Acá mi colaboración con la genial idea de mi amigo Adrián Granatto y los misterios del señor Burdick. Si disfrutan tanto la lectura como yo lo hice escribiéndola, me doy por bien servido.
HISTORIAS EN
EL PISO TRECE
Presenta
LOS
MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van
Allsburg
UN EXTRAÑO
DÍA EN JULIO
Por: Tulio
Fernández
Han pasado más de ochenta años y
recuerdo esa mañana de julio como si
hubiera ocurrido ayer. Cierro los ojos y
siento el sol cayendo sobre mis párpados, el olor del prado fresco y húmedo en mis pulmones y el sonido del rio
chocando contra las piedras.
En esa época no era la Condesa de Les Fleurs, ni
la dueña y señora del Château des roses sino simplemente madeimoselle Antoinette,
o ‘la pequeña dama’, como me decía Patrick. Es precisamente de él de quien
quisiera hablar, de él y de esa época en que lo conocí.
Trato y no recuerdo exactamente cuándo
llegó al castillo. Sé que era hijo de la cocinera, de la obesa y gigantesca
Frannie, pero a día de hoy ignoro si nació en Francia o si ellos llegaron al país a los pocos meses de haber nacido
Pat.
Tanto ella como Mark, su esposo,
venían de Norteamérica. Cómo nos reíamos de su acento. Dominaban el francés,
sin duda, pero siempre con ese dejo gracioso de ese inglés desenfadado y
malhablado que hablan en esa tierra de vaqueros.
Fueron muchos los rumores que suscitó
la llegada de la familia Smith. Algunos decían que el padre había matado a un
indio, otros que era un famoso asaltante de bancos. Todos los cuchicheos, hasta
los más alocados, tenían sólo un punto de convergencia: Ellos habían huido de
su tierra porque habían cometido un crimen terrible e innombrable.
La mayoría de las habladurías eran
invenciones del mayordomo Luís y su hijo, el antipático Napoleón, pues nunca
soportaron la llegada de los norteamericanos a quienes veían como una amenaza
al poder que ejercían sobre el lugar. Temor completamente falso, porque los
Smith nunca tuvieron la intención de quitarle el trabajo a ese par de bellacos
que nunca hacían nada útil aparte de beberse las reservas de vino y molestar a
las doncellas de la mansión.
Lo que he podido conocer través de
los años es que un día la familia se apareció en el Chateau. Mark Smith pidió
hablar con mi padre, se encerraron en su viejo despacho y hablaron por varios
minutos, luego de lo cual su familia entró a formar parte de la servidumbre.
Nunca podré saber de qué hablaron pues todas aquellas personas que podrían
decírmelo están muertas o ya se han ido de mi lado.
Rápidamente y sin ningún contratiempo
se integraron en las labores diarias de la mansión. No soy poco modesta al
decir que a pesar de nuestro linaje y nobleza éramos queridos por los
sirvientes, quienes nos apreciaban realmente y no nos temían u odiaban en
secreto como tantas veces vi en otras familias.
Durante mucho tiempo no supe nada de
los norteamericanos. Es cierto que sabía de su existencia y una que otra vez
hablaba con Fran, quien me hacía deliciosos platillos; pero aparte de burlarme
de su gracioso acento me mantenía completamente alejada de ellos. No se podría decir que la culpa fuera falta
de interés o antipatía de mi parte, pero en ese tiempo los primeros síntomas de
mi enfermedad empezaron a manifestarse y prácticamente el mundo perdió todos
los colores para mí.
La enfermedad no apareció de un día
para otro como en un cuento de hadas en el que bastaría el beso de un príncipe
azul para sanarla. Fue un proceso largo, de muchos años en el que el mal fue
ganándome la batalla; los médicos me revisaron una y otra vez y nunca pudieron
descifrar exactamente cuál era la raíz de mi enfermedad o por lo menos decir
qué me pasaba. El único consejo que atinaron darle a mis padres era que debían
recluirme en el Castillo porque mi estado era tan delicado que incluso una
simple brisa podría precipitarme a una muerte segura.
