martes, 23 de abril de 2013

De lo que esconde la oscuridad


Llego al mediodía al puerto de L, localizado en las fronteras del país, en el corazón de la selva. El calor es insoportable, y me paso por cuarta vez un pañuelo húmedo por la frente. Ha sido un largo viaje, primero por avión y luego en barco, navegando las turbulentas aguas del rio A.

Vista desde la capital, la misión  era sencilla: Se habían presentado quejas sobre ciertas irregularidades  en el campamento ubicado en la zona fronteriza: se reportaba  un  maltrato irregular hacia los prisioneros de guerra. Al acudir a  la oficina de mi superior  me informó que debía viajar y verificar que “todo estuviera en orden”. 

Mientras espero a mi contacto, me quito el saco y la corbata. Fue un error haber venido con ellas. Es el protocolo oficial, pero acá no vale de nada. El lugar está lleno de personas que me miran con miedo, curiosidad, que a duras penas hablan nuestro idioma, pero que han padecido de manera cruel una guerra que en poco o nada les concierne.

Al rato llega mi guía. Su uniforme está sucio y lleva la camisa por fuera; cuando ingrese al campamento veré que esa es la regla y no la excepción. No habla español, me presenta un papel con mi nombre; por medio de señas, me señala interrogándonos en silencio.

  Mi, Tarzán. Tú, Jane, pienso mientras sonrío de manera indulgente.

Asiento a su solicitud y empiezo a seguir a mi guía. El “pueblo” es apenas un grupo de construcciones mal hechas, ranchos levantados a base de cañas y barro, algunos destruidos y quemados por la guerra. La extensión total del territorio no es más grande que algunos barrios de la capital.

Antes de internarnos en el campamento debemos pasar por un sendero montañoso. Al hacerlo, el camino previo se desvanece, nuestra senda  se ve rodeada de una vegetación salvaje: el corazón de la selva, una oscuridad capaz de conducir a la locura en cuestión de segundos. Los árboles con sus ramas  nos impiden ver el cielo, muy pronto empiezan los sonidos. Ruidos que suenan de improviso, rechazando al intruso que entra sin permiso; gritos de animales desesperados; aves que baten con furia sus alas. De repente, oigo  un gemido, un grito que me sobrecoge el corazón.

Me dirijo al guía, no me oye hasta que lo sacudo por los hombros. Intento expresarme por señas, pero me indica que, aun así, no me entiende. Mentira. He visto rostros como el suyo demasiadas veces, en otras guerras. Me engaña. Pero no por orgullo, ni por maldad, sino por miedo. Conozco el miedo, lo he visto en rostros de víctimas, hombres mutilados y mujeres violadas. Dejo que el hombre se escape de mis manos y continúe guiándome, preguntándome qué  es capaz de asustar de tal manera a un soldado profesional.

Llegamos a la base. Es, sin duda, la mejor construcción del lugar, la única de cemento. Pasamos por medio de varios soldados que están almorzando. Me miran asombrados como si estuvieran contemplando una atracción de circo. Finalmente, llegamos donde el capitán y líder del escuadrón.

En él  predominan los rasgos indígenas; es bajo, de mirada desconfiada y olor fuerte. Me saluda. Su voz es delicada, y las palabras son entrecortadas como si fuera una especie de telégrafo humano. Parece uno de esos indios de las películas de vaqueros o quizá un niño, Me da a entender que debo descansar, he tenido un viaje agotador, la noche de la selva no es apta para los forasteros y mañana hablaremos. Acepto sin reticencias, es tal mi agotamiento.

