viernes, 23 de diciembre de 2011

La navidad de Noir (cuento navideño)


Mi regalo de navidad para todos ustedes.

Espero les guste.

Tm69

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La navidad de Noir


El vampiro echó la cabeza para atrás. La luz molesta y artificial –amarilla, mortecina- del transporte le irritaba los ojos. Se acomodó el sombrero y miró por la ventana: Afuera, la oscuridad parecía devorar la carretera.

Sonrió con ironía al pensar que ninguno de los vampiros glamurosos y delicados del cine o los libros se montaría jamás en un bus; pero él no era ningún Conde o Marques para ese tipo de elegancias; era simplemente un detective, un ‘reparador’ de cosas, o como le dijo alguna vez un demonio: “El encargado de untarse las manos de sangre en lugar de bebérsela”,

Estaba allí, en ese bus maloliente, rodeado de ganado humano y reprimiendo el instinto de lanzarse sobre esa niña que jugueteaba con una muñeca y lo miraba de reojo una y otra vez con curiosidad. No tendría ningún problema en matar al resto de los pasajeros para después posar sus labios en el cuello suave de la infante, sentir su olor delicioso, enloquecedor y hundir sus colmillos hasta saciarse con su pura y virginal sangre.

Pasó una mano sobre la comisura de los labios. Aún conservaba el mal sabor. Su última experiencia había sido un fiasco: Al final, había tenido que alimentarse de un viejo ebrio disfrazado de Papá Noel.  No tuvo que abalanzarse sobre él o hipnotizarlo pues el borracho estaba dormido, tirado en la calle. Lo único que había atinado hacer mientras bebían su sangre, fue roncar más fuerte y mover la mano como si fuera aplastar a un zancudo.

Noir recibió la bofetada del viejo y pensó seriamente en romperle el cuello, pero al ver su patética estampa, su aliento maloliente y su disfraz sucio con trazos de vomito seco, desistió de la idea. Vivir era, sin duda, un peor castigo para esa escoria.

La razón por la que terminó bebiendo de esa sangre fueron los interrogatorios. Se había demorado demasiado con un par de individuos que, para su desgracia, habían decidido guardar silencio sobre una información vital, lo que retraso la búsqueda de una mejor presa.
Si para Noir existía un mayor placer que obtener la información por la fuerza, no la conocía; ni siquiera la cacería le llamaba la atención: Después de tantos años  se  había convertido en rutina y finalmente todo se reducía a alimento. Pero la sensación de romper huesos, de percibir el terror de los sospechosos y arrancarles una confesión lo hacía sentirse vivo, por irónico que pudiera parecer.

Del techo del bus  empezó a sonar, a todo volumen, un villancico: Ruido disfónico, rimas sin sentido, estupidez sin pausa. La niña que estaba junto al vampiro, y quien no tendría más de cinco años, empezó a tararear la canción mientras aplaudía al son de la música.

La pequeña lucía radiante, tierna, delicioso receptáculo del líquido vital. Noir le acarició la cabecita, pasó un dedo frío por los labios y se detuvo en el cuello. Sintió cada gota de su sangre fluir como una cascada a través del torrente sanguíneo. Hizo un ademán de acercarse pero se sintió observado por lo que desistió de la idea. Podía matarlos a todos, pero no convenía, debía ahorrar energías para  el caso.

El villancico sonó con más fuerza.

“Odio la navidad”, pensó el vampiro.



Se bajó según las coordenadas en un lugar en medio de la nada. Prendió un cigarrillo y empezó a caminar a través de una carretera solitaria; aunque no corría, su movimiento era más rápido que el del más veloz de los humanos. Finalmente, vio a lo lejos, el  carro.

En el capó, acostado, había una figura que observaba las estrellas.

-Hola jefe –dijo el desconocido sin moverse.

-¿Qué información tienes?

El ser se incorporó y se dirigió a Noir,

-Tan pronto recibí su llamada llegué a este lugar y he estado examinándolo por una hora. Sin embargo, es muy extraño…

-Stephan –interrumpió Noir- ¿Qué demonios es eso?

-¿Esto? –dijo el ayudante mientras se tocaba la cabeza-. Es un gorro navideño, de Papa Noel. ¡Mire! Tiene mi nombre escrito con escarcha.

-Ya sé que es un gorro navideño, idiota. ¿Por qué te lo pones? Eres un hombre lobo.

-Debería dejar de ser tan gruñón jefe y contagiarse del espíritu ¡Me encanta esta época!

El detective puso los ojos en blanco. Prendió otro cigarrillo.

-¿Qué es lo extraño? –retomó.

-No pude percibir tantos zombies como creíamos…quizá no sean más de cincuenta, además son de clase tres, ya sabe lo débil que es esa escoria.

-No es mucho lo que pueda hacerse con un grupo de inútiles como ese...

-Debería informar a quien nos contrato que la amenaza es nula.

-No –respondió el vampiro- nos contrataron para un trabajo y lo vamos a terminar. Es lo mínimo después de venir hasta este lugar.

