Como todos los años, les comparto este cuento de terror por Halloween.
Espero lo disfruten.
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Si
te acercas lo suficiente a sus terrenos podrás oír los pasos invisibles sobre
los pisos de madera de La mansión olvidada. Sus tablas chamuscadas danzan al
compás del viento que las levanta, creando un sonido siniestro y macabro que
llama a la ruina, la muerte y desesperación.
La
mansión alguna vez se consideró la joya más brillante de la ciudad. Fue
instituto, jardín, templo y orfanato, donde lamentos de diferentes procederes
originados por la Hermandad convergieron en el Gran Dolor que se vertía en
ofrendas a dioses mudos y crueles que se solazaban con los sacrificios, que
observaban a través de estatuas de pétreos ojos y gestos inexpresivos la sangre
derramada, y escuchaban en sus oídos de mármol crueles ritos exigiendo su
llegada.
Si
te acercas lo suficiente podrás sentir a los inquilinos de La mansión olvidada.
Sentirás sus rostros derretidos y putrefactos, sus lenguas bífidas y su
respiración lenta y pesada siempre tras de ti. No importa que tan rápido te
voltees, siempre sentirás su vaho pestilente, ese murmullo de palabras sueltas en
idioma desconocido que retumbarán durante tus pesadillas más execrables y tus
más plácidos sueños, y al despertar desearás que no exista un dios o un más
allá donde sonidos tan blasfemos puedan tener eco.
Una
noche, después de bendecirla, repartieron la carne y el vino. La carne era blanca,
diáfana y su sabor gelatinoso. Cuando le tocó su turno, la niña le dio un
tímido bocado que fue observado por Los Hermanos Mayores con decepción, mas no
la reprendieron pues la comunión debe ser deseada. Tuvo ganas de vomitar, pero
tomó un trago del vino rojo que la reconfortó limitándose a pasar la carne casi
cruda al huérfano que tenía a su lado.
Nadie
habló de esa noche como no lo hacían de las pasadas. Los llantos que escuchaban
y los pisos que se manchaban con huellas de sangre solo podían ser evocados en pesadillas.
La rutina de La mansión olvidada retomó lentamente, aunque nunca hubo una risa
que rompiera su aire lúgubre y melancólico, pero los cuchicheos y murmullos le
daban vida gris.
Fue
a las pocas semanas que la niña vio cómo uno de sus compañeros empezó a rascarse.
En un primer momento no le llamó la atención, pero de un momento a otro se
arrancó la camisa de la pijama, empezó a frotarse con saña y se enterró las
uñas como dagas en el pecho dejando surcos de carne viva sobre su piel, luego
de lo cual fue a acostarse sobre la cama que teñía con su sangre.
Los
sucesos se fueron repitiendo con mayor frecuencia y celeridad. Los Hermanos
Mayores dejaron de frecuentar La mansión olvidada mientras niños y niñas, desde
los más pequeños hasta los mayores, empezaron a rasgarse la piel como si les
estorbara y se la quisieran arrancar. Había tanta sangre que ya no se
distinguía el color del piso más allá de una gran alfombra roja que lo hacía
ver como un vasto océano escarlata.
Lo
que aterraba a la niña es que a nadie parecía importarle. Se acostumbró a ver
personas con el agujero del ojo vacío, sin nariz ni labios pues se los habían
arrancado. Ya en la mansión olvidada nadie dormía ni comía pues tales
necesidades tan vulgares, tan mortales, no parecían ya ser bienvenidas y sus
moradores solo trasegaban de un lado para el otro en procesiones individuales
sin principio ni final.
Después
de ver como una niña de no más de cuatro años degolló a un compañero cuyo único
pecado fue tropezarse con ella, decidió huir. Ese hecho pareció despertar lo
que había reemplazado a sus inquilinos pues a partir de ese
momento los enfrentamientos a muerte se volvieron rutinarios y los cadáveres
empezaron a amontonarse en los cuartos comunales, las capillas, patios y cocinas
de la mansión olvidada.
