblioteca a Laura, a veces me queda tiempo para ir a mi
rincón y mirar la ventana y la luz asesina caer sobre los campos blancos
solitarios, en ocasiones me quedo mirando la pared y las manchas de sangre seca
y empiezo a hacer mil conjeturas de cómo pudo haber llegado hasta ahí.
Por la noche vuelve papá, por lo
general con la bolsa llena. Siempre lo esperamos ansiosos, emocionados,
tan pronto oímos la puerta abrirse nuestros estómagos empiezan a gruñir.
Hambre. Siempre Hambre, voraz, ansiosa, nunca saciada del todo, siempre queda
presente como un aguijón punzante y presente, nos mantenemos vivos pero no
somos seres humanos, sólo seres vegetantes y hambrientos en un sótano. Papá
abre la bolsa, la mayoría de las veces son animales pequeños, ratas,
pajarillos, cuando hay suerte un pequeño gato o perro que ha logrado cazar en
las cloacas de la ciudad. La mayoría de las veces, los hijos nos abalanzamos
primero sobre la comida, no hay tiempo ni manera de cocinarla,
simplemente la agarramos y empezamos a devorarla, con las uñas, con los dientes
y nos damos un festín en donde la sangre se nos desliza por la comisura de los
labios y no dejamos ni una pluma o una uña de nuestro alimento.
Los últimos días no han sido buenos.
Papá cada vez viene con menos comida a la casa, la última noche vino con unos
pedazos grandes y negros que cuando los mordimos salía pus, no quisimos
preguntar qué era pero igual lo terminamos devorando. Nos cayó mal. Yo no
dejo de ir a la letrina y Laura no hace otra cosa que vomitar todo el día
mientras sus ojos se tornan amarillentos. Las jornadas siguientes no fueron
mejores, cada vez menos alimento y más hambre. La leche de mamá se torna agría
y asquerosa, lo puedo ver en el semblante de Daniela, parece una pequeña momia,
un engendro con cara de anciana enferma cuyos chillidos me enloquecen y que
mamá intenta apaciguar arrullándola. Ella se despierta todas las noches con
gritos incontrolables de hambre, de ansias por leche buena de la teta de mamá y
no ese líquido asqueroso que ahora le brota de su pecho, yo la miro y me
preguntó si debería ahorcarla hasta que se acabe el sufrimiento y cesen los
chillidos, puedo imaginar sus ojos grandes atenazados por mis manos, mientras
aprieto con fuerza hasta que su cabeza caiga de lado como si fuera una muñeca,
me contentó con pellizcarle con fuerza el brazo para que tenga algún motivo de
verdad para llorar.
Finalmente Daniela amanece muerta.
Mamá intenta de manera inútil acercarla a su pecho para que beba un poco de su
leche putrefacta pero el cadáver no reacciona y tan solo recibe las gotas de
agua que caen de los ojos de su progenitora. Ella la deja en el suelo mientras
piensa qué va a hacer con la bebé, cuando Santiago se acerca hasta el cadáver,
empieza a acariciarle con suavidad el pelo y pasa un dedo sobre su rostro con
cariño, la acerca hacia sí y le da un beso y luego otro, muy pronto los besos
dan pasos a lengüetazos desesperados y de repente le da un mordisco que le arranca
la carne del pómulo.
Mamá aleja al hijo-carroñero del
cadáver de su hermosa bebita muerta a quien acuna contra su pecho mientras
repite como un mantra “A mi hija no, a mi hija no”, Santiago
saborea la carne de Daniela como si fuera el más delicioso de los manjares
mientras se levanta de manera amenazadora igual que Laura. Yo misma me
sorprendo al darme cuenta que estoy de pie, mi boca empieza a salivar y no dejo
de imaginarme lo suculenta que debe ser esa carne, no pienso en el futuro ni en
las consecuencias solo quiero que los aguijones en el vientre y los
dolores de cabeza cesen. Antes de que podamos reaccionar, Mamá se pone de
pie y sube hasta la entrada de la casa arrojando el cuerpo de su hija al
exterior. Regresa con algunas partes de su piel en carne viva y nos abraza
mientras lloramos por la hermana muerta y la humanidad perdida.