Noir desenfundó su arma, una de las míticas Stocker, una de las diez últimas que aún existían en el mundo. Por su parte, Stephan, desplegó sobre el capó, una colección de hermosos cuchillos. Siguiendo el llamado de su especie, prefería las armas blancas; sentir la cercanía del enemigo, el momento en el que arrebataba una vida. Escogió diez.

-Estamos en luna nueva y no tendrás toda tu fuerza ¿No hay problema?

-Para vencer a unos zombies clase tres no necesito la ayuda de la luna, además estuve viendo unos movimientos buenísimos en una peli de Bruce Lee. Voy a aplicarlos.

-Ya veremos –dijo Noir mientras sonreía.

Tan pronto ingresaron al jardín principal, un par de metralletas Deik surgieron de la nada y empezaron  a dispararles.

-No puedo creer que este tipo ni siquiera tenga un par de Andujars.

Las Andujars, como todos saben, son  metralletas gigantes de última generación: Diez veces más rápida que una Deick y equipadas con rayo laser y detector de calor.

-Lo sé –respondió el vampiro- algo extraño ocurre y voy a averiguar de qué se trata.

El hombre lobo lanzó de manera certera varios cuchillos a ambas metralletas, averiándolas.
Ingresaron al gran salón. En su interior lo esperaban más de veinte zombies debidamente ataviados: Vestidos como duendes, con trajes de colores verde, blanco y rojo, medias hasta las rodillas, cascabeles por todo el cuerpo y gorros similares a los de Stephan.

-Odio la navidad –murmuró Noir mientras encendía otro cigarrillo.

El enfrentamiento fue sencillo. Los zombies no eran rivales para la Stocker y a cada disparo caían como  moscas; por otro lado, el hombre lobo se daba un banquete manejando con destreza los cuchillos y realizando sus movimientos de artes marciales de manera exagerada y poco práctica.

A los cinco minutos el piso estaba lleno de cadáveres. Las criaturas no habían tenido tiempo de reaccionar antes de ser masacradas.

Fueron al siguiente cuarto. Los perros no tenían piel y gruñían como hienas mientras se relamían unos colmillos descomunalmente largos, en las cabezas tenían puesto unos cuernos decorativos que los hacían ver como los renos más horribles del mundo.

Guardó la pistola. No valía la pena gastar más balas en esta idiotez. La parafernalia navideña lo tenía de mal humor. De muy mal humor. Necesitaba descargarse un poco. Matar a alguien o algo. Cogió al perro más cercano, lo tumbó y le aplastó el cráneo, sintiendo como se quebraba cada uno de sus huesecillos.

Uno de los canes lo cogió desprevenido, lo hizo caer e intentó morderlo.  Noir sintió el aliento baboso y los ojos rojos del animal, con dificultad puso una de sus manos sobre el pescuezo de la bestia y apretó hasta que lo sintió estallar.

Mientras tanto, el hombre los esperaba con ansiedad.  A través de las cámaras de seguridad los había visto ingresar a la mansión, arruinar sus armas, masacrar a su ejército de zombies  y aplastar a sus hermosos animales. No había tenido necesidad de investigar quiénes eran los intrusos pues era bien conocida la identidad del vampiro que se vestía como un detective de los años treinta. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de vencerlos  por medio de la fuerza por lo que le dio otro sorbo a su copa de vino. Y pensó.

Noir no pudo reprimir una sonrisa al ver a Stephan: No había querido quitarse el gorro navideño sin importarle que estuviera untado de sangre y la materia viscosa de los perros.  Cada cierto tiempo debía acomodárselo pues se le pegaba a la frente. El vampiro pensó que si en algo combinaba el jodido sombrerito de Papá Noel, era con esa inmundicia. Se dirigieron hacia una enorme puerta ubicada en el piso superior. Empujaron.

El cuarto era enorme y estaba pulcramente organizado. A lo lejos, se veía un enorme dispositivo  con varias pantallas que transmitían la información recolectada por las cámaras de seguridad. En un rincón se veía un enorme pesebre debidamente organizado, contiguo a él se alzaba un árbol de navidad decorado con guirnaldas, bolas y luces. En el centro de la habitación estaba sentado un joven que los observaba con atención. A su lado, un zombie con disfraz de Papá Noel sostenía una jarra. A una orden, la criatura sirvió  el líquido a su amo.

-Los esperaba…sean bienvenidos -dijo mientras bebía de su copa.

Noir prendió otro cigarrillo, mientras el hombre lobo miraba fascinado el cuarto.

-¿Se puede saber a qué se debe su visita, detective?- preguntó el hombre al ver que ninguno de ellos contestaba.

El vampiro dio una calada a su cigarrillo, desenfundó la pistola y apuntó a la cabeza del anfitrión.

-Dame una buena razón para no volarte la cabeza…-respondió.

-¿No puedo saber siquiera cuáles son mis crímenes? –preguntó el hombre.

-Creación ilegal de un ejército de zombies. Alguien, en el Grupo de los Trece, cree que puedes usarlo en su contra.

-¿El Grupo de los Trece? –respondió el interlocutor asombrado.

-¿No sabes quiénes son los trece?  ¿Los dueños de la ciudad?–interrumpió asombrado Stephan-. Jefe, debería acabarlo, no por los zombies  sino por idiota.

