Un corrientazo. Puede durar
dos segundos, quizás menos pero siempre parecerán más. Te recorre el cuerpo,
los pies, rodillas y abdomen, sube por el pecho, la boca, las encías, los ojos
que quieren llorar y va a morir en el cerebro que parece fundirse. Y luego el
cansancio, el cuerpo que gime al verse rasgado, quemado electrocutado, cortado
e invadido de mil formas en su apacible día a día. Un instante que tiene la misma
intensidad que la misma vida.
Miguel Díaz conoció de manera
simultánea tanto el dolor como el placer. Lo que son dos caras de la moneda en
su caso era simplemente una sola cara sin sello. Aún lo recordaba, tendría cinco años cuando fue
consciente. Corría con otros niños por el pavimento cuando tropezó y cayó al
suelo. Los otros no se dieron cuenta y pronto lo dejaron atrás. Su rodilla
sangraba y empapaba su pierna de rojo carmesí. Él se levantó y sintió el ardor
de su carne siendo expuesta al viento, al mismo tiempo sintió una euforia que
nunca antes había experimentado, ganas de reír, de gritar hasta quedarse sin
pulmones…si hubiera sido una persona normal, muchos años después habría sido
capaz de explicar esa sensación, era la misma de un orgasmo.
A los pocos días, la herida
empezó a cicatrizar. El pequeño Miguel no quería dejar de experimentar esa
sensación, nunca se había sentido tan poderoso, tan feliz, no podía dejar que terminara,
jamás. Empezó a rascarse la cicatriz,
la incomodidad, el ardor de sentir las uñas y los dedos penetrando su piel como
una seda. La corriente que lo recorrió cuando levantó el cuero y la sangre que
volvía a manar quería vivirla una y otra vez como en una especie de bucle
infinito, si debía rasgarse la misma herida de manera repetida hasta el
infinito no dudaría en hacerlo, hasta tener su cuerpo cubierto en sangre,
invadido por un dolor placentero que no lo dejara ni moverse.
Su madre, preocupada, tuvo que
vendarlo varias veces y atarle las manos al observar horrorizada como su dulce
niño arrancaba la gasa y se hurgaba la piel con la desidia de un carnicero.
Corrió hacia él, le gritó, zarandeo y lloró al ver su expresión de
incredulidad, de inocencia, como si no se estuviera atentando contra sí mismo.
Sólo cuando el pequeño musitó ‘no lo
vuelvo a hacer, mami’ sintió
nuevamente que ese ente extraño le pertenecía nuevamente y lo abrazó.
Miguel no había dicho eso
porque amará a su madre o porque le importara, simplemente quería que se
callara, ansiaba el silencio con la misma necesidad que el dolorplacer. Tomó
nota mental nunca más habría de mostrarse tan evidente en su búsqueda, sería
algo íntimo, donde nunca nadie tendría placer.
Pasaron los años y él creció,
incapaz de otro sentimiento que el dolorplacer. Era incapaz de sentir tristeza
o alegría por alguien, de maravillarse por algo que no fuera capaz de lo que él
mismo se infringía, por la misma razón no podía entablar una relación con nadie, eran
simplemente envueltos de piel y carne que deambulaban por el mundo y estorbaban
con sus palabras sin sentido. Tanto para sus compañeros como para su familia él
era una presencia callada que no aportaba ni estorbaba, simplemente estaba
presente, como si hubiera estado allí desde el principio de los tiempos.
Conforme pasaba el tiempo
había refinado sus tácticas, el reto era lastimarse sin que nadie se diera
cuenta. Se apagaba colillas de cigarrillos bajo el abdomen, se cortaba con la
tapa de las latas de atún por debajo de las nalgas, se quemaba con un fósforo
por los talones hasta que le salían ampollas las cuales se laceraba hasta que
fuera prudentemente necesario, no había más límites que los que él mismo se
impusiera.
