Como todos los años, mi regalo de Halloween en forma de cuento de terror. Espero les guste.
TuLio
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TuLio
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Sueño con oscuridad y al
despertar me rodea, grito pero mi voz es devorada por la noche que se desliza
por mi garganta, ahogándome. Afuera está ella, puedo escuchar el sonido de sus
manos sin uñas raspando la puerta, gimiendo débilmente con su boca sin lengua,
amenazando con entrar pero sin atreverse, me tapo con la cobija y me pongo a
rezar, sabiendo que al amanecer se habrá ido pero me habrá dejado indicios de
su visita.
Cuando pienso en Lucía lo
primero que se me viene a la mente son esos ojos grandes, almendrados y unos
hoyuelos en sus mejillas a los que ningún adulto podía resistirse. Han pasado
más de cincuenta años desde la última vez que la vi pero me parece como si todo
hubiera pasado ayer. El eco de sus gritos aterrados es el sonido que oigo cuando
estoy en silencio y las pesadillas se tiñen con su rostro goteando pus mientras
maldice mi nombre.
Era lo que los gringos llaman
la chica de al lado, mi pequeña vecina. Vivíamos en un conjunto de casas a las
afueras de la ciudad, al lado de un bosque donde los únicos niños éramos
nosotros y mi pequeño hermano Antonio, que en ese entonces tenía cinco años. Me
gustaba verla, no creo que a mis doce años supiera lo que era estar enamorado,
pero podía pasar horas contemplándola, imaginándome cómo sería darle un beso,
su pelo olía a chicle y a veces, cuando
me visita, puedo sentir del otro lado de la puerta un leve olor a menta
descompuesto.
Solíamos jugar todos los días
en el bosque después de volver del colegio. Lo recorríamos de arriba abajo y
conocíamos cada uno de sus rincones que se abrían como un libro para nosotros. En
ocasiones hacíamos picnics, jugábamos a los exploradores o intentábamos construir una casa en el árbol,
pero a veces sus juegos eran un poco más siniestros.
Una vez me dijo que jugáramos
a los médicos. Había visto en la televisión una operación y quería emularla.
Salimos al bosque, nos seguía Saturno, un gato callejero al que alimentábamos
de vez en cuando. Llegamos a los pies de un roble, llamó al animal que se acercó
y ella empezó a acariciarle el lomo hasta que lo tomó con fuerza y lo volteó
boca arriba.
-Agarra a Saturno y por nada
del mundo vayas a soltarlo- ordenó.
Cogí al gato de las patas
delanteras, mientras ella apoyaba sus rodillas sobre las traseras. El animal se
debatía como una fiera maullando como endemoniado. Sacó entonces un bisturí.
‘Mira lo que cogí del despacho del abuelo’ dijo, lo acercó al animal que empezó a bufar con
mayor fuerza. En un instante comprendí lo que iba a hacer, no fui capaz de
detenerla ni gritarle, solo me quedé observándola: Estaba más radiante que
nunca, con el tiempo aprendería que la locura de la muerte incrementaba su
belleza, vi el bisturí frío rajar el estómago del gato quien lanzó un maullido
sobrecogedor y luego solo hubo silencio.
Empezó a sacar cada uno de los
órganos del felino con la destreza de un carnicero. Depositándolos en el suelo
y observándolos como si fueran trofeos. Se ufanaba conmigo de lo hermoso que era
lo que habíamos hecho; le gustaba ver la sangre correr, manchar la hierba y sus
manos. Yo tenía ganas de vomitar pero aun así fui quien hizo el agujero para
enterrar los restos desperdigados de Saturno.
¿Qué pasa por la mente de un
asesino? ¿Qué siente? En el caso de Lucía fue como si se hubiera despertada un
hambre, inusitada, feroz, insaciable, cada vez que mataba un nuevo animal
fueran patos, ranas, iguanas o golondrinas, ya pensaba en el siguiente. Le
gustaba jugar con sus restos calientes, ordenaba las vísceras como si fueran
muñecas, lo hacía de mayor a menor y por colores, a veces las estripaba con el
pie mientras reía a carcajadas como si fuera un chiste. Me decía que no
hacíamos nada malo, que los animales eran sólo práctica para su carrera de
cirujana y que cuando fuera famosa nos iríamos a vivir juntos.
Un día estábamos en el bosque cuando me
preguntó si creía que las personas serían muy diferentes a los animales que
habíamos ‘operado’. En ese momento pude verla como era realmente y sentí una
oleada de asco, le dije que ni se le ocurriera hacerlo, se acercó a mí con su
aroma de chicle y me besó, fue un beso prolongado, con una pasión que nunca he
sentido de adulto, hasta que me mordió el labio haciéndome sangrar, ‘eres un cobarde,
no quiero verte nunca más’ dijo mientras relamía mi sangre, luego de lo cual
salió corriendo.