- ¿Les parece que tengo un ‘ejército’? – respondió el hombre-. Ustedes han visto a mis muchachos, a mis mascotas. Son muy débiles y no son una amenaza para nadie, ni siquiera para un grupo numeroso y armado de humanos.

-¿Entonces por qué hacerse con este grupo de caminantes? –preguntó Noir mientras enfundaba nuevamente el arma, el idiota no representaba mayor peligro-. Si la respuesta no me satisface, tus sesos harán juego con la decoración del lugar.

-No pretendo atentar contra el Consejo vampírico ni contra ninguna otra criatura, yo sólo quiero vengarme de unos mortales. Todo se remonta a la época en que era estudiante…

-¿Es esta una de esas historias eternas sobre el pasado? –preguntó el hombre lobo apesadumbrado-. Noir, ¿no es posible que mientras tanto elimine a los zombies que no hayan quedado  inservibles?

-Seré breve, lo prometo –respondió en su lugar el hombre.

Stephan ignoró a su interlocutor, miró a su jefe y  a una señal se quedo quieto en el puesto.

-Como decía, quiero buscar venganza de unos humanos –y al mencionar las últimas palabras el rostro del joven abandonó su dejo burlón- Hace treinta y cinco  años me enamoré de la niña más linda del colegio, para mí desgracia, era la novia de Miguel Valbuena, un compañero que era hijo del dueño de la ciudad. Valbuena y sus amigos aprovecharon un paseo que hizo el curso al río y en compañía de sus cómplices, me ahogaron….

Noir movió la muñeca en círculos exigiendo que el joven acelerara su historia; Stephan, sentado en un rincón, bostezaba.

-Miserables niños, me asesinaron y nadie hizo nada por encontrar los responsables. Mi espíritu vagó muchos años en busca de venganza, hasta que un día –y el rostro del muchacho esbozó una sonrisa macabra- me encontré con un demonio. Ofreció darme mi antiguo cuerpo y la oportunidad de desquitarme a cambio de mi alma.

Mocoso estúpido, pensó Noir, no sabía lo que  había hecho. Un demonio puede llegar a que desees haber nacido sin alma. Igual no era asunto suyo.

-El mismo demonio me dijo algo que me llenó de regocijo: Esa gente va a celebrar una reunión de graduados en la mansión de Valbuena durante la noche de navidad y van a llevar a sus familias. Por fin tendré lo que buscaba…

-¿Quién me dice que no atentarás contra el Grupo de los Trece?

-Mis zombies son débiles, muy débiles. No quiero otra cosa que mi venganza.  Está estipulado en el contrato que apenas efectúe mi deseo deberé entregarle mi alma a quien me compró.

-¿No atentarás contra ninguna otra criatura?

-No.

-¿Ni siquiera contra ningún otro humano?

-¿Importa? –después de ver en los ojos del vampiro una amenaza, respondió– aparte de las personas que asistan a la reunión no asesinaré a nadie más y el ejército se desvanecerá en las sombras.

-No creo que seas una amenaza para nadie –dijo el detective mientras pensaba en lo obeso y desagradable del anfitrión, seguramente él también lo habría ahogado-. Lamentablemente, alguien me ha pagado muy bien por tu cabeza. Ya sabes lo que dicen, es mejor curar que lamentar.

-Pago el triple de lo que le hayan ofrecido. Eso y mi promesa de que me iré para no volver. ¿Alguna pregunta?

-¿Para qué el pesebre y el árbol de navidad?

-Soy un nostálgico, detective…

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Nochebuena. La casa de campo de los Valbuena se engalana para recibir ilustres invitado. El salón de baile está decorado no con los tradicionales blanco y rojo sino con gris y dorado, colores más sobrios  pero sin duda más elegantes.

Del cielo penden globos, guirnaldas y los respectivos muérdagos para que los enamorados puedan hacer de las suyas. La orquesta toca música suave, relajante, y los antiguos compañeros de colegio rememoran viejos tiempos a la vez que presentan en sociedad a sus parejas y a sus hijos.

El punto cumbre de la fiesta es el momento en que suenan las campanadas que anuncian la medianoche. Cuando los presentes se abrazan emocionados deseándose la feliz navidad, intempestivamente las puertas del gran salón se abren trayendo a los residentes del infierno a tan elegante celebración.

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Un adolescente obeso con gafas y cara redonda está en el  centro, su mirada está llena de odio, de furia, de resentimiento; a su lado hay unos seres grotescos y putrefactos, algunos están disfrazados de duendes, o de papa Noel, otros más de pastorcitos que habrían de visitar Belén. Las criaturas huelen el aire y empiezan a hacer sonidos tétricos provocados por el hambre de la carne y la sangre. A un costado hay dos hombres en los que nadie repara: Uno de ellos tiene pelo largo y ojos de color dorado, el otro está vestido como un detective de película del cine negro.

Algunos de los asistentes creen reconocer al gordo que está en el centro, comienzan a gritar aterrados y pronto, la noticia del regreso de Hernández de la tierra de los muertos, se riega como  pólvora. Los gritos y los llantos son interrumpidos súbitamente.

-Señores, esta fiesta ha terminado. –concluye emocionado el joven.