Papá regresa después de dos días con
un poco de comida, no es mucha pero nos sirve para mantenernos en pie. Cuando
se enteró de la muerte de su hija, simplemente asintió diciendo ‘ah’ y
cambiando de tema casi de inmediato. Me pregunto si desde la muerte de Joel
espera que los más débiles o malvados vayan muriendo, si piensa que ahora tiene
una boca menos que alimentar o si acaso pasa tanto tiempo en esos parajes
baldíos y yermos consiguiendo nuestro alimento que se siente más afín en medio
de la nieve perpetua que con nosotros.
La comida vuelve a escasear. Con cada
excursión él vuelve con menos alimentos, ya ni siquiera son animales completos,
ahora debemos conformarnos con la parte inferior de una rata, un ala de un
gorrión, las patas asquerosas y pegajosas de un animal desconocido del que me
da miedo preguntar cuál es. Al final cae enfermo. Está débil y hambriento
y eso se refleja en las fuertes fiebres que tiene. Nadie tiene la suficiente
fuerza para ponerse el traje y salir al exterior. Todos nos quedamos tirados en
el gran sótano, extinguiéndonos cada hora un poco más.
Cuando estamos a punto de
morir, Mamá nos hace arreglarnos. Obliga a papá a levantarse y le da un beso
ligero en los labios. Nos da un cuchillo a cada uno. Coge la biblia, la
abre en un sitio que ya tenía seleccionado y empieza a leer:
“Jesús tomó pan, y habiéndolo
bendecido, lo partió, y dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad, comed; esto es
mi cuerpo. Y tomando una copa, y habiendo dado gracias, se la dio,
diciendo: Bebed todos de ella; porque esto es mi sangre del nuevo pacto,
que es derramada por muchos para el perdón de los pecados”
Al terminar, deja caer la biblia y
dice: Los amo hijos míos…..toma uno de los cuchillos restantes y se lo clava en
el vientre. Sin darle tiempo a que sufra más, papá la abraza y la acuchilla
muchas veces más, inmediatamente corremos hacía ella mientras las
lágrimas se mezclan con la sangre que desgarran la carne de la
persona que más hemos amado.
Plenitud. Nunca había estado tan
llena en mi vida. El cuerpo de Mamá es exquisito, no dejo de lamer cada pedazo. Nunca me había sentido tan fuerte. Papá también tiene el mismo
efecto pues ha salido de cacería y nos ha prometido que el sacrificio de mamá
no será en vano y que no volverá hasta que nos haya conseguido buen alimento
sin importar lo que deba hacer para conseguirlo y no sé porque esta última
frase me provoca terror a la misma vez que hambre.
No ignoro que nuevas manchas de
sangre han ido a acompañar a las antiguas y no dejo de preguntarme mientras
Papá está de excursión si será la sangre de Laura, Santiago, mi padre o
la mia las que irán a acompañar las antiguas y las de mamá
Excelente relato, Tulio, me encantó.
ResponderEliminarVívido horror, de principio a fin. Las descripciones son magistrales.
Imposible no recordar, con esa nieve que quema y mata, a la gran historiera «El Eternauta», de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López.
Un placer leerte.
¡Saludos!
historieta* por historiera*, upsss...
EliminarBrutal! leído con el estomago encogido, voy presto en busca del desayuno.Un relato sin concesiones.Excelente trabajo.
ResponderEliminarUn saludo.
Juan Esteban, Alfred, un placer ser leído por ustedes. Saludos.
ResponderEliminarTulio, paso por acá por recomendación de Juan Esteban y me quedo tan azorado como feliz de haber encontrado una narración así.
ResponderEliminarPasearé por estos páramos a ver que más encuentro.
Muchas gracias y un gusto en leerte.
Pues bienvenido a estas Letras Bizarras....un honor que andés por acá. Gracias por leerme.
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