martes, 24 de abril de 2018

Bogotá, 10 años.

Miro por la ventana de mi apartamento y recuerdo que fue en un abril del 2008 cuando me vine a vivir a esta ciudad grande, desordenada y gris que hipnotiza a sus visitantes de manera similar a la de los faquires con las serpientes y que en un abrir y cerrar de ojos ha pasado una década desde el momento en que llegué a la capital.

Bueno, no, miento con lo del abrir y cerrar de ojos, es más un recurso literario que otra cosa. La verdad ha sido mucho tiempo, más del que creería, pero pareciera que fue ayer cuando el aeropuerto me dejó con una maleta grande y la ansiedad de un trabajo que en Cali no había. Me recogieron un tío lejano con sus hijos y no podía dejar de contemplar la ciudad lejana y lluviosa que me recibía y que pronto se convertiría en parte de mí para luego dejarme en casa de mi gran amigo Nicolás Abrew de quien siempre recordaré con gratitud infinita que me dio la mano cuando nadie más lo hizo aún a costa de su comodidad.

En ese tiempo y tal como lo dice García Márquez, el mundo parecía joven, todo era algo nuevo por descubrir, por conocer, y vaya que Bogotá fue una ciudad de primeras veces, fue acá donde me enamoré por primera vez (y como consecuencia de ello donde también me han roto el corazón un par de veces), donde aprendí a fumar (tuve unos pequeño escarceos en Cali con el recordado y llorado Camilo pero nunca fue nada serio) para llegar a ciclos eternos de dejar y retomar el cigarrillo una y otra vez, donde he tomado océanos de alcohol a la salud de quienes se han ido para no volver y donde he recorrido calles solitarias por las noches casi madrugadas donde pareciera que todo puede ocurrir.

Fue viviendo en Bogotá donde he sufrido las pérdidas más grandes. Murió mi gran amigo, hermano del alma, Camilo Reyes, mis papás y hasta  mi perro Gruñón; afortunada –o desafortunadamente- puede estar presente para la partida de mis papás (coincidencialmente - sí es que existen las coincidencias- estuve a su lado en cada una de ellas que ocurrieron en diferentes lugares y años) pero siempre queda el demonio de la duda de si debí partir a tierras lejanas, si pude haber hecho algo más por ellos, mi papá estaba viejo, mi mamá luchó con una enfermedad y yo, yo quizá pude haberme quedado y darles fuerza estando a su lado más allá de las visitas efímeras que les daba y a pesar de la distancia intentando ser siempre ser buen hijo., pero al final eso ya no importa, tenemos que aprender a vivir con nuestras decisiones sean cuales sean

Todos quienes hemos sido extranjeros (incluso dentro de su propio país) sabemos que al final no tenemos un lugar al que podamos llamar del todo hogar. Cali ya no lo es, el olor del manjar blanco y el mango maduro vive principalmente en mis recuerdos, es la niñez, la adolescencia, los amigos que conocí en esas épocas y que estarán hasta el final, la familia que aún queda y que me recibe cuando vuelvo de visita, pero cuando voy a ella, es una ciudad extraña que me recibe pero que sabe que ya no le pertenezco, pero Bogotá tampoco lo es, me acoge, me adopta, pero con ese cariño cordialmente frío de saber que soy un extraño,  esta es la vida del caminante cuyo camino será vagar hasta encontrar su lugar en el mundo.

Me ha pasado de todo en Bogotá. He vivido en un cuarto inmundo de pensión no más grande que un baño cuando las deudas me agobiaban y no tenía casi ni donde caerme muerto, he conocido Premios Nobel de literatura, viajado con un político importante que puede ser presidente  (aunque no sé si esto entre de lo malo o lo bueno) en una pequeña avioneta bimotor de la policía mientras fumaba sin parar, he visto mil estrellas y el amanecer en las montañas tomado de la mano de la mujer que amaba, viví con una actriz porno (entre los dos no pasó más que una complicidad fugaz), me he enfermado sin tener quien me alcancé un vaso de agua, me pagan por trabajar en un lugar donde estoy rodeado de libros y escritores,  un ladrón se metió en mi apartamento mientras yo dormía en mi cuarto, escribí mi primera (e impublicable) novela,  he hecho nuevos amigos sin olvidarme de los viejos que aún mantengo en Cali, conocí a mi adorada mejor amiga, Andrea Beaudoin quien me hace afortunado con su maravillosa amistad, he amado y he dejado y de igual manera lo han hecho conmigo,  en fin son tantas experiencias vividas tanto buenas como malas o felices y tristes, que las palabras se quedan a veces cortas ante la intensidad de los sentimientos y lo vivido.

Sigo observando por la ventana con ganas de fumar pero sin hacerlo. Es uno de mis lugares favoritos del mundo, a través de ella y aunque parezca increíble en muchas ocasiones se ven las estrellas, muchas veces apago las luces y prendo un cigarrillo en silencio, observando el cielo, la luna que me contempla, en este momento pienso en Bogotá y en Cali, los lugares recorridos, las personas que han estado presentes y los que se han ido, y siento que somos peregrinos de donde nos lleva la vida pero pertenecemos a las personas que amamos sin importar donde estén y a quienes llevamos siempre en nuestro corazón.

Gracias por estos diez años Bogotá, gracias por recibirme en medio de tu caos de gran metropoli, quererte es un gusto adquirido pero una vez lo haces es un gran placer. Ya veremos dentro de diez años donde nos sorprende el camino pero sin duda tú al igual que Cali, u Orlando, Rio de Janeiro, Buenos Aires y Lima son lugares donde he sido feliz  y que ya  forman parte imborrable de mi ser.