Los tres seres están sentados en una mesa mientras los zombies cumplen su tarea con eficiencia. Stephan tuvo la idea de incendiar el salón para darle mayor dramatismo a la escena y apuñaló en las rodillas a un par de invitados que pretendían escapar del lugar, se ha quejado sin parar, pero es inocultable que está divirtiéndose en grande con su noche navideña.

El agasajado observa la escena y los rostros agonizantes y carcomidos de los presentes. Disfrutaba especialmente el contemplar su rostro al ver como devoraban a sus seres amados. Quizá había sido un error no ordenar a su grupo el dirigirse exclusivamente a los familiares y dejar a los culpables para el final. Eso ya no importaba, lo relevante era disfrutar el momento, grabar en sus retinas cada segundo de esa noche,  guardar como un tesoro los rostros ensangrentados de sus victimarios. El futuro podía ser terrible, pero ese día le pertenecía únicamente a él por la eternidad entera. Haría que valiera la pena. Levantó una copa de vino y se dirigió al vampiro.

-Feliz navidad –le dijo.

El detective contemplaba la escena en medio de sorbos ocasionales de su copa. La sangre estaba deliciosa, en su punto. No lo confesaría jamás pero el incendio, los zombies disfrazados y la gente histérica corriendo de un lado para el otro intentando escapar de una muerte segura le divertía. Eso sin contar con el oro que se había embolsado sin hacer ningún esfuerzo.

Escuchó el chomp, chomp de un caminante que se daba un banquete con una pequeña niña. Luego de abrirla, devorar su intestino, hígado y pulmones, en un acto de violencia sin sentido, le  arrancó la cabeza y la arrojó a los pies del vampiro que al mirarla, pensó que podía ser, perfectamente, la niña que se había sentado a su lado en el bus repleto de ganado humano.

-Feliz navidad –respondió Noir.

lunes, 19 de diciembre de 2011

El día en que los diablos rojos conocieron el infierno


El América de Cali, quizá el equipo más importante del fútbol colombiano, descendió a la categoría ‘B’ de este deporte luego de perder vergonzosamente el partido de promoción con el desconocido Patriotas de Boyacá. La historia del equipo de Cali está llena de sufrimiento, derrotas, dolor, pasión, éxito, alegría y fútbol.


                                           América de Cali

Fue el periodista Alfonso Bonilla Aragón quien alguna vez calificó al América como ‘La pasión de un pueblo’, y no creo que ningún otro apelativo le quede mejor a los diablos rojos; a diferencia de su encopetado rival de casa, el Deportivo Cali, éste fue un equipo de barriada, de pueblo, de sufrimiento.

Alguna vez mi abuela me contó que un hermano de ella fue el primer arquero del selecionado, y que era a los jugadores, quienes les tocaba poner de su propio sueldo para completar el pasaje de bus para llegar a los  diferentes estadios o que ellos sobrevivían ejerciendo otras profesiones pues el fútbol era algo “poco serio”. Eran otras épocas, es cierto, pero me parece que esa pasión que despertaba el nombre AMÉRICA DE CALI, se vivía igual en esas épocas como en las actuales.

Fue el América un equipo pobre pero honrado hasta que en los ochenta, el narcotráfico, de mano de los Rodríguez Orejuela, se infiltró en el equipo hasta convertirlo en una especie de zoológico, de  exhibicionismo grotesco y absurdo.

No se puede negar que esos años el equipo era uno de los mejores del continente. La nomina que dirigió el profesor Ochoa fue la mejor del país durante muchos años. Pertenecía a los mafiosos, es cierto, pero la mayoría de seleccionados tuvo esa  funesta mano negra como el Millonarios de Rodríguez Gacha o el Medellín de Pablo Escobar. Se ganaron títulos,  deshonrosos, sucios, pero creo que era el reflejo  de una época en que el país  se entregó al narcotráfico en cuerpo y alma

Aún así,  sigo siendo hincha del América de Cali. No sólo porque mi familia esté involucrada  con ella desde antes de mi nacimiento, porque mi abuela me haya infundido amor por esa camiseta roja con un diablo y un tridente, ni porque haya sentido mi corazón querer salír del pecho en dos ocasiones que fui al estadio Pascual Guerrero y lo vi dar la vuelta olímpica; o haya presenciado situaciones tan mágicas como cuando en la Copa Libertadores de 1996, el América remontó un partido adverso y eliminó al glamuroso  Gremio de Brasil en una noche inolvidable donde Jorge, ‘El patrón', Bermúdez, anotó dos golazos de cabeza.

Soy hincha del América porque me parece que su historia, hasta en los momentos de mayor alegría, tiene una sombra trágica, digna de héroe griego. Al equipo pueden meterle seis goles, o hacerle un golazo de media cancha que pasará a la historia, o entrar de último a los octogonales por debajo de equipos claramente inferiores a ellos, pero siempre saldrá adelante. Siempre  resurgirá, con sangre, vuelto mierda, pero sin detenerse.

