miércoles, 31 de agosto de 2016

Dolorplacer

Un corrientazo. Puede durar dos segundos, quizás menos pero siempre parecerán más. Te recorre el cuerpo, los pies, rodillas y abdomen, sube por el pecho, la boca, las encías, los ojos que quieren llorar y va a morir en el cerebro que parece fundirse. Y luego el cansancio, el cuerpo que gime al verse rasgado, quemado electrocutado, cortado e invadido de mil formas en su apacible día a día. Un instante que tiene la misma intensidad que la misma vida.

Miguel Díaz conoció de manera simultánea tanto el dolor como el placer. Lo que son dos caras de la moneda en su caso era simplemente una sola cara sin sello.  Aún lo recordaba, tendría cinco años cuando fue consciente. Corría con otros niños por el pavimento cuando tropezó y cayó al suelo. Los otros no se dieron cuenta y pronto lo dejaron atrás. Su rodilla sangraba y empapaba su pierna de rojo carmesí. Él se levantó y sintió el ardor de su carne siendo expuesta al viento, al mismo tiempo sintió una euforia que nunca antes había experimentado, ganas de reír, de gritar hasta quedarse sin pulmones…si hubiera sido una persona normal, muchos años después habría sido capaz de explicar esa sensación, era la misma de un orgasmo.

A los pocos días, la herida empezó a cicatrizar. El pequeño Miguel no quería dejar de experimentar esa sensación, nunca se había sentido tan poderoso, tan feliz, no podía dejar que terminara, jamás. Empezó a rascarse la cicatriz, la incomodidad, el ardor de sentir las uñas y los dedos penetrando su piel como una seda. La corriente que lo recorrió cuando levantó el cuero y la sangre que volvía a manar quería vivirla una y otra vez como en una especie de bucle infinito, si debía rasgarse la misma herida de manera repetida hasta el infinito no dudaría en hacerlo, hasta tener su cuerpo cubierto en sangre, invadido por un dolor placentero que no lo dejara ni moverse.

Su madre, preocupada, tuvo que vendarlo varias veces y atarle las manos al observar horrorizada como su dulce niño arrancaba la gasa y se hurgaba la piel con la desidia de un carnicero. Corrió hacia él, le gritó, zarandeo y lloró al ver su expresión de incredulidad, de inocencia, como si no se estuviera atentando contra sí mismo. Sólo cuando el pequeño musitó ‘no lo vuelvo a hacer, mami’  sintió nuevamente que ese ente extraño le pertenecía nuevamente y lo abrazó.

Miguel no había dicho eso porque amará a su madre o porque le importara, simplemente quería que se callara, ansiaba el silencio con la misma necesidad que el dolorplacer. Tomó nota mental nunca más habría de mostrarse tan evidente en su búsqueda, sería algo íntimo, donde nunca nadie tendría placer.

Pasaron los años y él creció, incapaz de otro sentimiento que el dolorplacer. Era incapaz de sentir tristeza o alegría por alguien, de maravillarse por algo que no fuera capaz de lo que él mismo se infringía, por la misma razón  no podía entablar una relación con nadie, eran simplemente envueltos de piel y carne que deambulaban por el mundo y estorbaban con sus palabras sin sentido. Tanto para sus compañeros como para su familia él era una presencia callada que no aportaba ni estorbaba, simplemente estaba presente, como si hubiera estado allí desde el principio de los tiempos.

Conforme pasaba el tiempo había refinado sus tácticas, el reto era lastimarse sin que nadie se diera cuenta. Se apagaba colillas de cigarrillos bajo el abdomen, se cortaba con la tapa de las latas de atún por debajo de las nalgas, se quemaba con un fósforo por los talones hasta que le salían ampollas las cuales se laceraba hasta que fuera prudentemente necesario, no había más límites que los que él mismo se impusiera.

