martes, 26 de julio de 2011

Dos cuentos cortos: El retorno del amante y la desgracia de Juanelo

Dos cuentos cortos que envié a un concurso universitario hace ya varios años, no ganó, desde luego, (la sorpresa en cuanto a mi cuentos es que precisamente ganen algo) pero espero les guste....


EL RETORNO DEL AMANTE


La fuerza de un juramento me hizo regresar. Yo, que  hace cinco años prometí no volver a estas gélidas tierras hasta convertirme  en  doctor, me veo obligado a retornar quebrantando en mil añicos esa palabra. Pero qué más podía hacer, cómo no oír su llamado, ignorarla a ella, la razón de mi vida, el fuego que con sus llamas quema mi alma hasta convertirla en sucia y vulgar ceniza.

Ya diré, que recibí su llamado una semana antes. Inmediatamente me embarqué en el barco más veloz que pude encontrar, LA VALQUIRIA, propiedad de un holandés Van der Neer o  Van der Most, no recuerdo bien el apellido del loco aquél. Dejé la facultad con el pretexto de que mi padre se encontraba moribundo, alisté mis maletas y me embarqué. Pero, qué vana ilusión la mía, aquel navío era pura fachada, no se podrá encontrar un barco más lento en todo el mundo conocido, y el viaje que estaba presupuestado para tres días se demoró otros cuatro en llegar a su destino. Ni siquiera Poseidón se apiadó de mi desgracia, y el mar, su territorio, se encontraba totalmente inerte y ni las suaves olas parecían mover la frágil y engañosa embarcación.

Cuando subí al camarote del capitán en la tarde del tercer día para pedirle que aumentara la velocidad de la  nave, el demente se me lanzó encima y cuchillo en mano intentó apuñalarme;  pude quitarle al viejo su oxidado cuchillo y éste no tuvo más remedio que llamar a su tripulación. En pocos segundos, me vi atrapado por dos recios holandeses, cuyas caras inexpresivas me hizo recordar aquellas estatuas helénicas que parecen casi vivas, pero a las que les hace falta la chispa divina de la cálida mirada humana.

El bandido le gritó a su tripulación que yo había intentado matarlo para apoderarme de LA VALQUIRIA, dijo que lo más prudente sería tirarme por la borda a mar abierto, pero que eso no sería cristiano, y que dado su gran corazón, lo  mejor sería encerrarme en el sótano del barco el resto del viaje.

Así fue como me vi confinado a una horrible mazmorra, en donde a duras penas entraban los rayos del sol. En ese lugar, acompañado de  oscuridad y  ratas, tuve tiempo de pensar en quien me había embarcado en tan descabellada y fallida expedición, en la luz y origen de mi vida, en mi hermosa y amada Hilda.



Es la primera tarde en la que la primavera, dulce dama esquiva, hacía gala de su hermosura. En el inmenso jardín de los Rüedelger, la familia más poderosa de toda la villa, las fragancias se hacen más penetrantes y la vista es  mucho más agradable que en cualquier lugar del mundo. Un niño inquieto entra corriendo desaforadamente, su padre, el zapatero de la región le ha encargado la importantísima misión de devolverle, remendadas, las botas al gran señor Hans Rüedelger. El joven Volker, así se llama el muchacho, ha quedado paralizado en medio del  jardín, como si su mirada se hubiera cruzado con la Gorgona, pues ha visto a lo lejos, en un rincón, la más hermosa de todas las visiones, una bellísima niña rubia que juega a hacerse una corona con las flores. La niña  lo voltea a mirar suavemente y esboza una sonrisa. Volker deja caer las botas y se dirige hacia la niña, su destino esta escrito.

Finalmente arribo al puerto. El holandés loco me arroja como a un bulto y me grita burlonamente “Agradece que soy cristiano, infiel”. No me importa, finalmente estoy en casa, lo puedo sentir en el aire. Voy a una residencia en el puerto en donde Hilda había mandado unos sirvientes a esperarme. Golpeo la puerta, me abre Kort, viejo servidor de la casa Rüedelger. Lo miro a los ojos y  pregunto si he llegado demasiado tarde, no menciona palabra pero puedo intuir que no logré arribar a tiempo, finalmente he perdido y mi hermosa aurora me sería arrebatada eternamente.