Incluso en los momentos de mayor esplendor, el drama habría de anunciarse en la forma de la esquiva  Libertadores, copa que ‘la mechita’ –como se le conoce al equipo caleño-  ha rozado en cuatro oportunidades. Puede preguntarle, amable lector, a un hincha americano por la final  perdida en el último minuto contra el Peñarol   en 1987 y verá que a su interlocutor se le agua al ojo mientras intenta cambiar de tema. Ser Americano y parafraseo a Borges –quien como buen ateo del fúbol me odiaría por robarle su frase- ‘es un acto de fe’ y  de amor me atrevería a agregar yo.

 Después de la extradición de los Rodríguez a los Estados Unidos, el equipo ingresó en la llamada Lista Clinton lo que significó la bancarrota de los Diablos Rojos. Paulatinamente sus grandes estrellas fueron vendidas para poder adquirir capital para el funcionamiento del equipo.


                                       La verdadera pasión de un pueblo

Por esta razón, no hubo campeonato más celebrado que el del año 2008 bajo la dirección técnica del polémico pero a la vez genial, Diego Edinson Umaña. Para esa época el equipo estaba muy jodido, pero los jóvenes jugadores  demostraron un amor por la camiseta que habría de vencer equipos con mucho más capital pero mucho más tibios como el Atlético Nacional o el mismo Deportivo Cali.

Este año el América, a pesar de los malos resultados, logró el milagro una vez más y a base de coraje logró entrar en el grupo de los ocho mejores del país a la vez, que irónicamente entraba a jugar su permanencia en la primera división con tan nefastos resultados.

No culpo a los jugadores, me parece que ha sido mucha la entrega que han tenido. En muchas ocasiones, se les ha dejado de pagar incluso más de seis meses y por más amor y cariño que haya por una institución nadie vive del aire.

No deja de ser irónico – o quizá digno de la historia de este equipo- que haya sido precisamente Jairo ‘El Tigre’ Castillo, jugador quien antaño le dio tantas alegrías y títulos al equipo escarlata, el encargado de errar el penalti definitivo y haya sentenciado a pasar al Diablo un breve periodo en el  infierno de la B.

Este equipo, el de Gareca, Falcioni, Freddy Rincón, el ‘Pipa’ De Ávila, Óscar Córdoba, el Tigre Castillo, Usurriaga, Cabañas, Frankie Oviedo y tantas figuras más, esta institución de más de ochenta años y participante activo del fútbol colombiano deberá demostrar ahora  en la ‘B’ de qué está hecho.

Desgraciadamente, el seleccionado sigue en manos de unas directivas que demostraron ser inferiores a la historia del equipo, a sus estrellas y a su hinchada. Creería que este duro trago para los seguidores de’ la mechita’ debe ser el detonante para muchos cambios, para reiniciarlo todo y volver de la muerte deportiva como un demonio vengador dispuesta a volver a la ‘A’ y demostrar porque es el mejor equipo de este país.

Por mi parte, seguiré a los diablos rojos donde estén, ya sea en la categoría B, C o Z; ahora los clásicos serán a muerte con el Bucaramanga, o el Aguablanca F.C  y los cotejos se jugarán en canchas más parecidas a un potrero que a un estadio medianamente decente pero no importa. Prefiero seguir a esta ‘pasión del pueblo’ en los lugares más remotos que seguir una aburrida categoría ‘A’  con equipos insípidos, perfectos y sin el sufrimiento característico de ‘la mechita’.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Domingo en la mañana

Si me conocen -o por lo menos han leído lo que acá publico- sabrán que soy seguidor del maestro del terror, Stephen King y me gustan muchos sus libros y su manera de escribir. Pues bien, desde hace un par de años pertenezco al mejor foro sobre este autor y su obra, el sitio es http://www.ka-tet-corp.com y es recomendadísimo para quienes quieran sumergirse en el reinado de miedo de este escritor.

En el foro no sólo he compartido  noticias y opiniones sino que también he hecho grandes amistades con excelentes personas, muchos de ellos escritores excepcionales. Hace poco se realizó un concurso de relatos y obtuve el tercer puesto con el relato 'Domingo en la mañana, el cual comparto con ustedes y espero les guste y desde luego, comentarios y críticas para mejorar.

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Domingo en la mañana

A pesar de lo que temía, no llovió en la madrugada. La aurora llegó limpia, diáfana; el amanecer con sus colores pastel apareció con inusitado brillo. Ocurrió mientras ordeñaba las vacas en el corral, previamente había recogido la mierda de los caballos y había ido al gallinero a alimentar las aves y ver cómo estaban.

Carlos sólo interrumpió la rutina en ese momento. Había salido a campo abierto y observado extasiado mientras la gigantesca bola de helio se elevaba. Le gustaba contemplar el momento en el que el cielo cambiaba de color siendo testigo de ese espectáculo mágico. En el colegio le habían puesto a leer ‘El Principito’ y se había sentido identificado con el protagonista en su admiración por el sol, pero él prefería los amaneceres al ocaso. Si fuera un poco mayor se habría sentido como un dios contemplando el proceso de la creación, pero aún era un niño y no pensaba, simplemente sentía.

Después de terminar las labores de esa mañana se fue para la casa. Se bañó, se arregló y se puso la camisa roja que le había regalado la abuela en su cumpleaños. Cuando salió del cuarto, su mamá ya le tenía listo el desayuno.