Fue de esta manera como la llama de
mi vida se fue apagando. Me convertí en una niña retraída, huraña, que contemplaba
la vida a través de una gran ventana. Ese era mi gran placer: A través de ella
observaba el paso del tiempo por medio de las estaciones. Veía los árboles
nacer en primavera, embellecerse durante el verano y después llegar el otoño
con sus colores magníficos: rojo y naranja por el cielo, por los suelos, en
forma de hojas que se extendían como si fueran miles de monedas que nadie podía
abarcar. Finalmente, estaba el invierno que me ponía triste. No podía soportar
esa capa blanca que devoraba todo el paisaje, me recordaba la enfermedad que
parecía apoderarse de mí. Durante esos meses me refugiaba en mis lecturas -era,
desde esa época, una gran lectora-, y en ver el fuego de la chimenea durante
horas.
Mi contacto con la gente se vio mermado. Con
las únicas personas con las que me relacionaba era con mis padres que, a pesar
de amarme con toda su alma, se mostraban fríos en el trato, supongo que no se
querían encariñar demasiado conmigo en caso de que muriera. Otras personas que
venían a visitarme eran los profesores –a pesar que durante mi infancia lo
normal era que una mujer no recibiera
educación, mis padres no quisieron eso para mí- a los que yo me limitaba a
escuchar sus largos parloteos mientras miraba por la ventana. Huelga decir que
la única clase que en verdad disfrutaba era la de música: A pesar de no tocar
el piano, desde mi cama escuchaba con verdadero deleite a Monsieur Flaubert
tocar ese instrumento.
Con los criados el trato era
diferente. Mucho más distante. A duras penas se acercaban aquellos que por una
u otra razón debían ingresar en mi habitación: Adrianne, que me bañaba y se
ocupaba de vestirme; Gabrielle que arreglaba mi cuarto cambiando los edredones
y sacando el polvo normal del día a día; Frannie Smith quien no solamente se
encargaba de prepararme la comida sino
que ella misma la llevaba hasta mi cuarto y se quedaba en un rincón esperando a
que acabara el plato, a lo que siempre me decía “Enfermo que come no se muere”.
Mucho tiempo después, me enteré que había sido la misma cocinera quien había
solicitado llevarme la comida personalmente pues quería ver que la “pequeña
dama” no dejara ni una migaja del alimento; también estaba Nathalie que me
atendía por las tardes, y Napoleón quien se encargaba de velar por mí en las
noches.
Todo eso habría de cambiar una mañana
de marzo. Estaba yo durmiendo
plácidamente en mi cama cuando sentí que alguien corría las cortinas. El rayo
de luz golpeó mi rostro amodorrado.
— ¿Quién eres? ¿Qué haces en mi
cuarto? –pregunté enojada.
—Es hora de levantarse, pequeña dama
–me respondió una voz jovial
—Yo te conozco –dije feliz de haberlo
ubicado entre los rostros conocidos — ¡Eres el hijo de la cocinera! ¡Patrick
Smith!
— ¿Patrick? –el niño hizo la mímica
de ofenderse—. Nadie a excepción de mi mamá me llama así y eso sólo si está
enojada. Mis amigos me llaman Pat….
—Patrick….
— ¡Pat!
—Bueno, Pat…. ¿Qué se supone qué
estás haciendo acá?
—Ah eso…pequeña dama….
— ¡No me llames así! –exclamé
indignada.
—Pues detenme….
—No puedo, estoy enferma y no puedo
levantarme de la cama
—Entonces te aguantas, pequeña dama
–después de una pausa donde parecía disfrutar de mi furia prosiguió
— Mi mamá
no pudo venir a traerte el desayuno así que me encargaron esa tarea. Mira, acá
está tu plato.
Me acercó la bandeja de plata pero yo
me crucé de brazos.
— ¡No voy a comer!
—Pues no me pienso mover hasta que
termines la comida –y diciendo esto tomó una manzana de la bandeja.
— ¡Devuélvemelo! ¡Eso es mío! –grité.
—Detenme… —contestó mientras le daba
un mordisco a la fruta.