Alguna vez quiso probar si
podía experimentar lo mismo si aplicaba dolor a otro ente que no fuera él. Un
día se acercó a una cucaracha, era grande, café, viscosa, se sentó frente a
ella, con una de sus manos oprimió su parte superior, con la otra empezó a
buscarle las patas. Tocó la primera, la acarició y con un rápido movimiento se
la arrancó, el insecto empezó a revolcarse intentando huir de su verdugo pero
la presión ejercida era muy fuerte. Miguel no sintió nada, ni asco, ni alegría
o tristeza por el animal, sólo un pequeño atisbo de curiosidad por que vendría
a continuación, a la pata siguió una antena, y el resto de las patas, cuando se
terminó de aburrir aumentó la fuerza de su dedo sobre el animal sintiéndolo
morir hasta atravesarlo por completo y sentir su interior mojar su mano. Estuvo
un rato observando el animal, apachurrado e inerte, finalmente se limpió con un
pañuelo y se fue pensando que el incidente había sido una pérdida de tiempo.
Ni siquiera el sexo le despertaba
interés, se había acercado a él ansioso, esperando encontrar algo con que
reemplazar el dolorplacer pero se
encontró con un desahogo fisiológico como excretar o escupir en la calle,
intentó experimentar con el sadomasoquismo pero le pareció ridículo, demasiado
suave, demasiado condescendiente en la otra persona, un ente incapaz de comprender la dosis que él
necesitaba, un dolor de juguete de mentiras, que no rompía al otro sino que
simplemente era un juego a la espera de una caricia, de un beso, una mímica de
lo que él esperaba.
Porque viéndolo en
retrospectiva ese fue el principal problema. Nada lo saciaba ya, vivía solo en
un apartamento y podía dedicarse a largas sesiones de autotorturarse sin que
nadie lo importunara, pero nada era suficiente. Horas enteras de lastimarse, si
bien lo hacían sentir cómodo y de ánimo agradable, era una sensación cada vez
más efímera, menos significativa y sabía que conforme pasara el tiempo
seguirían disminuyendo sus efectos. Era un adicto al daño y la dosis ya no era
suficiente.
Se decidió una tarde de
domingo donde la eternidad parecía ingresar en forma de rayo luz sobre su
apartamento. Salió equipado únicamente con su celular donde puso una canción a
sonar en un bucle infinito, mientras caminaba hacia su destino y veía a la
gente a su alrededor se preguntó cómo sería una vida con más sensaciones, no un
mundo de blanco y negro o blancoanegrado como lo veía él, sino un prisma
infinito en el sentir, en el vivir, nunca lo sabría.
Finalmente llegó al sitio y
empezó el ascenso, Jagger seguía vociferando la misma canción, Miguel ya se
sabía de memoria los acordes y la entonación del inglés pero no podía dejar de
cantarla en su mente porque parecía el himno de su propia vida. I can´t get no
satisfaction, decía de manera sensual el inglés mientras él se permitía el
último lujo de su vida y subía a pie los diecinueve pisos de la torre
permitiendo que la fatiga se apoderara de su cuerpo. Arribó a la cima, como lo sospechó el lugar
estaba solitario, no podía esperarse nada más de un domingo por la tarde, tuvo
un capricho de último minuto se quitó los audífonos, tomó el celular con las
manos y lo lanzó al vacío, no quiso verlo caer, quizá había lastimado a alguien
en su caída quizá no, no importaba. A sus pies vio la gran ciudad y se la
imaginó como un gran asentamiento de cucarachas. Escuchó silbar el viento un
par de minutos y saltó.
En su caída rompió una especie
de techo de vidrio. Alcanzó a estar consciente mientras agonizaba. A su lado
miles de cientos de diminutos fragmentos de vidrio lo acompañaban, otros tanto
se habían incrustado en su piel fundiéndose en su torrente sanguíneo, cada
músculo, cada hueso estaba roto, podía sentirlo así como la sangre que empapaba
su ropa, el dolor era insoportable, cualquier otra persona habría llamado la
muerte con desesperación, buscando un final inmediato, habría llorado o gritado
buscando la atención o la compasión de los transeúntes; él intentó reír pero ni
siquiera tenía fuerzas para ello por lo que se limitó a sonreír pacíficamente.
Nunca había sido tan feliz en su vida.