––¿A qué horas quedó en venir Ricardo? –le dijo a manera de saludo.

––No sé mamá, me dijo que aproximadamente a las nueve llegaba.

––¿No es muy tarde? No quiero que se queden mucho tiempo en la ciudad –dijo mientras hacía un mohín.

Carlos sabía que su mamá siempre hacía mohines o un pequeño gruñido de desaprobación cuando las cosas no salían de acuerdo a su voluntad, pero con respecto a Ricardo de nada valían las quejas; tenía un magnetismo especial, casi mágico sobre la gente y nadie, ni siquiera su madre, se le resistía.

En el momento en que el reloj que había pertenecido al abuelo –que en paz descanse, digo amén––, anunció las nueve en punto, llegó Ricardo. Carlos podía apostar –y de seguro habría ganado–– que el joven había llegado un poco antes pero había optado por entrar a la casa con las campanadas del reloj de manera espectacular. Si vas a ser amigo de Ricardo tienes que acostumbrarte a lo teatral.

––Muy buenos días, doña Olga –dijo Ricardo mientras le besaba una mano y la miraba a los ojos.

––Ricardo, Usted siempre tan galante –dijo la aludida ruborizándose un poco.

Y fue encantador. Como siempre. En diez minutos habló del invierno que se acercaba, de la obra que iban a representar en la escuela –él tenía, como no, el papel principal––, de la colecta que estaba organizando para ayudar a reconstruir la finca de Don Abundio arrasada por un incendio y hasta se dio el tiempo necesario para reprender a Carlos por no tender la cama antes de irse a estudiar.

“No olviden estar de vuelta a las seis de la tarde para ir a misa”, gritó doña Olga cuando los niños ya estaban saliendo; Ricardo se puso ambas manos alrededor de la boca y amplificando la voz respondió, “A las cinco en punto estamos acá doña Olga, yo le cuido a su muchacho”.

Montaron en las bicicletas y empezaron a abrirse camino a través del pueblo. Esa era la parte favorita del paseo para Carlos: Pedalear, sentir el aire entrar puro y a raudales por sus pulmones, le gustaba el sol en su espalda y el sudor cayendo por el rostro.

El pueblo estaba a dos horas de la capital. El Evento estaba programado para el mediodía; después de que terminara, recorrerían las calles y seguramente Ricardo lo invitaría a comer una hamburguesa con coca cola o quizá un algodón de azúcar si tenía suerte; se quedarían en la Plaza Principal y esperarían dos o tres horas mientras recuperaban energías y emprendían el camino de vuelta. ¿Era una estupidez emprender un camino tan largo? Para algunos podía parecerlo, desde luego, pero El Evento valía la pena.

Iban con el tiempo exacto por lo que Carlos se sorprendió cuando Ricardo se orilló y detuvo por completo.

––¿Sabes dónde estamos? –preguntó mientras se secaba el sudor de la frente.

––Claro –respondió Carlos como si fuera la cosa más obvia del mundo––, esta es la finca de don Andrés.
––Exactamente. La finca de don Andrés en donde se dan las naranjas más sabrosas del mundo.

––No irás a…

Demasiado tarde. Ricardo ya había agarrado dos naranjas gigantes y maduras, cogió una para él y le lanzó la otra a su compañero de travesía.

––¡No deberíamos! –Increpó Carlos–– Si don Andrés se da cuenta, es capaz de pegarnos un tiro con su escopeta…. Además, ¡Vamos tarde para la ceremonia!

––Te preocupas más que mi abuela…el viejo Andrés no va a salir, créeme. Además hay que disfrutar de los pequeños placeres de la vida ¡Cómete la naranja! ¿No está deliciosa?

Si lo estaba. Eran jugosas y el líquido se les regaba a ambos niños por las comisuras empapándoles las camisas. Estaban acostados mientras veían las nubes y jugaban a darle formas a las mismas.

––Oye Ricardo….tú quién crees que ganaría en una pelea ¿Gokú o Supermán?

––Esa es una pregunta idiota –contestó el otro y volvió a devorar la fruta.

Carlos se sintió estúpido. A veces se sentía así con su amigo. Se preguntaba en qué consistía su amistad: Él apenas tenía once años, mientras Ricardo ya era un adulto con sus trece abriles y podía hacer lo que le viniera en gana sin que los adultos lo importunaran demasiado. Ignoraba la razón por la que no se metía con los jóvenes de su edad pero en verdad disfrutaba mucho de su compañía. Avergonzado, iba a retractarse de la pregunta cuando Ricardo la retomó.

––Sin duda ganaría Gokú –dijo convencido–– es un hecho que ambos son extraterrestres pero Supermán no es capaz de destruir un planeta mientras que el otro puede destruir la Tierra con un dedo y luego teletransportarse a otro lugar si así lo quiere…bueno, vámonos que nos cogió el entierro y no estamos de luto todavía.

Llegaron a la plaza aproximadamente a las once y media de la mañana. Dejaron las bicicletas aparcadas en un lugar autorizado. A pesar de ser pequeños o precisamente por ello, pudieron colarse a través del gentío que estaba reunido en la Plaza Principal y llegar hasta los primeros lugares. No esperaron mucho hasta que El Evento inició y el transporte arribó al lugar.

