jueves, 21 de febrero de 2013

Stalingrado



Este mes se cumplen setenta años del final de una de las batallas más sangrientas de la humanidad y que habría de marcar un punto de no retorno en la historia de la Segunda Guerra Mundial: Nos referimos a la batalla de Stalingrado, donde rusos y alemanes se enfrentaron a lo largo de cinco meses y en donde perdieron la vida aproximadamente cuatro millones de personas.
Esta batalla sería el comienzo del fin para la hasta ahora imbatible fuerza nazi que parecía invencible luego de sus victorias en Polonia,  Holanda, Bélgica, Noruega y Francia. Después de Stalingrado, nombres como los de Zhukov, Chuikov y Yeremenko habrían de volverse inmortales y se despertaría esa ancestral furia que golpearía las puertas mismas de Berlín un par de años después, devastándola hasta las cenizas.
Antes de proseguir, no es mala idea hacer un recuento de los hechos que desembocaron en esa carnicería.


Dos alegres compadres

Dos hombres. Dos tiranos. Dos seres que afirmaban venir de ideologías complemente diferentes pero para quienes la vida humana no tenía ningún valor, como lo demostraron con sus acciones. Hablo desde luego de Adolf Hitler, el führer alemán, y Josef Stalin, líder absoluto de la Unión Soviética.
Ambos tenían en común el narcisismo, el desprecio por quienes gobernaban, y el manejo de los países más poderosos de la Europa de mediados de los años treinta. Cada uno envidiaba y temía el otro, pero supieron disimularlo muy bien cuando firmaron el pacto Ribbentrop-Molotov de no agresión el 23 de agosto de 1939, pocas semanas antes del comienzo de la guerra.
Si bien el pacto se cumplió un par de años, Hitler anhelaba conquistar la Unión Soviética, era una parte fundamental en su plan de invadir el este de Europa,  fue así como el 22 de junio de 1941 iniciaría la llamada Operación Barbarroja, que era el comienzo de la invasión del territorio soviético.
En un principio el ejército nazi parecía imparable y estuvieron a punto de tomar Moscú, sin embargo, al Tercer Reich, se le pasaron por alto dos hechos fundamentales: la voluntad rusa y más importante aún, el invierno de 1941, que fue uno de los más fríos en la historia de ese país llegando  hasta los  -55 °C, congelando no solo la maquinaria alemana sino a los mismos soldados, quienes no estaban preparados para ese temperatura. A este clima se le llamó ‘El general invierno’ y provocó la retirada germana, ocurriéndole lo mismo que a Napoleón un siglo antes.
             

La ciudad de Stalin
Sin embargo los alemanes no se dieron por vencidos y a pesar de retroceder siguieron su campaña en tierra soviética, logrando algunas victorias.
Stalingrado, cuyo nombre original era Tsaritsyn, rebautizada en honor al líder soviético, era una ciudad industrial y que a primera vista no parecía fundamental en los planes de ocupación; sin embargo, y debido a la tardanza de la conquista de esa nación, Hitler se encaprichó con esa ciudad, llegando a creer que si la tomaba podría decidir a su favor el curso de la guerra.
El encargado de llevar a cabo el sometimiento de la ciudad fue el general Friedrich Paulus, quien estaba a cargo del VI Ejército Alemán y que tenía a su mando a más de 700.000 hombres.
El ataque comenzó el 23 de agosto de 1942 de manera salvaje, siendo la ciudad bombardeada de manera inclemente, tanto de manera aérea como por la  artillería. Sin embargo, el pueblo resistió y no dio su brazo a torcer peleando de manera heroica a pesar de la inferioridad numérica y de armamentos.
A pesar de todo, la moral rusa estaba por los suelos. En esa situación se nombraría a Vasili Chuikov como Comandante del Éjercito de Stalingrado. Al ser interrogado por sus superiores sobre cuál era la misión que tenía, respondió imperturbable: “Defender la ciudad o morir en ella”.

