jueves, 18 de febrero de 2016

Exorcismo nieve

Nieve. Infinita. Extendiéndose por los vastos territorios inhóspitos de Rusia. Les habían dicho que la invasión sería rápida e indolora. Como en Polonia, como en Francia.  Mentira. Todo una farsa, un oasis que se venía abajo con mayor rapidez que un cojo donde lo único real era la puta nieve que no dejaba de caer copo tras copo.

Eran cinco. Hans, Fritz, Adolf, Hermann y Otto. Poco importaba que Hans fuera el capitán. En ese momento eran simplemente fugitivos, sobrevivientes. La batalla había sido cruel, todos soldados gloriosos del Tercer Reich nunca habían visto tal derramamiento de sangre y ahora sus elegantes uniformes eran cosa del pasado, sus elegantes indumentarias estaban embadurnadas de sangre, costras, cráneos y tripas, eso sin contar con los piojos y las pulgas que los devoraban con avidez.

Huir no tiene nada de malo si con ello salvaban la vida, les había dicho su capitán quien al ver que si seguían resistiendo junto al resto del batallón serían exterminados como ratas, peor aún podrían ser hechos prisioneros por los rusos y quién sabe qué les podrían hacer esos bárbaros. Así que organizaron su huida en medio de balas, bombas y gritos incomprensibles.  Huyeron a través de la sangre sobre la nieve, del fuego sobre los ríos, de los cuerpos en descomposición en las calles.

Corrieron días enteros, sin mirar atrás, sin saber el rumbo que llevaban. Atravesaron caminos, pueblos completamente devastados por los bombardeos que ellos mismos habían ocasionado, las tierras eran yermas, infértiles, no se escuchaba el cantar de las golondrinas ni el sonido del viento meciendo los árboles….vivían en una especie de limbo, el infierno en la tierra atravesado por cinco hombres, cinco asesinos cuyos golpes a las puertas del cielo serían ignorados para siempre.

Finalmente se encontraron con la cabaña. Parecía un espejismo alzándose solitaria en medio del bosque como si fuera la última edificación existente en el mundo. Los soldados no se debatieron en reflexiones poéticas y filosóficas sobre su presencia. Estaban exhaustos, hambrientos y con frío, lo único que importaba era la supervivencia, lo único que se preguntaban era cuánto tiempo podrían seguir respirando sin morir congelados.

  Entraron. Lo normal habría sido que hubieran inspeccionado exhaustivamente cada rincón de la edificación pero estaban tan agotados que no lo hicieron. Había una gran sala donde al fondo se veía una chimenea apagada, a su lado madera seca que no demoraron en prender. Estaban de pie, en silencio calentándose cuando lo oyeron por primera vez.

Era un gruñido. Seco. Que se extendía por las cuerdas vocales, reptando desde el estómago hasta el cuello. Al primer sonido los hombres se miraron en silencio. Al segundo, los cuatro hombres (a excepción del capitán) se incorporaron como rayos y buscaron el origen del sonido. Caminaron, la cabaña no tenía mucho que inspeccionar, no tenía cuartos solo la gran sala, llegaron a una cama que tenía varias cobijas encima. El gruñido se incrementó, la cama se agitó.

Con la punta de su arma, Fritz quitó las mantas. El niño, si aún se le podía llamar así, estaba amarrado de pies y de manos, al ver a los hombres se agitó nuevamente estremeciendo la cama. Estaba flaco, muy flaco, era probable que no hubiera comido en días, su pelo, de color paja, empezaba a caérsele a pesar de los siete u ocho años que tenía, su pequeño cuerpo estaba lleno de cicatrices y su pecho estaba cubierto por vomito seco.

Hermann apuntó al niño con su rifle.

-¿Qué coños haces? –preguntó Fritz.

-¿Qué ‘coños’ crees? Voy a meter un balazo a este ruskie en medio de los ojos.

-No somos monstruos –terció Otto- Tendrás que matarme a mí antes de matar a este niño.

-No eran tan humanitarios hace unos días –gruñó Hermann- ¿les recuerdo algunas de sus hazañas?

-Era la jodida guerra.  Matar o morir, esto es diferente. Este niño se está muriendo y está amarrado- respondió Fritz.

-El mocoso no me da buena espina. No confío en que lo hayan dejado amarrado sin liberarlo o matarlo antes de que lo dejaran. No confío en nada que esta puta tierra de Ivanes haya parido.

-¡Bueno, no más! –se oyó un grito- No somos asesinos a sangre fría así acá piensen lo contrario. Bajen las armas, acá nadie va a matar a nadie.

-Sí, capitán –gritaron los hombres al unísono.

Un grito llamó la atención de los hombres.  No era ruso, ni alemán o ninguna lengua que hubieran escuchado antes. Era un sonido anterior al hombre, salvaje, primitivo, proscrito. El sonido continúo y el niño parecía que estuviera repitiendo una letanía antes de empezar a reír compulsivamente.

Otto intentaba hablarle en ruso al niño siendo ignorando por éste que intercalaba, gritos, llantos, y vómito verde.