Era un carruaje a la vieja usanza. En la parte posterior estaba la jaula. Sus ocupantes estaban silenciosos, indiferentes al bullicio que inundaba la plaza y ante la fruta podrida que les arrojaban. Había algo heroico, poético en su actitud estoica y muda, pero eso no importaba, nada lo hace para un condenado. Nadie escribiría una sola línea en su honor, ni en sus ojos opacos y tristes ante la inminencia de la muerte.

Ricardo y Carlos formaban ya parte de la turba. Sus gritos enardecidos se mezclaban en esa discordancia de sonidos provocados por el odio.

Allí, en esa multitud vociferante y anhelante de sangre, se encontraba la igualdad buscada por tantos filósofos, intelectuales y religiosos. Sus alaridos no buscaban amor, ni paz sino la muerte, la feliz culminación del montaje.



Los caballos se detuvieron en el centro de la plaza. Un policía sacó a empellones a los acusados quienes ni siquiera se resistieron, y los despojó de sus harapos.

El público está pletórico, exultante, reclamando, rugiendo por la estrella del espectáculo quien no demoró su salida para el deleite de todos sus fanáticos.




Cubría su rostro con una capucha similar a la del Ku Klux Klan pero de color negra, su ausencia de camisa resaltaba un torso musculoso y perfecto pero surcado de cicatrices, vestía igualmente unos pantalones oscuros.

En el momento en que levantó los brazos de manera victoriosa, su público enloqueció y los flashes de las miles de cámaras digitales destellaron como cientos de luciérnagas enloquecidas. Seguramente al día siguiente –– si no en un par de horas–– los espectadores de ese momento de odio subirían esos fragmentos de memoria en twitter y en facebook convirtiéndose en la envidia de familiares y conocidos.

El verdugo hizo una señal con sus brazos y mágicamente el sonido cesó. Agarró al primero de los acusados y lo arrastró hasta un tronco donde acomodó su cabeza. Tomó con delicadeza el hacha y sin perder más tiempo la dejo caer sobre el cuello del reo. Fue un corte perfecto, la cabeza se deslizó con delicadeza como si fuera una pelota de fútbol.

El ejecutor sumergió sus manos en la sangre que empezaba a brotar del cuerpo sin vida del condenado y la empezó a arrojar ante el público como si fuera agua. Los de la primera fila fueron afortunados pues el fluido les empapó la cara y pudieron restregarse el líquido con verdadero deleite.

La jornada fue productiva. En total fueron quince las ejecuciones que se llevaron a cabo exitosamente ante los vítores y exclamaciones de paroxismo del público; el suelo de la Plaza Principal quedó manchado de rojo y el verdugo se despidió de sus admiradores hasta el próximo mes, cuando dieran lugar las ejecuciones del mes de noviembre.

Lentamente todos fueron abandonado el escenario: Los hijos de la manos de sus padres comentando emocionados los pormenores del acto y la cara de los condenados, los novios que iban abrazados el uno del otro felices por haber compartido otro día juntos, quizá algún anciano cojearía mientras meneaba la cabeza refunfuñando porque las ejecuciones habían perdido la magia que tenía en sus tiempos.

Ricardo y Carlos contemplaban el lugar. Cada uno tenía un helado al que daban lametadas ocasionales. Estaban en silencio, no hablaban sobre lo ocurrido, todas las acciones habían sido ya guardadas en su memoria y en su corazón. Ahora sólo sentían el sabor del helado que caía por su garganta y el frío de la sabana que empezaba a meterse por todo el cuerpo.


El descanso había sido suficiente, ya era hora de emprender el camino de vuelta a casa.

––Vamos Carlitos –apresuró Ricardo––.No hay que llegar tarde a la misa del pueblo. Dios no nos perdonaría.


lunes, 12 de diciembre de 2011

El caso de los alumnos que no sabían escribir un párrafo


El profesor de comunicación social de la Javeriana, Camilo Jiménez, por medio de una carta  publicada en ‘El Tiempo’ (http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/educacion/camilo-jimenez-renuncia-a-catedra-_10906583-4) renunció a la docencia completamente desesperanzado ante la apatía, la falta de interés y de compromiso por parte de los alumnos ante la carrera.

De inmediato se formó una polémica entre quienes defendían al antiguo profesor y quienes lo crucificaban por la decisión tomada calificándolo de mediocre, facilista, incapaz de causar interés en los estudiantes –muchos de estos críticos eran periodistas y otro tanto docentes, incapaces de creer lo que confesaba su antiguo compañero-.

Queda pues claro que la disputa queda relegada a dos vertientes: El profesor dice que los alumnos no leen, que no saben escribir un párrafo y que son perezosos, desinteresados en la materia; hay quienes afirman, en cambio,que es el docente el mediocre, que sus clases son aburridas y no supo llegarle a sus alumnos. Sinceramente, creo que ambos tienen razón.