VASILI CHUIKOV


Rattenkrieg

A mediados de septiembre la ciudad estaba prácticamente en ruinas y a pesar del constante asedio no caía. La batalla era de tal ferocidad que se combatía casa por casa, escombro por escombro.
Los alemanes bautizaron a esto como el Rattenkrieg o guerra de ratas, donde debían combatir a través de las mismas ruinas que ellos habían provocado. Sin embargo esto fue gran ayuda al ejército rojo, quien implementó ‘La academia de lucha callejera de Stalingrado’ la cual consistía en emboscadas ocasionales a los alemanes.
Durante este periodo también se destacaron los francotiradores rusos, comandados por Zaitsev (cuyo nombre significaba liebre) quienes aniquilaron a varios alemanes, siendo capaces de ocultarse por horas entre la nieve hasta lograr su objetivo e ideando ingeniosas técnicas para eliminar el mayor número de enemigos.
Stalin implementó una nueva orden, la 227, a la que pronto se le conocería popularmente como la orden‘¡Ni un paso atrás!’, la cual decía que la ciudad debía ser defendida hasta la muerte y en donde todo soldado que tuviera la intención de retirarse o rendirse debía ser fusilado en el acto. Esta directiva no solamente se aplicó a los soldados sino también a todos los civiles que simpatizaran o se sometieran ante el enemigo. Fueron cientos los ciudadanos que fueron asesinados por sus compatriotas bajo la acusación de traición.
Mientras tanto Hitler desesperaba y presionaba cada vez más a Paulus, quien veía como el número de sus hombres disminuía a la vez que llegaban refuerzos a su contraparte. El general sufría de disentería y ataques nerviosos que degeneraron en un tic en su ojo izquierdo.


Operación Urano y rendición
Llegó el invierno y las fuerzas alemanas al igual que el año anterior se vieron afectadas por las inclemencias del tiempo; sumado a eso, las fuerzas soviéticas idearon un nuevo plan, La Operación Urano, diseñado para someter al VI Ejército Alemán.
Esta consistía en una maniobra de pinza cuyo objetivo era cercar las ya menguadas fuerzas del general Paulus, quien suplicaba refuerzos y abastecimientos a Berlín, ayuda que a pesar de las promesas de suministro aéreo por parte Hitler y Herman Goering (Jefe máximo de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana) nunca ocurrió.
Muy pronto empezaron a darse los primeros casos de inanición y congelamiento dentro del ejército alemán, quien soportaba de manera estoica los ataques. El 24 de noviembre se implementó la Operación Urano y ya ningún alemán pudo escapar de Stalingrado. Aproximadamente 250.000 hombres quedaron completamente cercados en lo que muy pronto se conocería como Der Kessel (el caldero) donde se dieron brotes de epidemias y enfermedades debido a las condiciones del encierro.
Hitler, consciente que la batalla estaba perdida, nombró a Paulus, Mariscal de Campo, con la esperanza que este se suicidara antes de rendirse pues nunca en la historia del ejército alemán un mariscal se había dado por vencido. Sin embargo, el general alemán, completamente defraudado por su Führer habría de rendirse a Chuikov y los rusos el 2 de febrero de 1943.


Después de la batalla
Esta sería el comienzo del final del nazismo, pues las fuerzas de Hitler nunca más conseguirían una victoria en el este de Europa y empezaron a replegarse hasta el fin de la guerra en 1945.
Un día después de la batalla, un iracundo coronel ruso detuvo a un grupo de prisioneros de guerra alemanes entre los escombros de Stalingrado y les gritó: “¡Así va a acabar Berlín!”. Los alemanes, en su soberbia, habían despertado a la bestia dormida rusa y pagarían muy caro su error al ver a su hermosa capital destruida por el Ejército Rojo en mayo del 45.
Durante la conferencia de Teherán, en diciembre de 1943, Winston Churchill  le entregó al pueblo ruso la espada de Stalingrado, la cual tenía en su hoja un mensaje del rey de Inglaterra que decía: “A los ciudadanos de corazón de acero de Stalingrado, un obsequio del rey Jorge VI como prenda del homenaje del pueblo británico”. Asimismo el poeta chileno Pablo Neruda  escribió su poema Nuevo canto de amor a Stalingrado, donde con sus versos exaltaría el coraje de esa ciudad y del pueblo ruso.
Actualmente en la colina de MamayevKurgan, en la ciudad de Volgogrado  (anteriormente conocida como Stalingrado), se eleva una gigantesca estatua de 85 metros llamada la Estatua de la Madre Patria, que representa la voluntad del pueblo ruso y está construida en conmemoración de esta cruel batalla con la esperanza de que nunca más se vuelva a repetir.



