sábado, 27 de agosto de 2011

Orixada

Hace poco participé en un concurso literario organizado por el instituto brasilero colombiano, IBRACO. Esta edición estaba dedicada a la memoria de la escritora brasilera Clarice Lispector y tenía dos requisitos: No debía exceder las mil palabras y debía empezar con esta frase de un cuento de Lispector: “Creo que ahora tendré que pedir permiso para morir un poco. Con permiso, ¿eh? No tardo. Gracias.”
No gané, desde luego, pero me divertí muchísimo escribiendo el cuento. Espero les guste.

Orixada

-Creo que ahora tendré que pedir permiso para morir un poco. Con permiso, ¿eh? No tardo. Gracias.

-¿Qué murmuras?- preguntó amenazadoramente  el negro.

- Digo que ya que quieren un sacrificio y  que de cierta manera parece tan importante que sea el mío, debería pedirle permiso a mi madre y luego sí, buscar uno de esos cuchillos largos y afilados y cortarme las venas. De hecho, podría ser bastante poético ver como el rojo de la sangre se mezcla con la espuma blanca del mar.

-Yo diría que es un poco cursi-  terció la voz del enano de la máscara que se calló súbitamente al sentir la mirada del negro gigante posada sobre él.

Antes de continuar con la historia debería presentarme. Mi nombre es Sandro, no, no el jodido Sandro de América, aunque me llamo así en honor al cantante. Pero ustedes no están acá para saber de las vicisitudes de mi nombre, ni de mis pocas hazañas y pecados. Supongo que lo que les importa es de dónde diablos aparecieron los doce negros que pedían mi cabeza.

Lo curioso, lo verdaderamente curioso, es que no lo sé.  De lo único que soy consciente era de estar acostado, exánime, en la playa más hermosa del mundo: Su arena era más blanca y pura que la del desierto, el viento me golpeaba como si fuera un beso del creador y su mar tenía el más intenso azul que hubiera visto en mi vida; los rayos de sol caían con delicadeza infundiéndome alegría. A lo lejos, escuchaba risas de mujeres hermosas – o así lo percibí- que se bañaban impunemente desnudas, disfrutando de su cuerpo.

Me encontraba en este mundo de ensueño, con los ojos entrecerrados, sin poder recordar a qué me dedicaba ¿Y saben? No me importaba para nada. Podía estar muerto pero lo único que  quería era  seguir acostado en la playa de arena blanca, cielos azules y ninfas hermosas.
 
Tarde o temprano debía levantarme, recordar quién  era y volver a casa: escuchar  las letanías de la esposa, ayudarle en las tareas a los hijos, ver televisión  y luego hacerle el amor mecánicamente a la mujer, tras lo cual despertarme al día siguiente para ir a un trabajo repetitivo y rutinario que seguramente detestaría. En fin, hacer lo que hace la gente normal, feliz y bonita del mundo.

Quería –bueno la verdad, es que no- levantarme pero mi cuerpo no obedecía órdenes, quizá si me quedara otro rato más no pasaría nada. Cinco segundos más, o minutos,  o por qué  no cinco vidas más no harían mucha diferencia. Quizá me levantaría para ir por un trago, miraría hacia arriba, saludaría el rostro pétreo del redentor y volvería a tumbarme hasta que la marea me llevara a las profundidades del mar.  Estaba amodorrado sintiéndome en el Edén cuando un rayo cayó de improvisto y  del cielo descendieron doce figuras magníficas.


Los seres que ahora se encontraban ante mí, eran negros como el carbón, esculpidos en ébano, lo más hermosos que había visto en mi vida. Tres de estos seres se dignaron a hablarme.

El primero de ellos era un negro gigante, no tenía camisa y en cada respiración se oía el retumbar de mil truenos, tenía un hacha. A su lado se encontraba una mujer de caderas anchas y ojos de lujuria, cuando ella hablaba trataba de no mirarla a la cara, estaba seguro que si lo hacía por más de dos segundos correría a su lado y me exponía a que el grandulón me aplastara con su arma. El otro ser era un enano que portaba una máscara que ocultaba su rostro, su risa era jovial pero maliciosa, en su mano tenía un berimbau que tocaba mientras hablaba y su cuerpo cuasi desnudo disimulaba de mala manera sus gigantescos genitales.

-¿Qué haces en este lugar?- preguntó despectivamente el gigante – ¿Ignoras que este paraíso sólo está reservado para los dioses?

-Tienes que salir de este lugar- repuso la negra mientras contoneaba sensualmente las caderas

El enano no dijo nada, sólo tocaba una alegre melodía y cantaba una canción en portugués, mientras reía dejando ver sus dientes blancos.