Una vez en mi cuarto, doy vueltas en mi cama una y otra vez, el maldito calor no me deja conciliar el sueño, pero es tanto el cansancio que caigo en periodos de inconsciencia y empiezo a mezclar lo real con las pesadillas. Me parece escuchar gritos iguales a los que oí cuando me dirigía hacia acá. Los árboles se  lamentan;  la selva entera lo hace. Me siento observado, pero soy incapaz de abrir los ojos, caminan hacia mí. Nuevos ruidos, más fuertes, más desesperados. No son sonidos de personas que se encaminan a la muerte, sino de quienes les aguarda un destino peor. Veo a mi hija que avanza hacia mí, pero a cada paso que da se le desprende un pedazo de su cuerpo, ora un ojo, ora una pierna, hasta que se mueve sobre su vientre arrastrándose  hacía mí, dejando una estela de sangre en el suelo.  Me despierto llorando con la inevitable sensación de ser vigilado por miles de ojos invisibles.

Tan pronto amanece comienzo la rutina de rigor. Hablo con el capitán, los tenientes y los soldados rasos. Las condiciones de la tropa son insalubres. En el informe  presentado  ante La Comisión, reporto que las condiciones del batallón  son de tal calibre que lo hombres morían más por  heridas mal cuidadas que se convierten en infecciones que por las heridas per se. En uno de los cuartos veo hombres cubiertos de vendas sucias y malolientes, fumando un cigarrillo mientras matan moscos gigantes.

Finalmente, me dejo de preliminares y le pregunto al capitán por los prisioneros; me conduce a un campo al aire libre donde están encerrados en una especie de jaula rural cercada por alambres de púas. Son condiciones infrahumanas y degradantes, pero he visto cosas mucho peores, no puedo creer que me hayan enviado hasta los confines de la nación solo para esto. 

¿Habrá algo más?

Interrogo al capitán con dureza. Lo regaño por el trato hacia el enemigo, no entiende de qué le hablo, no sabe nada de derechos humanos. Responde que esos eran enemigos y ahora le pertenecen a la Diosa-que-devora. Le pregunto a qué se refiere, y el hombre divaga, me dice que uno de los prisioneros llegó con una herida en el vientre y  empezó a vomitar bilis negra a la vez que se volvía más agresivo a medida que moría.

“En ese momento lo comprendí —me dice el capitán—, ese prisionero era un regalo que nos hacía la Diosa-que-devora. Cuando pequeño, mi abuelo me contaba historias sobre  los hijos de la diosa maldita, sus sirvientes,  que regresaban de la muerte. No podíamos acabar con el preso por miedo a ser castigados por ella, y llegué a la conclusión que  habíamos sido bendecidos con ese obsequio”.

No entiendo lo que me dice, concluyo que se trata de charlatanería indígena. Exijo saber qué le hace a los prisioneros. Me responde que la hora de la ofrenda es por la noche y que puedo asistir si así lo deseo. Le exijo que me responda. El hombre se niega. Alzo la voz y lo amenazo con reportar su indisciplina. Él hace una señal y al instante tengo a tres soldados que me apuntan con metralletas. El capitán dice que  seré escoltado a mi cuarto hasta la hora del sacrificio. Estoy a merced de este orate, y mientras una voz me suplica que escape del lugar, otra menos cuerda está impaciente por ver en qué consiste la ofrenda.

Llega la noche. El capitán me recoge en la habitación y me trata con extraña cortesía sin mencionar una palabra sobre el arresto. Somos escoltados por varios hombres y nos dirigimos hacia donde están los prisioneros. Allá están: pálidos, desnutridos, enfermos, pero tan pronto ven que nos acercamos empiezan a gritar, a pedir clemencia, a defenderse como bestias. Cinco soldados entran a la jaula y cogen al azar a uno de ellos. El hombre se resiste, tira puñetazos y patadas, se revuelca como un demonio cuando es atrapado. Es tal su resistencia que los oficiales sacan sus porras y lo golpean hasta que se convierte en una mancha sanguinolenta, desagradable e inconsciente, arrastrada ante los lamentos de sus compañeros.

Acto seguido, soy conducido hasta una multitud. Todos los soldados del batallón se encuentran rodeando un espacio. Al abrirme paso, veo un pozo de enormes dimensiones del que a duras penas se ve el fondo. Los soldados toman aguardiente, fuman y se respira un ambiente festivo.  El prisionero despierta y empieza a llorar, a pedir piedad; habla en español, pero en una jerga tan rápida que no le entiendo. Solo comprendo pocas palabras: “Dios mío”, “Piedad”  y “Mátenme aquí”.