—Si tengo que comer para que te
vayas, lo haré –dije mientras me atragantaba con la comida.
—Así está mejor pequeña dama
–contestó el impertinente mientras terminaba de devorar la manzana.
Una vez hube acabado me quedé
esperando a que el intruso se fuera pero seguía quieto, contemplándome como
quien ve un bicho raro. De repente, cambió el punto de atención.
—Oye…. ¿y este piano si es de verdad?
Alguna vez mis papás me llevaron a un concierto, el tipo era buenísimo parecía
que tuviera diez dedos por mano. Tocaba más o menos así….
— ¡NO TE ACERQUES AL PIANO!
—Detenme… —y empezó a tocar, causando
un ruido molesto y perturbador que se detuvo cuando mi mano se posó sobre la
suya y le dije “basta”.
—Muy bien pequeña dama...pero está
dañado, ¿verdad? No suena bien.
—Eres un idiota. No sabes usarlo.
— ¿Y tú sí?
—Eh…yo he visto como lo hace el
profesor –le dije nerviosa mientras corría a Patrick del asiento y ponía mis
manos sobre las teclas del instrumento.
A veces la racionalidad no puede explicar
muchas cosas. Los animales nacen sabiendo muchas de ellas, algunos vuelan por
los aires y otros hacen del océano su firmamento infinito; algunas personas
tienen la facilidad para escribir y crear miles de mundos que no existen; otros
son capaces de ver que lo esencial es invisible para los ojos. Tan pronto mis
manos se posaron por primera vez sobre las teclas del piano y los dedos
sintieron el frio roce, algo despertó en mí: Un reconocimiento, una segunda
vida sin tener que morir la primera, un paraíso que me recibía con los brazos
abiertos.
Mis manos empezaron a moverse en
desorden, pero por alguna extraña razón parecían saber a dónde dirigirse ¿cómo
no hacerlo? el piano era una extensión de mi cuerpo. Un sonido maravilloso
inundó primero mi corazón y luego el cuarto, salió por las rendijas de la
puerta y se deslizó por las escalinatas del gran corredor, por la cocina, por
el patio de juegos para estallar en miles de partículas armoniosas por todo el
castillo.
Cuando mi mamá abrió la puerta
dispuesta a encontrarse con el intruso que tocaba el piano familiar y me vio
por primera vez, en muchos años, riendo no pudo reprimir el llanto.
Patrick y yo nos hicimos
inseparables. A partir de ese día era él quien se encargaba de traerme la
comida a la cama, pero no sólo eso. Nos quedábamos hablando por horas. En
ocasiones el traía unos lápices y empezaba a dibujar. Yo le pedía que me
mostrara el mundo exterior, él me complacía pintando lagos, montañas, bosques y
animales de todos los tipos y colores; en otras ocasiones era él quien me pedía
que tocara el piano. Yo me sentaba y empezaba a mover los dedos como si
estuviera poseída, eran ellos quienes encontraban la melodía y siempre las
tonadas eran diferentes. Pat se reía y decía que conmigo nunca podría aburrirse
porque siempre la música iba a ser diferente.
A mis padres no les molestaba esa
amistad; por el contrario, responsabilizaban a Pat de mi mejoría y alentaban
sus visitas. Esto aumentó el odio de los Dupont –Luís y Napoleón— quienes se
referían despectivamente a los Smith como los ‘vaqueros’ y les hacían la vida
imposible cada vez que podían.
Una mañana de julio hablamos del
mundo exterior. Yo le comentaba que a veces me sentía como un pajarillo en una
jaula de oro, que me gustaría dejarlo todo tirado y experimentar el mundo por
mi misma y no simplemente contemplarlo a través de un vidrio.
Patrick dejó de jugar con una pequeña
pelota y me miró con seriedad.
— ¿Y por qué no lo hacemos pequeña
dama?
— ¿Hacer qué?
—Escaparnos, conocer el mundo real.
— ¿Que Qué?
—Eso…fuguémonos –y en sus ojos estaba
presente el brillo de quien está a punto de romper las normas.
