martes, 11 de junio de 2019

El extraño placer de recorrer calles que no son las tuyas


De repente te encuentras en una ciudad extraña donde nadie habla tu idioma y todas las calles llevan a caminos inesperados. El universo se extiende en cientos de ramificaciones en forma de concreto. Ninguna senda es la tuya porque todas la son. No tienes destino y el camino es el que estás a punto de recorrer.

Quizá tengas suerte y tengas un amigo de viaje. Podrás hablar de la vida, las mujeres, los sueños del pasado y el futuro; no te detendrás porque a pesar de no tener un objetivo fijo te dejas llevar por la marea de gente que va de un lado para el otro como hormigas, te unes a ellos de manera efímera aunque sabes que nunca serás parte de su grupo, eres un extraño, se te nota y ni siquiera por tu color de piel o idioma, sino porque  esa ciudad no es tu hogar, no ha dejado la huella profunda que se les ve en los ojos a ellos, ese caos eterno, ese trasegar sin pausa que tienen.

Pero a veces a pesar de la compañía y a pesar del constante hablar y escuchar, mientras te refieres a cosas nimias como el almuerzo o lo que harán más tarde, callas y escuchas la sinfonía de la ciudad, los murmullos de cada una de las calles que caminas, que comienzan de manera suave pero van alzando su voz hasta que eres consciente de ella. Esa voz que combina el sonido de los taxis, los cientos de idiomas que se entremezclan, cada uno con su acento y cultura particular, el viento que se eleva por encima de los pasos y la ciudad. Es un sonido sin orden alguno, sin afinación, en ocasiones podrá parecer tosco pero sin duda es hermoso.

Te internas por callejones solitarios. En algunos ya no hay gente y solo se encuentran las edificaciones y levantas la vista y te quedas en silencio porque sabes que ellas son el intento humano de dejar un legado, una huella de su paso por el mundo pero sabes que es inútil, en algún momento futuro de la historia, años, siglos o milenios venideros, se vendrán abajo y haces apuestas en tu mente sobre si será algún ataque terrorista, una guerra o quizá una destrucción silenciosa, tal vez será la misma naturaleza quien reclame los gigantes de cemento y algún día cuando ya no estemos la vegetación recupere los territorios perdidos. Pero ahora no es momento de pensar en ello, simplemente levantas la vista y admiras lo que ha logrado la humanidad y contemplas los edificios y la ciudad como un monumento al siglo que acaba de terminar, al milenio que comienza y la época que te toco vivir en la historia del mundo.

Y recorres esa ciudad extraña que es el centro de la civilización misma. Lo haces en la mañana, en la tarde y en la noche, durante la lluvia y el calor. Te maravillas con el metro, sus cientos de  luces de neón  y los millones de universos que se contienen en las personas que la habitan y que te dan la bienvenida al tiempo que no lo hacen. La ciudad no duerme y tú tampoco lo haces porque incluso cuando llegas extenuado a tu posada a dormir sueñas con ella, con sus lucecitas similares a la navidad, en su inmensidad, en esos laberintos de concreto, con sus estatuas gigantes, sus parques majestuosos y esa faceta esplendorosa que descubres con la ansiedad de un niño que está listo a desenvolver un regalo.

Y cuando llega el momento de partir te preguntas si en este mismo instante no hay otra alma maravillada en tu ciudad, a miles de kilómetros de donde estás, quizá ese desconocido abre los ojos y recorre con asombro las calles que conoces de memoria y a la que ya no le ves la belleza que tiene, quizá camina por las noches en medio del tráfico y los anuncios nocturnos de neón pensando en que nunca había visto algo tan espectacular, quizá como ya sabemos la belleza siempre está en el ojo de quien admira e incluso una finca pequeña y humilde con un patio en el que solo se vea el cielo estrellado contiene aquello que tanto has buscado.




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