Nota: Muchas de las notas y datos son extraídos del excelente libro Stalingrado, escrito por el historiador inglés Anthony Beevor donde hace una detallada descripción de esta batalla y que recomiendo sin dudarlo a quien le interese el tema.


Artículo publicado originalmente en la revista digital argentina Piso 13:  http://www.pisotrece.com.ar/index.php/arte-cultura-x/767-stalingrado

domingo, 10 de febrero de 2013

Zombkill


Un cuadro nos observa. Es una parodia del poster del Tío Sam invitando a la gente a unirse a la armada con su famoso ‘I want you’, sólo que esta vez es el rostro de un ser deforme y en carne viva quien nos señala con un dedo putrefacto mientras parece esbozar una sonrisa descompuesta, a la vez que el lema ha sido ligeramente cambiado por ‘I want eat you’.

Es el único detalle que desentona con la elegante decoración de la sala de espera. Mi padre ha perdido la paciencia: Llevamos dos horas aguardando y la secretaria, severa y desdeñosa, ha dicho que esperemos mientras el gerente prepara los últimos detalles. Por mi parte me aburro como una ostra, hoy cumplo veintiún años y debería estar celebrando con mis amigos y no en este lugar alejado de la civilización, donde ni siquiera sé por qué diablos hemos venido
.
Mi progenitor termina su segunda cajetilla de cigarrillos y se aclara la garganta de manera estruendosa queriendo llamar la atención de la secretaria, quien lo ignora una vez más. En parte lo comprendo, el vuelo fue agotador, el avión se demoró aproximadamente siete horas en llegar a esta isla olvidada por dios.

Mientras me pregunto por enésima vez qué hacemos acá, se abre la puerta principal: De su interior sale un hombre de mediana edad y pulcra vestimenta. Abraza a papá, le tiende la mano a Hans y Christopher, nuestros acompañantes, y me observa con curiosidad.

   ¿Así qué éste es el joven heredero? —dice mientras me saluda.

   En efecto, querido amigo. Es mi único hijo —responde mi padre con orgullo—. Hoy está cumpliendo la mayoría de edad y pensé que no podía darle mejor regalo que traerlo a tu isla.

   No podías haber hecho una mejor elección para iniciarlo como un hombre —responde mientras se ilumina su rostro—. Dime —dice dirigiéndose a mí— ¿Crees en zombies?

   Sólo los de la televisión y los videojuegos —respondo confundido preguntándome si escuché bien. ¿Dijo zombies?

Los dos hombres se observan a los ojos en un silencio solemne, casi ceremonial, luego de lo cual prorrumpen en estridentes carcajadas. Mi padre tiene que sacarse un pañuelo para enjugarse las lágrimas mientras me imita de manera patética.

   Perdónalo, Landa —retoma él—, como podrás darte cuenta, nunca le he contado del tema. Como sé que te gusta hablar hasta por los codos, estaba esperando que fueras tú quien le diera una pequeña inducción a Michel.

   Claro, claro, no hay ningún problema. Pero qué descortés de mi parte, no los he invitado a seguir —dice mientras extiende su brazo y abre la puerta de su despacho—, si tienen la bondad, caballeros.

La oficina es gigantesca. La luz se filtra de manera tenue por un grueso vidrio a través del que se observa un océano infinitamente azul. Al interior se observan unas especies de sarcófagos de cristal con momias disecadas. En su despacho, al lado de una foto donde Landa posa junto a una hermosa mujer y tres niños, se encuentra un cráneo encerrado en una urna cuidada con esmero.

El hombre hace pasar a la secretaria que viene con bebidas energizantes, jugos y comida liviana. Ahora que lo pienso, no hay ninguna bebida alcohólica tan característica en este tipo de encuentros y tan típica de mi papá. Landa propone un brindis en mi honor. Luego de beber, mira con cariño el cráneo y se dirige hacia nosotros.  

   No existe lo imposible, tan sólo lo no descubierto. Piensen que el hombre ha logrado lo impensable: Hemos logrado surcar el cielo como las aves, sumergirnos en el mar como  peces e incluso hemos ido al espacio. Lo importante es cuestionarse, indagar. Todo se reduce a preguntar, a un ¿‘Y sí…’?: ¿Y si pudiéramos crear luz artificial? ¿Y si pudiéramos conectar al mundo entero de manera virtual?  ¿Y si pudiéramos vencer a la muerte?  Ese fue mi punto de partida: Los organismos no somos más que una maquinaria que deja de funcionar al momento de morir. ¿Y si pudiéramos conseguir reanimar los órganos después del deceso?