-¿Y si no hago ruido? –Pregunté –Les prometo que me quedo calladito en el rincón, ni se darán cuenta que estoy por acá…

-¡Silencio!- exclamó el gigante –Los humanos con sus insolencias…este lugar es tan hermoso, tan lleno de vida que su vista está prohibido para los de tu raza.

-A menos que…-interrumpió la mujer- estés dispuesto a un sacrificio.

-Pues estoy dispuesto a no coquetear con ninguna de las mujeres de esta playa… por una tarde – juré solemnemente.

-No, idiota- replicó la mujer- Me refiero a que debes morir para renacer como espíritu guardián de este lugar ¿No es así Xangó?

-Exactamente, sólo tu muerte y tu sangre permitirá la entrada a este lugar.

-¿Y no podemos negociar? Quizá no tooooda mi sangre, pero si un poquito, una cuarta parte.  La riego en el mar si quieren, o se la dono a un vampiro, como prefieran y todos felices ¿No? –Al ver la negativa del negro, repliqué- ¿y por qué es tan necesaria mi muerte?

-Dios requiere de la muerte para poder vivir- exclamó  el líder.

-Nahh- dijo el enano con máscara – la verdad es que nos divierte ver a los humanos retorcerse como pescados mientras fallecen, nada personal

Allí estaba el dilema. Decidí que prefería morir abandonar ese lugar maravilloso. En ese momento les pedí permiso para despedirme de mi vieja.

El gigante rió mientras afilaba el hacha hacia mi garganta. Después de todo, sería algo muy rápido, aunque no me halagaba mucho la posibilidad de morir como una gallina. Cerré los ojos y cuando los volví a abrir, estaba desnudo y sudado en mi cuarto, sin poder respirar pero con el aroma del mar en mi memoria. Había pasado una última prueba antes de dirigirme al cielo en la tierra. Busqué con la mirada el tiquete a Rio de Janeiro.
Seguía encima de la mesa de noche.




PD: Se me ocurre que este tema del maestro Héctor Lavoe puede ser una excelente banda sonora para este cuente.