Pero no, aún no es demasiado tarde. Preguntó a Kort si ha traído a mi fiel caballo. El anciano me responde con un hilillo de voz casi imperceptible que sí. Voy al establo y a toda velocidad encuentro al equino.

Córcega lanza un temible bufido como si no supiera quien soy. ¿En tan solo cinco años la espesa niebla del olvido ha obrado en ti? Con dificultad poso mi mano sobre el animal que  me reconoce. Ah, por fin mi fiel acompañante me recuerda, ves en mí al primer ser humano que viste, a tu único amigo.

A prisa, más a prisa, ¿qué pasa Córcega? ¿Por qué eres tan lento? Necesito que seas tan rápido como el viento, fúndete en abrazo mortal con Eolo y llévame en dulce vuelo hasta donde quiero, ¿No ves que el ocaso no perdona y el sol inclemente oculta su cara mientras sus rayos se extinguen inexorablemente? Eso, así, eres un buen caballo, Alejandro Magno, no tendría un Bucéfalo mejor de lo que eres, sé que te exijo mucho, pero también sé que lo hago por que tu me puedes dar lo que te pido. Vamos, nuestro destino nos espera.




Desde lejos, se podía observar como una figura negra avanzaba a toda velocidad, era un caballo majestuoso de un negro profundo, su crin se extendía en todas las direcciones pero era sedosa y suave, sus ojos eran rojos y sus cascos retumbaban con fuerza en la tierra como queriendo arrancar cada rincón del suelo que tocaba, era en resumen un caballo indómito; sin embargo, estaba cabalgado por un hombre que vestía enteramente de negro. Este caballero al igual que su equino era salvaje, esto era palpable en la forma en que estaba montando: Aunque el hombre iba recostado sobre su caballo, no parecía asustado en lo absoluto y por el contrario parecía tener una actitud altiva y arrogante, pero lo más curioso es que parecía susurrarle palabras al oído del animal, y más curioso aún, era que parecía que el caballo entendía perfectamente  lo que el hombre le decía, pues a cada palabra suya el equino aumentaba la velocidad.



-¿Me amas?- Pregunta Hilda, con voz apenas audible, a pesar de estar solos en el jardín de su casa.

- Señorita Hilda…Yo…..Siempre la he respetado de la manera que alguien de su condición  lo merece y yo………

- No es eso lo que te pregunte-  En ese momento su cara  abandona la expresión de dulzura que siempre guarda y por un instante sus ojos refulge el fuego mortal. Por esa fracción de segundo había mostrado la verdadera casta de los Rüedelger: No pedía una respuesta, la exigía y  una mentira o una conducta hipócrita podría desencadenar la muerte. La muerte del  olvido y el abandono, mucho peor que la física.

-Si, la amo. La amo con todas las fuerzas de mi alma.

Es una fría tarde de invierno. Los copos de nieve caen con una implacable ferocidad. Dos figuras se funden en una sola, y un tierno beso anuncia un nuevo amor. Han pasado tan solo cinco años desde que Hilda y Volker se encontraron por primera vez.


Ya ha anochecido, Córcega ha disminuido su feroz marcha y está a punto de desfallecer. Afortunadamente, a lo lejos, puedo observar las antorchas humeantes de la morada de Hilda. Amarro el caballo a un árbol y le acarició el hocico, es un buen animal. Empiezo una frenética carrera por llegar a donde las teas alumbran con fuerza. La desesperación hace que caiga un par de veces, finalmente llego a la verja de la fortaleza. Con destreza me monto por encima de ella. Pero debo tener cuidado, pues el centinela da vueltas y vueltas a lo largo del lugar.