   ¿Y qué pasa con el alma?   pregunto.

   Los cuerpos reanimados son simples envoltorios. No tienen recuerdos, ni voluntad, simplemente deambulan sin hacerle daño a nadie. Sin embargo, logré moldearlos a mi gusto, modificarlos para que sientan hambre constantemente, un apetito insaciable por la carne humana. Había creado zombies. Ahora bien, ¿para qué puede servir un muerto viviente? No tengo ambiciones de conquistador, simplemente quise demostrar que podía derrotar a la muerte.

   Jugar a ser dios.

  Con un poco de curiosidad y recursos, cualquiera puede ser dios. Con mi descubrimiento decidí instalarme en esta isla y comunicarle mi hallazgo a gente selecta, que pudiera apreciarla y no fuera a decir nada en el mundo exterior.

   ¿Con qué propósito? pregunto.

    ¿Le gustan las corridas de toros? antes de que pueda contestarle prosigue—.  Desde siempre, el ser humano ha sentido una atracción por la destrucción, por ejercer la muerte. Pregúntese por el éxito del Coliseo romano, las peleas de gallos, los combates a muerte, la cacería. La guerra es sólo la extensión de ese deseo primitivo que tiene el hombre por asesinar.  Yo puedo brindar esa experiencia, sin lastimar a ningún ser vivo, fue con este ideal que creé esta empresa, Zombkill.

   ¡Pero los zombies alguna vez fueron humanos! protesto.

   Es cierto. Pero los cuerpos que uso han sido comprados a enfermos terminales, sentenciados a muerte y soldados antes de su fallecimiento a un precio muy elevado. Dígame ¿qué diferencia existe en convertirse en uno de mis zombies a ser devorado por los gusanos o cremado en un horno?

Al ver que era incapaz de argumentarle, el hombre sigue hablando.

   Lo que hago es ofrecer nuevas emociones a quien pueda pagar por ellas. Es cierto, cobro un precio muy elevado, inaccesible para el 90% de la población, pero ésta es una experiencia que no se olvidará el resto de la vida.

   Basta de cháchara interrumpe mi padre—,  esto no se puede describir con palabras. Vámonos a preparar, estoy ansioso por comenzar.

   Me parece adecuado dice Landa sin inmutarse. Al ser ésta la primera vez del muchacho, creo que lo ideal es preparar a los sujetos tipo A1  y darle armamento especializado. Dime ¿Dónde preferirías que saliéramos de cacería? ¿Un laboratorio? ¿Una ciudad abandonada? ¿La playa? ¿El desierto? ¿Un cementerio? ¿Una casa de campo?

Pienso en todas las revistas, los programas de televisión, los comics y las películas que he visto de los muertos vivientes, y no puedo evitar emocionarme al sentirme como alguno de  los protagonistas principales enfrentando heroicamente a una horda de monstruos sedientos de sangre. Este pensamiento vence mis pocas reticencias morales.

La ciudad abandonada, respondo sin dudarlo.

Nos retiramos de la oficina y vamos a un sótano para prepararnos. Mientras nos cambiamos, mi padre me dice que de acuerdo a la experiencia del cliente, se preparan a las bestias. Por ser un novato han alistado a los zombies tipo A1, lentos y torpes. No puedo evitar sentirme como un idiota, mi padre se da cuenta y me dice que no me preocupe, que a medida que regrese iré adquiriendo más destreza y podré aumentar el nivel de la partida.

Me dan armamento y en una hora me enseñan a manejarlo apropiadamente. Landa me dice que no hay que temer: Aparte de Hans, Christopher y mi padre, tres empleados de Zombkill estarán conmigo durante la cacería para provisionarme de municiones y protegerme en caso de que algo salga mal. Me informa además que, al ser ellos muertos reanimados, no hay riesgo de ser contagiados por una mordida o una herida, pero que sin embargo hay que tener cuidado, pues una vez un monstruo prueba la sangre no parará hasta haber terminado con su presa.