—Estás loco, Pat –repliqué asustada—
¿No sabes que si salgo puedo morir?
—Pamplinas –dijo mientras se encogía
de hombros— ¿No son esos los matasanos que decían que debías quedarte en cama
todo el tiempo?
—Sí, pero….
—Pero nada. Si te vas a morir la
muerte te puede encontrar más fácil acá, además en esta época el paisaje está
precioso, los árboles guardan mil secretos y el aire te puede elevar hasta el
País del Nunca Jamás ¿No vale la pena morir por ver algo así?
—No sé, me da miedo –exclamé
titubeante
—Vas conmigo, soy un ‘vaquero’ y no
dejaré que nada malo le pasé a mi pequeña dama –me sonrió.
El plan era sencillo: Acomodábamos
los almohadones en la cama de tal manera que pareciera mi cuerpo y los
tapábamos con las cobijas; mientras tanto Pat iba a la cocina y le decía a su
mamá y al resto de las empleadas que yo había amanecido de mal genio y que por
ese motivo no quería que nadie me molestara. Ese día no tenía clases por lo que
no nos veríamos interrumpidos por ningún profesor.
Patrick cumplió su labor y le pidió
permiso a su madre para ir al pueblo.
Obviamente esa era su coartada para poder pasar el resto del día conmigo. Después
de retirarse de la presencia de su progenitora, el pilluelo no se dirigió a
donde le había dicho sino que se devolvió hasta mi cuarto y con una enorme
sonrisa me dijo:
“Listo el pavo”.
Salimos en el menor silencio, andando
en puntas de pies, yo con la cara cubierta por un velo y un enorme sombrero
para que nadie me reconociera en caso de ser descubiertos. La modalidad de
escape era muy ingenua: Mi amigo corría hasta una esquina vigilando que no
hubiera ningún criado o vigilante al acecho y luego me silbaba para que yo
hiciera lo mismo. Esta es la hora en que aún me pregunto cómo es que nadie nos
vio ni esa ni el resto de las veces que nos escapamos de casa, estoy casi
segura que los extraños dones de Patrick obraron en ese pequeño milagro.
Finalmente nos encontrábamos fuera
del Château des roses. ¡Lo habíamos conseguido! No recordaba cuándo había sido
la última vez que había salido de mi prisión de oro. Sentir el viento puro
estrellarse contra mi rostro hicieron que las lágrimas silenciosas y aprisionadas
empezaran a derramarse como el agua de una fuente. Pat no dijo nada, se acercó,
y con delicadeza secó mis lágrimas, luego de lo cual gritó: “Una carrera hasta
el rio, el último es una gallina mojada”.
No pensé que debido a mi inactividad
permanente podría caerme y romperme una pierna, o que la agitación podría
precipitarme a la muerte prevista por los médicos. En ese momento solamente
veía que ese pequeño yanqui me estaba ganando la carrera y que si no me movía
rápido iba a quedar consagrada como, y qué horror para alguien de mi categoría,
una ‘gallina mojada’.
Llegamos al río. Estábamos exhaustos.
Mis piernas no daban más de sí. Respiraba como nunca lo había hecho en mi vida,
mi pecho resonaba como un fuelle. Sentí que si esa noche moría a causa de la enfermedad
no importaba, había valido la pena conocer esa pradera, esa agua cristalina y
brillante que parecía un espejo, el viento que se movía de manera juguetona
¿Qué era la vida sino esto?
— ¿Quieres ver algo especial? –me
interrumpió Patrick.
No le respondí pero asentí con la
cabeza. Agarró una pequeña piedra del suelo, jugueteó con ella y luego me miró.
Nuestros ojos se encontraron un par de segundos, por primera vez sentí miedo en
él, el temor de quien sabe algo y no se atreve a revelarlo. Lo miré con toda la
dulzura que pude y vi que como por arte de magia, recuperaba el brillo de sus
ojos.
—Voy a hacer que este guijarro golpeé
tres piedras luego de lo cual regresará a mi mano.
—Eso es imposible –exclamé sin darle
mucha importancia.