Oigo pasos, debe ser él, me escondo detrás de un muro gris. No debí asustarme es solo un cojo que camina lentamente, pero esta a pocos centímetros de mí, tan solo nos separa el muro. Un silencio sepulcral invade el lugar, puedo sentir su inmundo aliento, apestado de vino y carne rancia. Finalmente el hombre se va y yo aprovecho para llegar hasta el recinto de mi amada.

Está cerrado, luego de varios intentos abro la puerta de una patada. Allí esta ella, tan radiante como la primera vez que la vi, sus cabellos rubios semejantes al oro, bajan por su rostro, sus labios rojos como el pecado incitan al acto sexual y al beso más tierno, y su cuerpo es la creación más divina de los dioses.



“No te vayas por favor” dice  Hilda,  gritando  con un llanto seco sin lágrimas  mientras me toma del brazo queriendo retenerme inútilmente.

“En siete años volveré y vendré por ti” replico con una débil sonrisa intentando apaciguarla. Pero ella y yo sabemos muy en el fondo que en siete años, todo puede cambiar y aún así jugamos a no saberlo, a ignorarlo, a pretender que volveremos a encontrarnos.

-Te esperare siempre- susurra y se seca las lágrimas mientras asoma una sonrisa diciendo nuevamente – Yo te esperare.

La abrazo tiernamente con todas mis fuerza y me marcho. Puedo oír a mis espaldas como cae  de rodillas en el piso y empieza a sollozar nuevamente, puedo escuchar como el viento levanta los pétalos del jardín, formando un muro entre ella y yo, un muro inescrutable; puedo sentir como las luciérnagas brillan en la oscuridad y las estrellas alumbran en una noche sin luna, también la puedo escuchar a ella que me llama:

-Espera tengo una última cosa que pedirte.


Me desnudo, te desnudo, te beso, te acaricio, pero sigues aún tan fría como un témpano de hielo, te sigo besando, lamiendo cada pedazo de piel, tocando tus senos, tu cara, tu pelo, tu vagina, tu clítoris, tus piernas, tus nalgas, tus manos, tus pies; me parece que esbozas una leve sonrisa, lo cual me indica que estás lista para el siguiente paso. Me monto encima de ti y empiezo a penetrarte con fuerza: Tú eres Cleopatra y yo Marco Antonio, eres la insaciable Lilith y yo Adán, la sensual Afrodita y yo el salvaje Ares robándole el más preciado de los dones a Hefesto. Tienes ganas de gritarle al mundo tu orgasmo pero te callas, gruesas gotas de sudor caen de mi frente sobre tu cuerpo que ya no es frío sino incandescente, acelero mis embestidas pues estoy a punto de terminar y deseo inmortalizar esta idílica imagen. Finalmente acabo, acabamos, el mundo ha llegado al Apocalipsis para ambos y tú dentro de poco deberás partir;  pero no importa, alcancé a verte a tenerte por última vez, antes de que tu pretendiente salvaje e inmisericorde te arrebate de mi lado.


-“Espera, hay algo que aún  debo pedirte, antes de que te marches”

-Dime de qué se trata-   replico entre angustiado y comprensivo.

-Lo que más quiero en este mundo, es que estemos juntos tú y yo. Pero si antes de que regresarás me pasara algo y muriera, entonces yo……-y su voz empieza  inconscientemente a balbucear- quisiera que tu vinieras hasta donde estoy yo, hasta mi blanco sepulcro  y cumplieras mi última voluntad, que es darte algo para que me recuerdes por toda la eternidad y aún más-

La miro, aunque su figura es fuerte y vigorosa sus ojos tienen una gran fragilidad,  tal vez es el sino fatal que se apodera de ella. Y sin embargo, no creo que le vaya a pasar nada en mi ausencia, estoy seguro que cuando Volker Van Braun, el hijo del zapatero, se convierto en el eminente doctor Van Braun, tendré el valor de pedirle la mano de Hilda a Hans Rüedelger, y viviremos felices retando el hado maligno que los dioses en su envidia eterna brindaron a los humanos, el hado de la muerte.

