domingo, 9 de noviembre de 2025

Cucaracha (Cuento de terror)

Como todos los años, les comparto este cuento de terror por Halloween (con algunos días de retraso)

Espero lo disfruten. 

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La primera cucaracha la sintió al estar buscando un tenedor en un cajón de la cocina. Sintió una sensación pegajosa instantes antes de sentir su patas asquerosas sobre su mano. Cerró con rabia el cajón, con tanta fuerza que lo trabó; con asco, hizo fuerza para arreglarlo, momento en que el inmundo animal saltó adelante. Ella esquivó y aplastó sin misericordia al insecto. Escuchó el crujido y la sintió desintegrarse ante su pisada. Sintió ganas de vomitar, pero solo pudo escupir una especie de babaza blanca; cuando se repuso, hizo gárgaras con enjuague bucal y embadurnó sus manos de manera compulsiva con gel antibacterial.

No recordaba el origen de su repulsión por ellas. Las había odiado desde siempre. Su vientre convexo y oscuro, sus antenas larga y en especial esas patas con filamentos le causaban una repugnancia infinita. A sus catorce años le pusieron a leer el relato de un tipo que amanecía convertido en un insecto horrible. El libro no especificaba cuál era, pero ella lo sabía. Una cucaracha gigante. Mientras sus amigas le tenían miedo a zombis, vampiros y exorcistas, ella tuvo semanas enteras donde se despertaba llorando y gritando, agarrándose la cabeza desesperada porque en sus pesadillas la piel se le rasgaba y de su interior surgía una larva gigante. Maldito libro.

Pero ¿no había nada que temer, cierto? Era la primera que veía en años. Esa era la ventaja de vivir en tierra fría. Las cucarachas se multiplicaban como la peste en lugares calientes, allí eran grandes y pesadas con sus patas de cientos de filamentos. En Bogotá eran pequeñas, si no las odiara tanto podría decir que hasta parecían tiernas…pero  la que vio le recordó a las gordas de su niñez, esas que disfrutaban apoderarse de las cocinas, cuartos y camas.

Se acostó, arropó y estaba en ese estado de inconsciencia entre el sueño y la vigilia cuando recordó algo que había leído años atrás: al aplastar a una se corre el riesgo de regar sus huevecillos al quedar pegados al zapato asesino. Se maldijo al no haber desinfectado su zapato, pero ya era tarde, era posible que ya estuvieran diseminados por todo el cuarto. Prendió la luz un par de veces, pero no vio nada sospechoso, era al apagarlas que el temor resurgía arrastrándose. Esa noche no durmió.

Al día siguiente mató tres cucarachas más. Dos en la casa (una en la cocina, otra en la sala) y una más en el trabajo. Esta vez no quiso equivocarse, no solo lavó y restregó con saña su piel hasta lastimarla, sino que desinfectó sus zapatos.

A pesar de ello seguía sin dormir. Cada noche tenía la convicción que si cerraba los ojos, los huevecillos eclosionarían y bichos horribles invadirían su cuarto. En ese momento se sintió tan sola como no lo había hecho en años, pero no se distrajo demasiado en esos pensamiento, sino que su energía la gastó en rociar otra ronda de insecticida en toda la casa. Su olor agrio y empalagoso se había convertido en el perfume que necesitaba para tener su casa a salvo.

La debacle vino el domingo, una semana después de haber visto la primera de ellas. Ese día había declinado reunirse con unas amigas porque sentía que si abandonaba su fortaleza sin necesidad (y cómo odiaba tener que salir a trabajar últimamente), una legión de bichos la esperaría de regreso. Ese día barrió, trapeó y desinfectó hasta el último rincón de la casa, varias veces, hasta sentirse tranquila. Fue al baño y luego de hacer sus necesidades, mientras veía el celular, sintió un roce en una de sus nalgas, fue leve, pero pudo sentir como si algo intentará reptar sobre su cuerpo.

Intentó levantarse, lo hizo tan rápido que enredo sus piernas y cayó. Se sentía tan adolorida que su cuerpo no le respondió. Estaba aterrada y llamó a su hermano que le prometió que llegaría en diez minutos. Durante ese lapso sintió como cientos de paticas pegajosas recorría su cuerpo. Podía sentir como cada centímetro de su piel estaba invadido por una sola mancha café babosa. Quiso gritar pero tuvo miedo de que las cucarachas la atacarán con más sañas y sus lágrimas empaparon el piso hasta que llegaron por ella.

A pesar de que su hermano le jurara que no había ningún insecto, ella estaba convencida que se habían escondido tan pronto oyeron la puerta abrirse. La esperaban agazapadas en las sombras, esperando un momento de descuido para atacarla y devorarla.