—No hay nada imposible en el mundo de
los hombres –me respondió.
Lanzó con todas sus fuerzas pero la
tercera piedra rebotó de regreso. Quiero decir que la pequeña roca golpeó
primero una piedra, luego la segunda y al golpear la tercera no siguió su
trayectoria, no hizo un pequeño ¡plaf! al chocarse contra el agua y no se
sumergió en el rio, sino que después de impactar con el tercer objeto, la
pequeña roca se detuvo ingrávida en el aire como si estuviera sostenida por un
hilo invisible. La piedra flotaba y empezó a danzar en diferentes direcciones
hasta que volvió a las manos de quien la había lanzado.
—Eres la primera persona a quien le
muestro esto –repuso muy serio Patrick— quiero que tengas esta piedra como
testigo de nuestra amistad, quiero que la guardes y cada vez que la veas
pienses en mí.
Mientras escribo estas letras observo
la pequeña piedra. Está frente a mí, en mi estudio, como el más preciado de los
tesoros. Le he cumplido la promesa a mi amigo: La piedra ha permanecido siempre
conmigo y al igual que yo, contempló dos guerras mundiales, la muerte y los
ríos de sangre que corrieron en Europa cuando la locura pareció apoderarse del
mundo, ha estado en los momentos de hambre, de pesadumbre, de dolor, de
lágrimas y enfermedad.
Pero también ha estado en los
momentos más felices de mi vida. Lo hizo cuando me casé, al momento de nacer
mis hermosas hijas y cuando los hijos de ellas nacieron; incluso ha permitido
que sea testigo del nacimiento de mi hermoso bisnieto, Jean Baptiste, y
contemplar el futuro a través de sus hermosos ojillos negros. La piedra que
Patrick Smith lanzó esa extraña y maravillosa mañana de julio, que rebotó y
regresó a sus manos ha estado a mi lado siempre y cada vez que la miro puedo
observar el hermoso rostro de mi amigo que me da fuerzas en los momentos más
oscuros de mi vida y que me recuerda que cosas como la amistad y el amor
perduran más allá de cosas tan fatuas como la muerte.
Miro el pedrusco y me transporto de
manera mágica a esa calurosa mañana en que escapé de casa.
— ¿Cómo lo hiciste Patrick? –le
pregunté mientras lo miraba anonada.
—No lo sé, pequeña dama. Desde que
recuerdo he hecho cosas parecidas sino más extrañas.
— ¿Cómo qué? –pregunté admirada.
—Como esto –dijo y a un movimiento de
sus manos las hojas caídas se levantaron del suelo y empezaron a flotar a su
alrededor mientras que él mismo se elevaba unos cuantos centímetros del suelo.
—Wow… —atiné a decir—. ¿Tus padres lo
saben?
—No….tú eres la única que lo sabe.
— ¿Por qué yo?
Enrojeció y no me sostuvo la mirada.
Se sentó y contempló el agua en silencio por varios minutos.
— ¿Sabes que Napoleón me contó un día
que un muchacho de su pueblo movía las cosas sin tocarlas y la gente lo mató
por qué creían que estaba poseído por el diablo? El mismo Napoleón me contó que
si él pudiera hacer lo mismo, se dedicaría a robarle a la gente ya que nadie lo
descubriría.
Yo lo miraba atónita.
—No quiero que me maten o tener que
robar, tampoco quiero ser herramienta de nadie. Sólo quiero ser feliz, conocer
el mundo, viajar, vivir….si nadie se entera de lo que soy será mucho mejor para
todos ¿No crees?
—A mi no me importa lo que puedas o
no hacer, eres mi amigo y eso es lo que verdaderamente vale –exclamé y él
sonrió.
El resto del día no la pasamos
explorando el rio y el bosque, buscando ranas de colores, acostados en el prado
viendo las nubes y observando cambiar los colores del cielo. Volvimos por la
tarde al comienzo del crepúsculo y tuvimos suerte, nadie nos vio.