Hace ya cuatro años me gradué de comunicación social en la Universidad Autónoma de Occidente de Cali y puedo decir que vi representantes ilustres de ambos especímenes. Conocí  alumnos petardos, corrijo, petardísimos, incapaces de comprender una caricatura de ‘Condorito’. Lo malo era que no les interesaba mejorar, sino que  como  ‘papi’ pagaba la carrera, ellos se preocupaban por pasarla así fuera con un tres cerrado. Lo importante era terminarla de cualquier modo.

También debo decir que vi profesores mediocres hasta la médula. Escritores frustrados, sociólogos, periodistas y docentes amargados que esperaban brillar en sus profesiones y cuya nula capacidad los hizo relegarse a unas aulas que detestaban, con estudiantes que aborrecían. Su momento favorito era pasar por el sueldo de la quincena y su sueño era largarse de la universidad de marras.

Por el contrario, conocí alumnos brllantes, interesados en lo que hacían, curiosos y siempre atentos; profesores que daban sus clases preocupados por impartir conocimientos, entregados a sus carreras, enamorados de  Saussure, de Piaget, de McLuhan; personajes un poco exóticos que daban sus clases así solamente una persona de una clase de cuarenta le estuviera poniendo verdadero cuidado.

En la página de facebook de una reconocida columnista se creó una discusión con respecto a este tema. Mi conclusión final es simple y puede sonar a verdad de Perogrullo: Le dan demasiada importancia a la universidad. (Por cierto, como resultado de mis comentarios en ese foro, fui bloqueado por la columnista. Prometo que mi próxima entrada versará sobre este hecho).

No me refiero a que no me importe el conocimiento, pero creo que se ha llegado al punto de mezclar tanto los conceptos de universidad y saber, que ambas definiciones se han fusionado sin necesidad de hacerlo –aunque no niego que van profundamente ligadas-.

La universidad  da herramientas para llegar al conocimiento, asimismo otorga una distinción, un diploma que pueda ayudar a acceder a trabajos bien remunerados ante la sociedad. Pero una universidad no puede dar conocimiento si no se  tiene la predisposición de aprender.

Valga la pena decir que los bachilleres salen cada vez más temprano del colegio. Yo empecé mi carrera a los  18 años pero ahora veo jóvenes  de dieciséis y hasta de quince que comienzan la universidad. ¿Qué se puede exigir a esa edad? Son prácticamente niños y la libertad que se experimenta en esos centros, la universalidad de ideas que se vive, es tan grande, que prácticamente es normal que los primeros semestres sea imposible concentrarse y se piense más allá de la niña linda de segundo semestre o en la rumba del fin de semana.

Eso, desde luego, es normal.  Lo grave es cuando los estudiantes se quedan ahí y van a la universidad como reses a llenar un pupitre y a graduarse porque ‘es lo que hay que hacer’.

Creo que la universidad no es tan importante porque considero que es un método pero no un fin. La persona que está enamorada de su carrera sale adelante sin importar que tan mediocres sean sus profesores o compañeros.

Esa es la persona que puede pasar como ‘sapo’ o ‘lambón’ que no sale de los laboratorios o bibliotecas, que vive pegada del qué más sabe para conocer cómo funcionan las cosas y posteriormente pedirá permiso para ver si puede probar a ver ‘cómo es eso’. Es quien se solla la universidad pero no por algo tan estúpido como una nota sino porque en verdad ama el conocimento y está enamorado de su carrera.

Para mí desgracia, descubrí en décimo semestre de periodismo que soy un escritor atrapado en un comunicador social. Eso explica mi apatía ante las materias –debo decir, en mi defensa, que mi promedio fue bueno- y por qué no mantenía metido en la sala de fotografía o en las consolas de sonido o con una cámara rondando todo el día en busca de una noticia.

Creo que la universidad no es trascendental porque quien en verdad ama lo que hace no la necesita. Yo adoro la lectura y escritura y llegué a Cervantes, a Joyce, a Homero, a García Márquez, a Cortázar y a tantos miles de maestros por el conocimiento, por lo que tenían que decirme, por aprender como ellos llegaron a ser maestros inmortales. No necesité nunca que un maestro –mediocre o no- tuviera que guiarme ante ellos, simplemente sucedió. Y fue magnífico.

Hay una anécdota  que seguramente muchos conocen pero que publico porque no faltará quien no la sepa. Steve Jobs, el genio informático recientemente fallecido, no terminó la universidad, abandonó la carrera pero seguía asistiendo al campus solamente a las materias que él creía convenientes para su proyecto de vida. Seguramente fue una locura y un salto al vacío, pero viendo los resultados actuales ¿Quién podría decir qué es un idiota?

En Colombia somos como termitas: Nos alimentamos de papel y le creemos a cualquier idiota por el hecho de tener grado, o maestría, o doctorado. Si una persona puede tener acceso a esos estudios lo único que demuestra es que, probablemente, ha tenido mayores oportunidades que el resto de las demás personas y que existe un interés ya sea genuino o no, de obtener un mayor conocimiento.

A mí una persona no me deslumbra por sus títulos rimbombantes sino por el amor que tengan por su carrera, la pasión por su trabajo y eso, apreciado lector, se vislumbra no sólo en su trabajo sino en su manera de ver y vivir la vida.