¿Y si salía del apartamento? Sería inútil. La perseguirían, sería cuestión de tiempo antes que la alcanzaran, por lo menos ahora estaba en casa. Llamó al trabajo, dio cualquier excusa y pidió un mes de los tantos que le adeudaban. Salió a toda prisa al supermercado donde compró insecticidas, trampas especializadas, desinfectantes, repelentes y comida buscando aprovisionarse por las próximas semanas.

Sintió un zumbido antes de cruzar la puerta. Dudó un segundo, al final la abrió, tres cucarachas se enredaron en su pelo. Se dirigió a la cocina y llorando de rabia tomó las tijeras y se cortó el pelo. Vio caer sus rizos y en ellas enredadas decenas de cucarachas las cuales pisaba con rabia disfrutando ver como su viscoso interior salía de su cuerpo.

Esa noche no quiso ir a su cuarto y se quedó en la cocina. Al comer sintió que cada vez que masticaba hacía un sonido crujiente como el de un zapato aplastando a sus odiadas enemigas. Vomitó y decidió que no volvería a comer hasta haber acabado hasta la última de ellas.

Pasaron horas sin que pegara los ojos. No sabía si habían pasado días. Dejó el celular y no volvió a usar el computador o ver la televisión porque sabía que ante el mínimo descuido aprovecharían la situación. Usó tarros y tarros de insecticida que pasaba por los rincones más recónditos del apartamento. Sentía que las fuerzas le faltaban y se preguntaba si no se estaría envenenando ella misma, pero sonrío débilmente al pensar que sus asquerosas némesis debían estarla pasando peor.

A partir del tercer o cuarto día empezó a perder la noción de la realidad. Por más que lo intentaba perdía la guerra. Las sentía corretear a su alrededor y a pesar de moverse y gritar no lograba alcanzarlas. A veces las veía y lograba aplastar una o dos y restregaba sus cuerpos contra el piso hasta prácticamente desintegrarlas.

Lo peor eran las noches. La oscuridad era similar al caparazón de una cucaracha, densa y viscosa, no se atrevía a prender las luces porque prefería sentir a cientos de ellas  moverse a su alrededor que prender las luces y comprobar sus peores pesadillas. Las oía correr a su alrededor, ruñir la alfombra apoderarse de cada rincón del cuarto hasta tocar su mano, momento en que empezaba a rociar de manera frenética el insecticida.

En cierto punto dejo de sentir la luz del sol. Vivía en tinieblas. Quizá en uno de sus micro sueños había sido devorada por una gigante y ahora vivía en su interior. Oía ruidos y le parecía sentir el sonido de varias antenas moviéndose de manera frenética. Vagaba por toda la casa como un alma en pena. Cada vez que abría un cuarto veía una escena distinta. En una vio a su abuela igual que como la encontró treinta y cinco años, muerta en su casa y con el cuarto hediendo a orines, solo que esta vez le salían decenas de cucarachas de su boca como si fuera una fuente. La siguiente vez vio a bebé Miguelito, su piel estaba inundada de larvas y los huevos eclosionando por toda su piel que ahora tenía un tono café oscuro, ¿su hijo había muerto devorado por cucarachas? ¿quizá por eso las odiaba? Qué idiotez, ella no había tenido hijos, ¿o sí?

Pero el ataque de pánico empezó cuando se dio cuenta que estaba a punto de acabar con sus provisiones de insecticida. ¿Quién diría que veinticinco latas durarían tan poco? No tenía fuerzas, ya ni siquiera tomaba agua porque no sabía si las tuberías también habían sido tomadas por ellas. Cuando se acabará estaría indefensa ante ellas. Las podía sentir agrupándose, moviendo las antenas celebrando su victoria y esperando el momento en el que no pudiera moverse para introducirse por miles en cada uno de los agujeros que tuviera para recorrer su interior hasta hacerla explotar.

No les daría ese gusto. Se arrastró como pudo hasta la cocina. Tomó un cuchillo. Para su terror comprobó que su mano ahora estaba llena de filamentos inmundos, soltó el arma y la llevó a su boca tomándola con sus dientes, hizo caso omiso a su cabeza de la cual creyó sentir dos antenas incipientes, y con los arrestos de fuerza que le quedaban movió la cabeza hacía abajo enterrando el cuchillo en su antebrazo y rasgando la piel hacía abajo, a pesar del ardor y el dolor hizo lo mismo con el otro brazo. Vio como la sangre abandonaba su cuerpo y para su asco vio como a través del torrente iban saliendo varias cucarachas hasta llegar al punto en que de su cuerpo solo salían insectos untados de sangre. Demasiado débil para gritar solo pudo musitar, qué asco.

Un par de días después su hermano preocupado por su ausencia fue hasta su casa. El olor a putrefacción mezcla de insecticida, comida descompuesta y heces solo fue comparable con el aspecto inmundo del lugar que parecía un chiquero. Finalmente, al fondo, en la cocina vio a su hermana. Estaba desangrada y por su cara inerte se movía con lentitud una única cucaracha.