Por cuatro meses nos escapamos de
manera esporádica, aunque cada vez lo hacíamos con mayor frecuencia, tomando
mayores riesgos. Nuestros paseos ahora eran prácticamente el día entero, y
sospecho, aunque nunca lo podré saber, que contaban con la complicidad de
quienes servían en el castillo.
El poder de Patrick parecía aumentar
con el tiempo. En nuestras últimas salidas movía cada vez más objetos llegando
incluso a manipular pequeños animales; en ocasiones movía el prado a su
alrededor haciendo que las pequeñas flores se inclinaran mientras yo pasaba, él
decía en medio de risas que hasta las rosas admiraban mi belleza.
Una tarde de noviembre nos dirigíamos
a casa después de un día agotador cuando observamos un movimiento brusco en un
arbusto cercano, al acercarnos, una silueta salió bruscamente de su escondite y
no era otro que Napoleón quien nos había descubierto.
— ¡De esta no te escapas, maldito
fenómeno! –gritó mientras empezaba a huir.
Patrick me miraba muy serio mientras
yo empezaba a llorar pensando en qué íbamos a hacer.
— ¿Confías en mí? –preguntó mi amigo.
—Siempre –le respondí.
—Vamos a hacer lo siguiente: Quiero
que corras lo más rápido que puedas y sin que nadie te vea entres a tu cuarto,
así si Napoleón sigue con la idea de delatarnos tú podrás desmentirlo; mientras
tanto voy a alcanzarlo y razonar con él, no creo que sea tan cabeza dura.
—Pero….
—Nada de ‘peros’ ¡Corre pequeña dama!
Corrí como nunca antes lo había hecho
en mi vida. Tan rápido como el viento, tan veloz como una gacela. Al llegar a
mi cuarto estaba agotada, débil, nunca en mi vida había estado tan cansada como
en ese momento. Tan pronto me recosté en la cama, una extraña oscuridad se
apoderó de mí y caí en un sueño profundo.
No supe en qué momento me desperté,
pero al abrir los ojos vi que Patrick me contemplaba atentamente; había algo en
él que me asustaba, la sombra de una enorme tristeza y melancolía.
— ¡Pat! ¿Estás bien? ¿Qué pasó con Napoleón? ¿Pudiste convencerlo
de que no hablara?
—Nada de eso importa ahora
Antoniette, mi hermosa dama –y después de una pausa añadió— ¿Has visto alguna
vez lo preciosa que es la noche con la
luna y sus estrellas?
—Sabes muy bien que nunca hemos
podido salir de noche. Es muy arriesgado.
—Es cierto, pero creo que esta es
nuestra oportunidad….quiero que veas el cielo estrellado y la luna de mi mano.
Antes de que pudiera interrumpirlo,
mi amigo se elevó del suelo y empezó a volar hacia mí.
— ¿Quién eres? ¿Peter Pan? –exclamé
asombrada a la vez que maravillada.
—No he perdido mi sombra, pequeña
Wendy, pero he venido por ti ¿Aún confías en mí? –preguntó a la vez que
alargaba su mano hacía mí.
—Siempre –le contesté a la vez que cogía su pequeña mano.
Salimos volando por la gran ventana
que se abrió de par en par para nosotros. Nos elevamos por encima del castillo,
del bosque y del rio. Subíamos y subíamos por el cielo despejado contemplando
una luna gigantesca y las estrellas que asemejaban a cientos de luciérnagas.
— ¡Es hermoso! –exclamé.
—Esta luna habrá de ocultarse y
mañana saldrá de nuevo pero no será la misma; esta luna que contemplas hoy es
única y es mi regalo para ti….en cuanto a las estrellas son como el eco de tus
melodías dispersas por todo el universo.
No sé cuánto tiempo estuvimos
flotando por el firmamento pero siempre llega la hora de regresar y volvimos
lentamente hasta mi habitación. Mi amigo me acomodó en mi cama y antes de irse
me dijo:
—Recuérdame siempre –y acto seguido
acercó sus labios a los míos y me dio mi primer beso de amor, tras lo cual se
fue difuminando hasta que desapareció.
Se oyeron gritos y una gran agitación
por toda la mansión, inquieta me levanté y salí de mi alcoba.