Con lágrimas en los ojos y solemnemente, me arrodillo ante Hilda y le juro por mi alma que cumpliré con su voluntad.


Salgo del mausoleo de la familia Rüedelger.  Recuerdo la carta enviada hace una semana escrita por Hilda, en la que me decía que se encontraba muy enferma, que debía ir donde ella y si no alcanzaba a estar con ella en vida debería hacerlo en la muerte y así lo hice, cumpliendo tu última voluntad

Los fríos vientos del invierno golpean mi cara, pero en lugar de molestarme me refresca, luego de primer y último encuentro  que nos mantendrá atados hasta el mismo día de mi muerte.  A lo lejos se escucha una sonora y vulgar risa que inunda la soledad del lugar, debe ser el guardián que debe estar descargando su borrachera hablando con los muertos.

Yo, debo retirarme, debo volver a mis estudios, a ser un gran doctor y salvar muchas vidas como lo ansiaba mi adorada Hilda.  Respiro por última vez,  atravieso la verja y salgo del cementerio para no volver jamás.






La desgracia de Juanelo



Se despertó. Los rayos de sol le daban de lleno en la cara. Aquella mañana, Juanelo Verde se sentía rebosante de energía, listo para comenzar el día. Atrás habían quedado las jornadas grises en donde la desesperación y la tristeza le ganaba la partida; días aciagos en donde se había alejado de la sociedad y se había refugiado por muchos años en sí mismo.

Era por esta misma soledad que  había decidido convertirse en ermitaño. Decidió no volver a establecer contacto con ningún otro ser, se quedaría quieto y esperaría que le pasarán lentamente, los días, los meses, los años, la vida. Su único contacto con el mundo exterior era una vecina que tenía  y a la que ocasionalmente le dirigía la palabra.

Y todo funcionó bien por un tiempo, Juanelo Verde no necesitaba del mundo y el mundo no necesitaba de él, es más, como sería su aislamiento que casi había olvidado a hablar y había perdido los colores de la vida, pero esto no le importaba a nuestro  protagonista, quien hacía un gesto de desdén y se decía: “No hay nada para mí en el mundo exterior” y se volvía a dormir nuevamente

Pero los milagros existen y los rayos de sol, aquellos que han visto la creación y destrucción de miles de imperios  son prueba fehaciente de ello. Esta mañana no era igual a todas, y Juanelo en un alarde de valentía impresionante estaba decidido a cambiar su vida para siempre, ahora sentía un deseo irreprimible de  correr, saltar y gritarle al mundo su alegría. Pero para hacer esto, primero debía moverse

MMhhhhhhhhh…….nada………………Uhhhhhhnnnnn…..nada……..juhhhh…………Era inútil, su cuerpo no se estaba moviendo en lo absoluto. ¿Qué le pasaba? ¿Era tan difícil moverse? ¿Acaso se había enloquecido? ¿O quizás se habría muerto y no se había dado cuenta? No, no, no podía ser eso. A grandes gritos se repetía “Vamos, la mente puede con todo, vamos carajo, un centímetro por lo menos”

El pobre sudaba verde, estaba a punto de desmayarse, lo único que lo mantenía en pie era su voluntad de roble, pero  desgraciadamente sus gritos despertaron a su vecina, Margarita Giraldo, quien vio a su amigo en su titánico esfuerzo. Margarita lo grito, llamándolo. Juanelo volteó la mirada o mejor dicho la bajó, para ver a su pequeña vecina.

- ¿Qué quiere vecina. No ve que estoy ocupado?

- Juanelo estúpido- grito la pequeña- ¿que estas haciendo? ¿¿No ves que los árboles no se mueven???  Que idiota por dios, que idiota- refunfuñaba la flor lanzando improperios en contra de la débil memoria de los árboles

Juanelo Verde, el olmo, se dio cuenta que su vecina, la flor Margarita Giraldo, tenía razón. Los árboles no se movían. Aplanchado y humillado,  el olmo cerró los ojos y se volvió a dormir 

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