Nos montamos en un jeep que nos conduce por calles pedregosas, hasta que llegamos a un simulacro de ciudad. Quedo impresionado: Es una réplica exacta del centro de Nueva York. El vehículo se desplaza por las calles hasta llegar a una avenida donde nos dice que debemos bajarnos.

Los recojo en una hora dice el conductor, un gringo alto y fornido quien antes de alejarse se dirige a mí —  Happy birthday, kiddo; no podrían haberte dado un mejor regalo. Disfrútalo. 

 Nos acomodamos y sacamos las armas a la espera de la acometida. No han pasado diez minutos cuando, a lo lejos, empiezan a sonar gruñidos, una especie de lamentos y quejidos sobrecogedores capaz de dejar sin habla al hombre más locuaz. Los ruidos no provienen de una dirección en particular sino que como un eco se repite por  todos los alrededores. 

Empiezo a sudar y el arma se me resbala de las manos, al recogerla veo el rostro del resto de mis compañeros: Lucen aburridos, como un cazador cuando va tras una presa demasiado débil. Mi padre incluso se fuma otro cigarrillo mientras espera.

Finalmente aparecen. Vienen de todos lados: Lentos, putrefactos, hediondos. Se dirigen hacia nosotros intentando infundir temor pero inspiran más  lástima que otra cosa: Gimen, lloran y se agitan; gritan, se revuelven e intentan apresurar el paso pero de manera inútil pues biológicamente no son capaces. Los más osados, quienes van más rápido a pesar de sus limitaciones sufren horribles mutilaciones y pedazos de sus piernas empiezan a desprenderse de ellos como si fueran leprosos.

El grupo no se separa pero ninguno de los hombres se atreve a disparar contra la horda de muertos vivientes. Me reservan el honor de iniciar la cacería. Observo a una de las bestias: Es una mujer, el despojo de lo que antes fuera un ser humano; su boca seca emite un gemido de dolor mientras me observa e intenta alcanzarme. Apunto directo a la cabeza. Dudo. No soy capaz de disparar. La mujer avanza. Lanza un nuevo quejido. Miro nuevamente. Me parece que una lágrima se desliza por uno de sus ojos pestilentes. Debo liberarla de ese peso. Disparo.

El tiro es efectivo. La bala entra por su ojo y le atraviesa los sesos a toda velocidad. La criatura se desploma al instante. Esa es la señal, todos mis acompañantes se abalanzan sobre sus presas. Al ser una partida del tipo fácil, todos, a excepción de los empleados que deben velar por mi seguridad, han escogido armas de corto alcance. Mi padre ha elegido una bayoneta, similar a la que usaba en la Primera Guerra Mundial; Hans, un hacha, y Christopher una especie de pica.

Se acerca otro de los zombies. Ahora es una cuestión de supervivencia: Él o yo. No lo dudo un segundo, le vuelo la cabeza. Luego veo una niña sin ojos, que grita y gime pidiendo que le dé el descanso eterno, la complazco. Al cabo de unos minutos, contemplo horrorizado que no sólo me desenvuelvo muy bien sino que estoy disfrutando del espectáculo.

Contemplo el escenario, es una carnicería: Los muertos vivientes no se pueden defender, son demasiado torpes y siguen llegando en manada, sin importar las bajas sufridas. Disparo una  y otra vez, caen como moscas, de refilón miro a mi padre, nunca lo había visto tan exultante, tan lleno de vida, cada vez que destaza a un nuevo zombie sonríe como no lo hacía en años. Hans y Christopher cumplen su labor de manera metódica, eficiente, trabajando en tal armonía como si estuvieran bailando ballet; a través de sus movimientos silenciosos, de su interacción, comprendo lo bien que la están pasando y como muchas veces las emociones más intensas son incapaces de traducirse en palabras sino en pequeños gestos.

¿Y yo? He vencido mis prejuicios morales. Ya no busco liberar a esos pobres cuerpos resucitados genéticamente para la diversión de su castigo, ni se trata simplemente de una cuestión de supervivencia. Es simplemente placer. El placer de matar, de sentir el poder en mi cuerpo, en mis armas, de eliminar algo una y otra vez sin remordimientos. Nada puede asemejar esa sensación de sangre, de fuego y  exterminio. Soy hijo de la muerte y la locura. Y me encanta.