—Madeimoselle –exclamó León, uno de
los sirvientes— no debería salir de su habitación, lo que ha pasado ha sido
horrible… —dijo mientras su voz temblaba e intentaba que yo volviera a mi
cuarto.
Asustada por sus palabras corrí más rápido
siguiendo el rastro de las lágrimas y los gritos de dolor, salí de la casa
principal y crucé los jardines hasta llegar a una pequeña casa que servía de
despensa para los víveres. En ella me encontré con los trabajadores que
lloraban apenados, algunos de ellos me vieron pero no hicieron nada para
impedirme el paso, quizá pensaron que
era injusto negarme a las realidades de la vida.
Ingresé y vi a Mark y Fran Smith
llorar desconsolados mientras mis padres miraban apenados la situación. Al
fondo del lugar, se encontraba el cuerpo sin vida de mi amigo Patrick.
Estaba atado a una viga y había sido
brutalmente golpeado hasta morir, pese a ello su rostro lucía sereno, con una
expresión de paz interior suprema.
A su lado, en el suelo, había dos
cuerpos, también difuntos, pero a diferencia de mi amigo sus rostros no tenían
ninguna expresión pues no tenían cabezas. No habían sido degollados o cortadas
de sus cuellos, simplemente habían explotado y dejado lugar a una sangre que
manaba sin detenerse. Los cuerpos de estas personas pertenecían a padre e hijo,
a Luis y Napoleón Dupont quienes no fueron llorados por nadie como le
corresponde a villanos de su calaña.
En este punto sólo puedo hacer
hipótesis de lo que ocurrió: Patrick alcanzó a Napoleón y lo convenció para que
no me delatara, el canalla lo engañó y le pidió que lo acompañara adonde su
padre y entre ambos lo habrán capturado y llevado hasta la despensa. Imagino
que querían obligarlo a usar su don para
robar en beneficio de ellos a cambio de su silencio; conociendo a Pat estoy
segura que se negaría rotundamente lo que habrá enfurecido a los Dupont al
extremo de golpear al pobre niño hasta la muerte. También creo que en un último
intento desesperado por hacer que ellos se detuvieran, Patrick uso su poder dando
como resultado la muerte de los malvados. No creí en ese momento ni lo hago
ahora que mi amigo hubiera querido asesinarlos, estoy seguro que fue un
accidente de sus poderes fuera de control.
A pesar de los ruegos de mis padres,
la familia Smith no quiso que se abriera ninguna investigación pues eso no “iba
a devolverles a su hijo”, tampoco quisieron seguir trabajando para nosotros
pues la casa estaba llena del recuerdo de su muchacho. Antes de irse, madame
Fran se dirigió hacia mí y me dio un fuerte abrazo y beso y me dijo que
recordara a su hijo con una sonrisa que él siempre iba a estar cuidando de mí
donde quiera que estuviera y que ella me bendecía por haberlo hecho tan feliz
en su corta vida. Luego de eso, salió de mi vida para no volver jamás.
Si esto fuera un cuento de hadas
diría que la última visita que hizo Patrick a mi habitación me curó de mi
enfermedad. No fue así y padecí de ella muchos años más hasta que aprendí a
controlarla y vivir con ella. En ocasiones no sé si esa visita fue real o un sueño:
La parte racional que nunca descansa me dice que no es posible que haya salido
por la ventana y observado el cielo en su máximo esplendor; pero hay algo
especial, maravilloso, que me ocurre cuando miro la luna y las estrellas,
cuando toco el piano o miro la piedrecilla y empiezo a sonreír y a darme cuenta
que a pesar de todo la vida es tan hermosa, tan maravillosa, y comprendo que la
magia es real y es tangible en cada uno de los pequeños milagros que ocurren en
nuestra vida cotidiana y que se hacen presentes a través de un beso, una
amistad y un extraño día de julio.
Publicado originalmente en el blog 'Historias en el piso trece': http://historiasenelpiso-trece.blogspot.com/2011/11/un-extrano-dia-en-julio.html#comment-form
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