No volvimos a hablar pero la
veía a lo lejos. Cada vez más ensimismada, consumida en su obsesión; mis papás
atribuían su parquedad a una pelea amorosa que habíamos tenido y no me molesté
en contradecirlos. Pronto se cansó de los animales pequeños y empezaron a
desaparecer las mascotas del conjunto: perros salchichas, chihuahuas, gatos, lo
peor fue cuando desapareció Sultán, el labrador de la misma Lucía. Conocía a
ese perro desde cachorrito, y las semanas siguientes tuve pesadillas
imaginándolo siguiendo a su ama por el bosque mientras movía su cola de aquí
para allá, acostándose a su lado mientras ella le acariciaba la cabeza, hasta
que hubiera sentido el bisturí entrando por su lomo o su panza, lo pude ver
desangrándose sin poder explicarse porque lo atacaba una y otra vez mientras él
le lamía sus manos con la lengua seca y moría.
Pensé varias veces en contarle a mis padres o
a los suyos pero era una batalla perdida. Nadie me iba a creer, no si era mi
palabra contra la de ella, la hermosa niña de los hoyuelos en las mejillas, la
mejor estudiante de la clase, la perfecta Lucía Maldonado. La idea murió antes
de concretarse pero el remordimiento quedaba. Empecé a alucinar, tenía visiones
de animales sangrantes, sin piel que gemían y gritaban pidiéndome que les
devolviera sus entrañas. Soñaba todas las noches con Sultán y me despertaba la
sensación de su lametazo en mis pies.
Una tarde llegué del colegio y
no encontré a mi hermano. Un oscuro presentimiento se apoderó de mí. Le
pregunté a mi mamá si sabía dónde estaba y me dijo que no lo veía desde hace
rato, seguramente estaría por ahí paseando o habría ido a jugar con Lucía. Tuve
que morderme la lengua para evitar lanzar un grito de terror, salí de la casa y
empecé a correr, me perseguían las imágenes de ella con el bisturí, abriendo al
gato, retorciendo sus asquerosas manos arrancado los ojos de un gorrión que aún
estaba con vida, y en mi cerebro sonaba como un taladro su voz preguntándome si
sería muy diferente un humano a sus animales.
Me interné en el bosque y lo
vi teñido de sangre y las ramas de los árboles se convirtieron en patas de perro,
alas de aves y tripas de rana, el viento susurraba mi nombre mientras yo gritaba
el de Lucía. Lo que siempre fue un mapa abierto se había convertido en un
laberinto de pesadilla, hasta que finalmente la vi y mi corazón se detuvo.
Lucía me vio llegar y me
observó en silencio. A sus pies estaba mi hermano con la garganta rajada y la
mirada fija en mí. Me arrodillé y grité el sonido de los condenados. Agarré una
piedra del piso y corrí hacía donde estaba, intentó defenderse pero me poseía una
fuerza sobrehumana, me hice encima de ella y la golpeé con la roca en la cabeza
mientras pataleaba como tantas veces lo vimos hacer con los animales que había
sacrificado, la volví a golpear una y otra vez hasta mucho después que sus
gritos cesaron y su vida se extinguió. Rodé a su lado, me dirigí hacía donde mi
pobre hermano y empecé a reír porque finalmente comprendí la verdad.
Lo que había visto como mi
hermano era sólo un cervatillo degollado que me miraba estúpidamente con la
lengua afuera. No sé cómo pude confundirlos y ya no importaba. Empecé a reír y
a llorar al mismo tiempo y me pareció que el ciervo cerraba la boca y me daba
las gracias. No podía dejarla allí porque sabía que la encontrarían y tarde o
temprano descubrirían la verdad. Fue entonces cuando tuve la idea.
Volví a mi casa (antes de
llegar pude ver a mi hermano montando en su flamante bicicleta) sin que nadie
me viera fui por un galón de gasolina y un encendedor. Volví adonde ella, la
rocié y le prendí fuego. Me quedé observando como las llamas consumían su piel,
llenándola de pústulas, consumiendo su cabello, sus uñas, matándola por segunda
vez. Luego de eso regué gasolina por los alrededores. El fuego se extendió con
rapidez purificadora de ese bosque que tantas veces fue testigo de nuestros
actos.
Nadie me descubrió. Con el
caos que se formó, mientras llegaban los bomberos pude guardar la gasolina en
su lugar. Y cuando descubrieron su ausencia y encontraron sus huesos fui el que
más lloró y aunque nadie lo supiera lo hacía por ella, por mí, por Sultán,
Saturno y por tantos seres vivos anónimos.
A pesar de estar muerta, mi
vida se tiñó con su nombre, Lucía. Nunca pude casarme por miedo a tener una
esposa o una hija como ella y no podía estar cerca de ningún animal sin
indisponerme, tenía pavor de sentir que alguno de ellos dijera la verdad, me
reclamara por mis crímenes, hasta terminé por volverme vegetariano porque el
olor de la carne quemada me recordaba el de su piel siendo presa de las llamas.
Pero ahora cuando ha
llegado la vejez y estoy solo, ella me acecha. Puedo sentirla aruñando las
puertas de mi habitación todas las noches, disfrutando mi cobardía de viejo.
Ayer al salir pude ver a una rata muerta frente a mi puerta. Sé que muy pronto
llegará el día en que Lucía tenga la fuerza para abrir la puerta de mi cuarto y
avancé dejando una estela de ceniza y sangre y se acerqué a mí para saber lo
que se siente ‘practicar’ con un humano. Que el Señor me proteja y me perdone.