El hombre es amarrado por la cintura y, antes de empezar su descenso, le entregan una pistola. El hombre empieza a temblar, se agarra del capitán, quien le escupe y lo separa una vez más. Lo bajan por el pozo, lentamente, y las voces suplicantes del hombre son sepultadas por  las risas grotescas de los soldados.

El capitán me pide que me acerque. Estoy casi al borde del pozo y veo que el hombre finalmente ha tocado el suelo. Tan pronto lo hace, se escuchan lamentos terribles que nacen de las sombras de aquella fosa-prisión. Algo se despierta y, aunque no lo veo, sé que empieza a dirigirse hacia el pobre tipo. Tengo miedo por el prisionero, por lo que acecha en las sombras. Vuelvo a ser el niño que le teme a la oscuridad.

El infeliz toma su pistola y empieza a disparar a lo desconocido, una, dos, tres veces. Se escuchan caer varios cuerpos, pero otros siguen su marcha inexorable, sus pasos sobre la fría losa, ese tap, tap, tap, lento y torpe pero seguro. Finalmente, se le acaban las balas, desesperado, arroja su arma contra sus atacantes. Se acurruca y empieza a llorar.

Nuestros hombres no se compadecen de su suerte, al contrario, empiezan a lanzarle frutas podridas, escupitajos,  a insultarlo, a llamarlo cobarde, poco hombre. Al parecer, esta vez el espectáculo no ha sido tan divertido como en otras oportunidades. Presumo que otros condenados se han aferrado con mayor fuerza a la vida y han luchado hasta el final.

El rincón donde está nuestro hombre es iluminado débilmente con la luz de la luna siendo apenas visible para mí. Aun así, me inclino con mórbida curiosidad para poder ver lo que se oculta en la noche mientras los rugidos de sus criaturas continúan.

Tap. Tap. Tap. Taptap. Taptap. Taptaptaptap

Finalmente veo a uno de los seres. Es un cuerpo humano. No, exagero con lo de humano. Es casi un esqueleto con poca carne putrefacta a su alrededor que gime de placer mientras se acerca al prisionero. Este, al verse frente a la muerte, recupera el coraje perdido e intenta defenderse causando regocijo entre los soldados. Para su mala suerte, otras dos criaturas salen de las sombras. Al igual que su antecesor, parecen leprosos o muertos vivientes, y aún conservan jirones  de sus uniformes de prisioneros de guerra.  Los entes, por su parte, emiten unos sonidos aterradores de deleite. Tienen hambre, mucha hambre. Se abalanzan sobre el pobre hombre que nada puede hacer ante la acometida. Horrorizado, contemplo cómo le devoran; el brazo, las piernas. Ellos no tienen piedad con su antiguo camarada, que es consciente de verse devorado hasta que, afortunadamente, pierde el control y se desmaya. No se despertará más. Los seres siguen con el festín hasta que han arrancado la mayoría de la piel del nuevo cadáver y se retiran de nuevo a sus rincones. Si le entendí bien al capitán, el reciente sacrificio a la Diosa-que-devora pronto volverá de  la muerte y se unirá a la horda a la espera de un nuevo invitado al pozo.

En ocasiones, al dormir, tengo pesadillas. En ellas soy yo quien se encuentra en el pozo rodeado de engendros que se acercan —taptaptap—  para devorarme. Al levantar la vista me encuentro rodeado de soldados y rostros conocidos, que se burlan de mi infortunio y me insultan. Despierto y pienso no solamente en ese espectáculo degradante de muertos vivientes dentro del pozo y vivos con el alma muerta fuera de él, sino en todas las acciones que he visto en tiempos de paz y de guerra. Me quedo un largo tiempo sentado al borde de la cama, intentando ver más allá de la oscuridad, luego de lo cual intento dormir. Pero no lo consigo.