miércoles, 1 de marzo de 2017

El día en que las Tortugas Ninja salieron del closet

En 1992 un niño pegó unas laminitas de las Tortugas Ninja en su closet, seguramente eran repetidas o de pronto quiso dejar un legado eterno e imborrable en ese pedazo de madera que veía todos los días como desafío al tiempo. Veinticinco años después, el hombre en el que se convirtió ese pequeño observaba por última vez esas figuras sabiendo que era la última vez en su vida que las vería.

Vaciando la casa de mi madre para no volver, en donde los objetos acumulados por casi treinta años se mezclaban con un torrente inabarcable de recuerdos, mi mirada volvía una y otra vez a las figuras amenazantes y divertidas de mis héroes de niñez. Recuerdo la habitación y el tiempo que pasé en ellas pero ese niño que fui yo mismo se me hace lejano y ajeno como si fuera alguien completamente diferente e incomprensible para este hombre que ha vivido muchas cosas tantas buenas como malas en el camino que ha recorrido y las decisiones que ha tomado.

¿Qué pensaba ese niño? Seguramente sus preocupaciones me parecerían insignificantes ahora pero en ese tiempo eran importantísimas, sé que su infancia fue muy feliz y que nunca fue consciente de lo afortunado que fue durante ese periodo. Cuando estamos pequeños no sabemos todo lo que nuestros padres hacen para blindarnos de los problemas del mundo real y mantenernos en una burbuja feliz que se rompe cuando nos hacemos adultos y crecer es darnos cuenta que al final estamos solos frente al mundo.

El niño creció, se mudó con su padre después del divorcio pero el closet de su niñez siguió igual con las Tortugas Ninja atentas, vigilando los recuerdos de su infancia. Él volvería muchas veces a ese lugar cada vez más adulto, cambiado, vería el cuarto y le traería recuerdos del olor del pan, de la emoción con que pegó esas laminas y la cama ya inexistente donde su mamá le daba un beso antes de dormir y le dejaba prendida la radio en la estación de música clásica mientras se dormía, pero nunca se imaginaría que habría una última vez, una última visita, un último adiós.

¿Cuántas personas somos durante nuestra existencia? Cambiamos tantas veces de manera tan sutil que ni siquiera nos damos cuenta. Cada año, cada década tenemos tantas experiencias, personas por conocer, lugares por visitar, dolores y alegrías que sentir que nos convierten en personas casi extrañas a las que fuimos algún día aunque nuestra esencia siga casi intacta. Quizá somos mil y una más, como si viviéramos infinitas vidas en una sola y no nos diéramos cuenta de ello sino en determinados momentos cuando la nostalgia toca nuestra puerta, a veces de manera sutil, a veces con la ferocidad de un monstruo insaciable en busca de épocas mejores.

Nuestra vida es un recorrer infinito de lugares y personas que solo tendrá descanso al morir. En algún momento los lugares de nuestra niñez, donde dimos el primer beso o amamos intensamente desaparecerán físicamente y vivirán únicamente en nuestra memoria desapareciendo nuevamente cuando nosotros ya no estemos.

Recordé esto el penúltimo día antes de dejar la casa de mi madre. Esa noche fui al parque cercano que se veía mucho más pequeño de lo que recordaba. Vi el inmenso árbol y los columpios donde tantas veces corrí hasta quedar exhausto sabiendo que en casa mamá y papá estarían esperando por mi regreso, y todos mis seres, el niño que pegó los cromos, el adolescente indiferente y taciturno y el hombre lleno de cicatrices que soy ahora supe lo afortunado que ha sido por los lugares que ha recorrido y por la gente que ha tenido la fortuna de conocer y amar.

De momento las Tortugas siguen en el closet a la espera de un futuro incierto pero no las visitaré más, las llevo en mi corazón y eso basta por los años pasados y por venir. Su guardia ha terminado.





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