miércoles, 17 de septiembre de 2014

Unas palabras sobre paternidad (Fragmento Rabia)

Hoy exactamente hace un mes falleció mi padre. Su muerte es una pérdida que aún seguimos sintiendo tanto yo como mi familia. Publico un fragmento de mi novela que habla sobre la paternidad como homenaje a quien siempre creyó en mi y en mis letras.

Te extraño, viejo.

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XXV.


(...) ¿Qué es un padre? Un compañero efímero, sabemos que lo normal, lo natural es que muera antes que nosotros, así como debemos perecer antes que nuestros hijos. Es una guía, una especie de artesano que nos moldea a su antojo y del cual nos alimentamos y absorbemos todos sus sueños, anhelos, frustraciones y miedos. De él, de su forma de concebir la vida dependerá nuestro comportamiento, nuestra manera de ver el mundo y desenvolvernos ante él. No somos otra cosa que el pálido eco de su comportamiento y de las personas que lo antecedieron a él y a la que nos ata la sangre.

   Cuando somos pequeños creemos en su perfección, su palabra es poco menos que algo divino e incuestionable. A medida que crecemos nos damos cuenta de sus múltiples errores, su terquedad y su visión arcaica de un mundo que ha seguido con su ritmo frenético y lo ha dejado atrás. Adquirimos conocimientos, discernimiento y sabiduría en los libros y en la calle y nos burlamos de su manera tosca de asimilar las cosas, queremos alcanzar el sol con las manos y nos creemos inmortales y no nos damos cuenta que ellos poco a poco van saliendo de nuestro entorno, no tienen cabida en él, los recluimos en una prisión de silencio y desprecio.

   Ignoramos que alguna vez fueron jóvenes, llenos de esperanzas y sueños, que nunca imaginaron crecer, envejecer y morir. Que al momento de concebir nadie les dijo cómo debían criar a esas criaturas de ojos grandes y expectantes que los miraban con admiración y curiosidad, los hijos no vienen con ningún manual y encargarse de otro ser humano es algo infinitamente maravilloso y complejo.

   Imagino la cara de mi padre al contemplar por primera vez ese bulto mocoso que lloraba por veinte y a la mujer que amó en la cama de un hospital con una sonrisa agotada y condescendiente después de horas de parto, se habrá sentido un poco inútil por no haber colaborado en nada en el proceso mientras su esposa sufría el más fuerte de los dolores imaginables , pero no habría dicho nada, era un hombre parco, seguramente sus gestos lo habrían delatado, una sonrisa de vuelta, unos ojos a punto de llorar, una caricia suave sobre la cabeza de mamá, un no querer tocar ni cargar al recién llegado por miedo a lastimarlo, a provocar que se deshiciera en sus brazos, tal era la fragilidad que el nuevo habitante mostrara.

   Seguramente esa noche habría esperado que la esposa exhausta  se durmiera, la besaría  con suavidad en los labios y con el sigilo de un ladrón profesional habría salido de la habitación, se internaría en las sombras de la casa, con los nervios de un primerizo y habría ido hasta el cuarto donde estaba durmiendo mi primera noche al aire libre. Con una nueva confianza recién adquirida me habría cogido con delicadeza arrancándome de la suavidad y tibieza de la cuna y me llevaría hasta la ventana donde  juntos miraríamos por primera vez la luna y las estrellas mientras me decía al oído y se prometía a si mismo que sería el mejor padre del mundo y que daría su vida por mí de ser necesario.

    Fracasaría de manera ineluctable y estrepitosa. Nunca encontraría la manera correcta de comunicarse con ese pedazo de su sangre, vería inevitable como la esposa amada habría de arrebatarle el amor del hijo, y una vez que ella se hubo marchado, porque la muerte es otra manera de irse, habría notado como ese niño-hombre se alejaría de manera definitiva de su vida a través de sus silencios, las palabras no dichas. Intentaría por todos los medios evitar este final, acercarse a él a través de frágiles momentos de débil comunión, pero sus intentos serían en vano, en parte por su lacónica manera de ser, en parte porque ese ser lo juzgaría en silencio por el abandono de la madre, por su aparente debilidad ante lo sucedido, su conformismo a lo que la vida le deparara.

   Se engañaría a sí mismo diciendo que su hijo lo amaba, finalmente era su deber y todos los vástagos deben la existencia a sus progenitores y lo mínimo que esperan a cambio es el amor por agradecimiento así no fuera un cariño expresivo, un amor explosivo. Seguramente muy en el fondo ese extraño en el que alguna vez había depositado todas sus ambiciones y esperanzas lo amaba con fe de misionero pero esperaba el momento apropiado para demostrarlo.

   Resultaba poco menos que curioso que al final de su camino, cuando él se había convertido en la sombra de sus despojos y había olvidado incluso su nombre fue el momento en que sus sueños se hicieron realidad. En esas tardes del tercer sábado de cada mes, cuando él fumaba con el entusiasmo de un niño, el hijo pródigo lo miraba con una mezcla de infinita tristeza y excesivo amor y le contaba en medio de palabras sueltas e ideas inconexas el terrible peso de la vida y sus vicisitudes y la envidia que sentía hacia él por vivir sin recordar nada, manteniéndose en el umbral entre la existencia y la muerte, el vivir sin preocupaciones de ningún tipo, malviviendo como si cada día fuera algo nuevo, un regalo maravilloso del que nunca sería consciente.

   Nunca supe comprenderlo, ni ver quien era la persona que existía más allá del tenaz trabajador que malgastaba su vida en su empleo  de ocho a cinco. No hubo persona más cercana a él que yo, y aun así, siempre fue un completo extraño en mi vida, un forastero que visitaba las costas de un hogar inexistente por las noches, nunca hubo una pelea, ni siquiera un altercado como aquellos que pasan entre las personas que se quieren tanto que son incapaces de soportarse, nuestro idioma fue el silencio, una tregua sin palabras, un combate que nunca se realizó por miedo a no poder volver a lugares más seguros. Lo único que conocí de él fue la tristeza por el abandono de la madre, el derrumbamiento de un ser humano que no hizo ningún esfuerzo por luchar.

   Me pregunto cómo habría sido antes de eso; cómo conquistó a una mujer tan alegre como mamá ¿quizá era  dicharachero, un hombre lleno de ideas, de sueños locos que la habría conquistado después de mil y un rechazos? ¿O fue esa melancolía, esa tristeza que estaba en él desde un principio lo que la atrajo? ¿Esa feroz imagen de desamparo y fragilidad lo que hizo que ella decidiera volcar su vida al cuidado de ambos? No lo sé, seguirá siendo en muerte el enigma que planteó en vida. Aun así, ahora que ha muerto y que reposa bajo una lápida anónima que no visitaré, siento que lo comprendo más de lo que lo hice en el pasado, soy consciente de su sufrimiento, de los vanos intentos que hizo por acercarse a mí, de su fragilidad, su fracaso y lo humano que fue y eso me hace quererlo y extrañarlo un poco más.


   Último tercer sábado del mes, la tarde se extingue alcanzada por la noche que impaciente devora los últimos rayos de sol, acabo el último de los cigarrillos y observo el humo desvanecerse en el aire al igual que la existencia de mi padre

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