-Capitán –habló Adolf, quien se caracterizaba por ser de pocas palabras- Como usted sabe soy de un pequeño pueblo cerca de Dusseldorf. Cuando pequeño era acólito del sacerdote de la aldea. Una vez nos llamaron de una casa a las afueras de la población. Al llegar, una mujer de unos quince años estaba recluida en su cuarto, su rostro parecía al de una anciana de ochenta, gritaba, retorcía y maldecía diciendo blasfemias. El ente, porque ya no era humano, llegó al extremo de levantarse un par de centímetros de la cama. Tuvimos que hacerle un exorcismo. Tenemos que hacer lo mismo con este niño.

-Pues vengan por mí putos alemanes - gritó de improviso el niño en un fluido alemán haciendo temblar la cama.

-¡Capitán! ¡No nos arriesguemos! –insistió Hermann- matemos al jodido niño y vámonos.

Hans observó al niño, la chimenea y a sus hombres. Lo más probable era que ninguno volviera a casa. Y no importaba la basura grandilocuente que hubieran oído en el ejército: Eran asesinos, criminales, bestias creadas por el hombre. Este quizá sería el acto más bondadoso que hicieran en su vida.

-¿Cómo puedes hacer un exorcismo si solo eres acólito?- preguntó el capitán.

-La verdad es que –Adolf enmudeció y continúo con un hilillo de voz- soy, fui sacerdote. Me expulsaron.

-¡Eso explica muchas cosas! – rugió con una carcajada Hermann, pero ningún otro dijo o preguntó nada más.

-Está bien –autorizó el capitán- Hagámoslo.

Adolf se situó frente al niño, quien al verlo empezó a vociferar en varios idiomas. No se requiere nada más que verdadera fe para lograr esto, les dijo a sus compañeros. Bendijo el agua de su cantimplora y empezó a rociarla sobre el pequeño mientras rezaba.

Su piel empezó a agrietarse, saliendo pústulas donde caía el agua bendita. Él vomitaba y defecaba al mismo tiempo, mientras se agitaba a la vez que maldecía al hijo de puta violador nazi que se enfrentaba a él.  De un momento a otro, pareció que se hubiera desvanecido. El ex sacerdote bajó los brazos,  sudaba profusamente y casi no podía hablar, temblaba como un epiléptico.

Otto se acercó a ver el cuerpo sin sentido del niño y en ese momento sintió como sus ojos se abrían solamente para él.  En ellos vio una planicie infinita de cadáveres que se amontonaban uno tras otro donde estaban su mamá, su hermana, su enamorada de quince años, su profesor y toda la gente que conocía, vio a Berlín en ruinas donde no quedaba piedra sobre piedra, las mujeres violadas y todo lo que amó alguna vez pisoteado por botas rusas y americanas.  Ven a mí, oyó una voz y te daré paz.

Sin voluntad se acercó a donde estaba el niño y empezó a desatar con rapidez sus ataduras.

-¿Qué haces Otto? – gritó Adolf.

Otto no respondió, en su lugar sacó su pistola y le metió un tiro en la frente al ex sacerdote. Hans que era quien estaba más cerca a los dos, le perforó el pulmón de un balazo a Otto quien empezó a hacer los mismos espasmos que un pez fuera del agua.

Los hechos se desencadenaron con la rapidez de un huracán. El niño terminó de aflojar las ataduras que había alcanzado a soltar Otto. Con una agilidad que no podía ser humana agarró el cuchillo de dotación del soldado muerto y corrió donde el capitán. Sin darle tiempo para reaccionar le clavó el cuchillo en el corazón. Hermann le intentó disparar pero antes de poder impactarle tenía ya al niño encima suyo.

El soldado alcanzó a pegarle un puño que tumbó al ente y le hizo soltar su cuchillo. Sin embargo se levantó casi de inmediato, se subió en la espalda del gigantesco alemán y empezó a morderlo, arrancándole la oreja y a aruñarlo.

-¿Qué coños haces Fritz? –gritó Hermann.

Esto pareció despertar al quinto de los soldados quien había mirado la escena aterrado como si estuviera dentro de un sueño.  Sacó su pistola y como si solo hubiera nacido para ello le pegó un tiro al engendro quien cayó de la espalda de Hermann y agonizó sin volver a hablar.

Ambos hombre se recostaron exhaustos en una de las paredes de la cabaña. Sacaron y prendieron los últimos cigarrillos que les quedaban.

-Así, que había que meterle un tiro desde el principio….. –dijo Fritz.

-Justo en medio de los ojos. Putos ruskies –respondió Hermann.




3 comentarios:

  1. Gran relato Tulio, quedó muy bien ensamblada la mezcla entre los nazis y Blatty.

    ¡Te felicito!

    Un abrazo y nos estamos leyendo.

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    1. Como siempre un placer recibir tus impresiones Facu...me alegra mucho que te haya gustado.

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  2. Muy bueno, Tulio, me encantó.
    Gran manejo del suspenso, mucha imaginación, y un gran trabajo de investigación para situar la historia en época de la Segunda Guerra.
    ¡Felicitaciones!
    Saludos.

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