La
niña no quería morir y sabía que en el cuarto piso había un altillo con una
cama donde a veces se quedaba algún Hermano Mayor. Atravesó cada uno de los
rincones viendo cadáveres a los cuales les empezaba a salir moho como si fueran
hongos y que le dio la impresión de que se movían muy lentamente a pesar de
estar sin vida. Finalmente llegó al cuarto, aliviada de que no tuviera llave,
se encerró en él y se solazó con la vista pues tenía una pequeña ventana desde
donde se veían a lo lejos como perlas roja y nacarada el sol y la luna.
Logró
arrastrarse hasta la cama y se acostó sobre ella viendo pasar a través de la
pequeña ventana los días y noches. En el exterior solo se escuchaban gritos y
sonidos inteligibles, en ocasiones golpes a su puerta que al momento se
silenciaban. Lo peor eran las noches sin luna cuando sentía que seres sin forma
ni piel, pálidas sombras de las personas a las que alguna vez amó, se arrastraban
a través de La mansión olvidada.
Se
fue marchitando lentamente. Sus uñas se fueron volviendo negras y se las fue
arrancando como los pétalos de una Margarita, su cabello se empezó a caer por
manotadas y su piel se volvió traslucida, empezó a tener pesadillas donde su
cuerpo se convertía en algo aterrador y hermoso.
Empezó
a sentir una punzada en la boca del estómago que ni el constante vómito con sangre
lograba aliviar. Desesperada, metió la mano por su garganta aguantó las arcadas
y empujó, sintiendo un dolor agónico hasta que atrapó la criatura inmunda que
estaba asentada en su cuerpo. Pudo sentir como se despegaban los hilillos de su
garganta, sus pulmones y estómago y la arrastró por su esófago sintiéndolo
desagarrarla. Al sacarla pudo ver en su esplendor una especie de sanguijuela,
una ameba negra asquerosa.
Si
hubieras podido acercarte durante esos años a La mansión olvidada querido
lector, habrías podido ver a la niña acunando a la sanguijuela contra su pecho
impidiendo que escapara. A veces la dejaba sobre la cama y la acariciaba como
si fuera una mascota, al tocarla sentía lágrimas caer sobre su rostro mientras una
voz le prometía vida eterna y la transformación en algo más que la prisión de
sangre, piel y vísceras que era su cuerpo. La niña cerraba los ojos y le
parecía ver las montañas de cadáveres que se amontonaban en los pisos
inferiores, sintiendo su agonía acercaba de nuevo a la sanguijuela contra sí.
Sintiéndose
cerca del fin, la niña rezó con devoción para detener la locura que se extendía
por la tierra. El día de su muerte sintió que sus plegarias habían sido
escuchadas, esa mañana, dejó a la criatura encima de la cama, se despojó de la
ropa y caminó hasta la ventana y la abrió por primera vez en años. Con tan solo
el contacto de la piel con la luz solar su cuerpo empezó a incendiarse. La niña
se entregó a su destino con una sonrisa sabiendo que la casa finalmente caería
presa de las llamas.
Si te
acercas lo suficiente a La mansión olvidada, haz caso omiso a los susurros y
las miradas invisibles que te observan. Franquea las puertas en ruinas y sigue
de largo a través de los cuerpos chamuscados de quienes alguna vez fueron sus
huéspedes. Ignora las flores pálidas que brotan de sus espaldas y no las toques.
Pasa los salones e ignora las risas mezcladas con llanto que escuches
proveniente de sus sótanos. Sube los pisos teniendo cuidado de caer por los
escalones quemados y los restos de madera podrida. En el último piso verás una
puerta, si la franqueas una visión te sobrecogerá el alma: Un hermoso jardín
con flores de todos los colores que no se marchitan y en el centro la figura de
una niña chamuscada que parece arrullar a una extraña criatura con la dulzura
de una madre. Si tienes la fortuna de ver esta imagen te pido que no des un
paso más y con respeto te retires pues quizá ambas, madre e hija, criatura y
niña quizá solo duermen soñando con volver, porque nada muere realmente dentro
de las paredes de La mansión olvidada.