domingo, 21 de agosto de 2011

Mi abuelo y yo

Ayer 20 de agosto mi papá cumplió años.  Fue una fecha especial: setenta y tres años no se cumplen todos los días. Realizó un almuerzo donde invitó a mis tíos y primos…es una ocasión privilegiada pues son muy pocas las ocasiones en donde toda la familia se reúne –bueno no toda,  faltan algunos primos y mi hermana que vive en los Estados Unidos- . Se conversó, se compartió y comimos una deliciosa sopa, muchacho relleno –una especie de carne, no vayan a pensar que somos familiares lejanos del ilustre doctor Hannibal Lecter- , ensalada de papa, arroz y de postre queso y manjarblanco –que es una especie de arequipe del Valle del Cauca, mi tierra- finalizando con un buen tinto cargado.
Al viejo le regalé un pajarito para aumentar su cada vez más grande colección de plumíferos, él me sorprendió a su vez regalándome la cédula de ciudadanía de mi abuelo. A diferencia de las cédulas modernas que son tarjetas plastificadas, la de él es un papel grande que debe doblarse cuatro veces para poder guardarse en el bolsillo. El documento tiene su foto y sus datos personales  escritos a mano, con una caligrafía fina casi ilegible y su huella digital.
Detallando el documento me doy cuenta que mi abuelo tiene en ese momento veintiocho años, la misma edad que tengo yo en este momento, también tiene mi mismo nombre –o debería decir mejor que yo soy quien lo he copiado a él-. Está elegantemente vestido con saco y corbata y mira a su fotógrafo de manera calmada pero no triste, a diferencia de las cédulas actuales en donde la víctima mira de manera resignada al infinito, como si no tuviera otra opción que posar para un verdugo implacable e invisible.
En ese momento mi abuelo no sabe que morirá dentro de sesenta y un años: Alcanzará a conocer el siglo veintiuno aunque no será plenamente consciente de ello y fallecerá a tan solo dos meses exactos del atentado de Osama Bin Laden contra las Torres Gemelas. A la edad de la foto ya está casado con mi abuela, Rosa Elena Bonilla y mi padre Carlos Fernández, Calicho para los amigos,  Bonilla, aún gatea y se chupa el dedo pues tiene tan solo tres años. En la foto tiene un bigote pequeño y delicado que desaparecerá en el futuro y a pesar de no ser muy delgado aún no alcanza la obesidad que tendrá en sus últimos años.
Tulio Fernández García, cuyo segundo nombre es Leopoldo, nombre que he aprendido a apreciar después de leer a Joyce y su grandiosa e incomprensible Ulises, nació en el Ecuador y se vino a este país en busca de fortuna. Conoció a la mujer de sus sueños en estas tierras y vivió con ella y la amó hasta el final de sus días. Alguna vez alguien me contó –podría jurar que mi abuela que en paz descanse- que él  enamoró a su futura esposa a partir de cartas y poemas de amor. No fue una lucha fácil, la hermosa dama se le resistía y a cada declaración de amor, ella le respondía escupiéndole delicadamente…pero al final mi tocayo venció y conquistó al amor de la esquiva doncella.
Eran otros tiempos, desde luego, cuando era pequeño vivía sorprendido al observar que mis abuelos a pesar de vivir en  la misma habitación dormían en camas separadas, mientras mis padres dormían en una misma cama –grande y cómoda donde mi hermana y yo saltábamos como locos cuando nuestros progenitores no estaban- y jamás vi una declaración de amor entre ellos, aunque  miento un poco: Cuando mi abuelo murió en julio del 2001, mientras se realizaba la misa antes de conducir sus restos rumbo al crematorio y en medio de la ceremonia oficiada por el sacerdote Saúl Aramburo, se escuchó una voz  llena de dolor y sufrimiento, un gemido que sólo repetía mi nombre, el de mi bisabuelo, mi abuelo, mi tío, mi primo  pero que esta vez se refería al difunto. Lo que gritó mi pobre abuela –en caso de que alguien no lo haya deducido aún-  fueron sólo dos sílabas, cinco letras llenas de tristeza por la ausencia del amado. T-U-L-I-O.
Debo ahora hacerles una confesión: Debido a mi mala memoria, los únicos recuerdos que conservo de mi abuelo fueron sus últimos años cuando la demencia senil  ya estaba completamente apoderada de él. Mi hermana, que tiene mucha mejor memoria que yo, me cuenta que recuerda quel viejo mientras estaba asomado al balcón de su casa llamaba a lo lejos a los vendedores de paletas y mecato y compraba ricos helados que compartía con nosotros, y yo lo siento muchísimo, porque no lo recuerdo. Tan sólo me acuerdo de su locura y sus últimos lamentables días.
En estos momentos mi abuelo me observa. Tiene veintiocho años, es enero 17 de 1941, faltan siete años para que asesinen a Jorge Eliecer Gaitán y casi un año entero para el bombardeo de los japoneses a Pearl Harbor, Hitler se ha hecho a la mayoría de Europa y en América nadie parece preocuparse por ello. Mi padre llora y estoy seguro mi abuelo lo consuela y está seguro que su primogénito va a brillar, va a ser mucho más brillante, mucho mejor persona que él. No lo sabe pero aún le quedan por nacer otros dos hijos que lo harán orgulloso por sus acciones y por sus valores. Ignora que morirá el mismo día que Elena, su preciosa niña, su consentida, cumple años; no sabe que mi tía ha rezado fervorosamente para que él  pueda morir, descansar, escapar del dolor y el sufrimiento; tampoco puede preveer que fruto de su muerte, de su ausencia, mi dulce abuela podrá resistir poco menos de cuatros años antes de abandonar este valle de lágrimas para reunirse con él sea cual sea el destino que le espera a aquellos seres que han sido creados para morir y seguir vivos en el alma de quienes los amaron.
Tengo veintiocho años pero a diferencia del otro Tulio (Leopoldo) Fernández, no tengo claro mis objetivo, no tengo esposa, no tengo hijos por los cuales responder, tan sólo me queda una ruta  que puede tener un solo camino o mil senderos a recorrer y aunque no sé cómo seguir en medio de la noche que se aproxima, sigo indemne avanzando en medio de las sombras. Me gustaría haber conocido a mi abuelo, quizá en el momento en que se tomó la foto para su cédula, saber qué opinaba, cuáles eran sus pensamientos, su filosofía de vida….sé que fue muy feliz pues tuvo a la mujer con la que soñó siempre, a la que anhelo y amó con toda su alma. Pero aún así me hubiera gustado saber si por tener mi mismo nombre era parecido a mí o quizá todo lo contrario.
De él tan sólo me queda los recuerdos que de él tiene mi padre, mis tíos y primos. Todos me hablan con inmenso amor de él, de su cariño, de sus poemas –que espero no sean tan temiblemente malos como los míos-, de la manera en que sacó adelante a su familia, del ejemplo que dio…de él me queda la foto de su cédula. Mi abuelo me observa a noventa y nueve años de su nacimiento y su mirada es serena, convencido de que logrará todo lo que ha anhelado en su vida.