Alguna vez quiso probar si podía experimentar lo mismo si aplicaba dolor a otro ente que no fuera él. Un día se acercó a una cucaracha, era grande, café, viscosa, se sentó frente a ella, con una de sus manos oprimió su parte superior, con la otra empezó a buscarle las patas. Tocó la primera, la acarició y con un rápido movimiento se la arrancó, el insecto empezó a revolcarse intentando huir de su verdugo pero la presión ejercida era muy fuerte. Miguel no sintió nada, ni asco, ni alegría o tristeza por el animal, sólo un pequeño atisbo de curiosidad por que vendría a continuación, a la pata siguió una antena, y el resto de las patas, cuando se terminó de aburrir aumentó la fuerza de su dedo sobre el animal sintiéndolo morir hasta atravesarlo por completo y sentir su interior mojar su mano. Estuvo un rato observando el animal, apachurrado e inerte, finalmente se limpió con un pañuelo y se fue pensando que el incidente había sido una pérdida de tiempo.

Ni siquiera el sexo le despertaba interés, se había acercado a él ansioso, esperando encontrar algo con que reemplazar el dolorplacer  pero se encontró con un desahogo fisiológico como excretar o escupir en la calle, intentó experimentar con el sadomasoquismo pero le pareció ridículo, demasiado suave, demasiado condescendiente en la otra persona, un ente  incapaz de comprender la dosis que él necesitaba, un dolor de juguete de mentiras, que no rompía al otro sino que simplemente era un juego a la espera de una caricia, de un beso, una mímica de lo que él esperaba.

Porque viéndolo en retrospectiva ese fue el principal problema. Nada lo saciaba ya, vivía solo en un apartamento y podía dedicarse a largas sesiones de autotorturarse sin que nadie lo importunara, pero nada era suficiente. Horas enteras de lastimarse, si bien lo hacían sentir cómodo y de ánimo agradable, era una sensación cada vez más efímera, menos significativa y sabía que conforme pasara el tiempo seguirían disminuyendo sus efectos. Era un adicto al daño y la dosis ya no era suficiente.

Se decidió una tarde de domingo donde la eternidad parecía ingresar en forma de rayo luz sobre su apartamento. Salió equipado únicamente con su celular donde puso una canción a sonar en un bucle infinito, mientras caminaba hacia su destino y veía a la gente a su alrededor se preguntó cómo sería una vida con más sensaciones, no un mundo de blanco y negro o blancoanegrado como lo veía él, sino un prisma infinito en el sentir, en el vivir, nunca lo sabría.

Finalmente llegó al sitio y empezó el ascenso, Jagger seguía vociferando la misma canción, Miguel ya se sabía de memoria los acordes y la entonación del inglés pero no podía dejar de cantarla en su mente porque parecía el himno de su propia vida. I can´t get no satisfaction, decía de manera sensual el inglés mientras él se permitía el último lujo de su vida y subía a pie los diecinueve pisos de la torre permitiendo que la fatiga se apoderara de su cuerpo.  Arribó a la cima, como lo sospechó el lugar estaba solitario, no podía esperarse nada más de un domingo por la tarde, tuvo un capricho de último minuto se quitó los audífonos, tomó el celular con las manos y lo lanzó al vacío, no quiso verlo caer, quizá había lastimado a alguien en su caída quizá no, no importaba. A sus pies vio la gran ciudad y se la imaginó como un gran asentamiento de cucarachas. Escuchó silbar el viento un par de minutos y saltó.


En su caída rompió una especie de techo de vidrio. Alcanzó a estar consciente mientras agonizaba. A su lado miles de cientos de diminutos fragmentos de vidrio lo acompañaban, otros tanto se habían incrustado en su piel fundiéndose en su torrente sanguíneo, cada músculo, cada hueso estaba roto, podía sentirlo así como la sangre que empapaba su ropa, el dolor era insoportable, cualquier otra persona habría llamado la muerte con desesperación, buscando un final inmediato, habría llorado o gritado buscando la atención o la compasión de los transeúntes; él intentó reír pero ni siquiera tenía fuerzas para ello por lo que se limitó a sonreír pacíficamente. Nunca había sido tan feliz en su vida.

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