miércoles, 2 de marzo de 2016

Anaqueles

El hombre caminó a lo largo de la infinita bodega de sus memorias. Los anaqueles se arrumaban como trastos viejos unos sobrepuestos por encima de otros a pesar de lo inabarcable de su espacio. Eran aquellos recuerdos que volverían hacía sí una y otra vez de manera repetitiva, podría decirse que obsesiva en los momentos de mayor efervescencia y febrilidad. Momentos malos que rememoraría en los peores épocas de su vida y aquellos exultantes y triunfantes que recordaría muy pocas veces, la mayoría cuando estuviera embriagado.

Tenía en sus manos un paquete de color rojo oscuro, ni muy grande ni muy pequeño, justo lo necesario para cargar con ambos brazos sin agotarse demasiado. Por un segundo le llamó la atención uno de los recuerdos, su mamá cantándole una canción de cuna mientras lloraba, siempre que lo percibía se preguntaba cuál era la razón de esas lágrimas, de esa tristeza que se denotaba principalmente en esa voz cascada que entonaba una melodía no demasiada melancólica pero que siempre lo llenaba de inquietud. Ya tendría tiempo para pensar en ese cuarto vacío, en esa madre que lloraba en silencio mientras cantaba, pero en ese momento tenía una misión, sus propias tristezas y preocupaciones que se materializaban en ese paquete, no demasiado grande ni pequeño que le exigía como un bebé que ruge por atención que se encargará de él.

Finalmente llegó al anaquel que estaba buscando. No había muchos paquetes en él, pues nuestro protagonista no era hombre que entregara su corazón con demasiada facilidad. Había amado más de una vez y menos de tres, siempre con resultados funestos. Antes de depositar el paquete en su lugar la curiosidad lo venció, depositó el paquete rojo oscuro en el piso y destapó uno de los que estaba en el lugar, era uno amarillo y vistoso, imposible no reparar en él. Al destapar una de sus puntas percibió un perfume poco sutil que lo transportó a otro momento, a otra vida, a una voz fuerte pero al mismo tiempo femenina, a una mujer de fuego con la que había compartido un par de meses agitados y fugaces similares a los fuegos artificiales destinados a explotar de manera fulgurante y brillar como nunca antes se habían visto para desaparecer con la misma rapidez, cerró el paquete cuando la misma voz le dijo ‘tenemos que hablar’ y recordó el McDonalds repleto de gente a la vez que su corazón era vaciado y tirado a la caneca de basura reciclable.

Tomó de nuevo lo que había venido a dejar. “Ya hemos llegado” susurró. Como un acto de despedida lo abrió una vez más y salieron todas las cosas tanta las buenas como las malas aunque pareció predominar la última vez que la había amado, los agonizantes momentos en que habían tenido una comunión más allá de los cuerpos y los tiempos. Recordó esa noche fría donde la mujer que él amaba, amaba a alguien más, recordó sus manos entrelazadas a ese otro, a un extranjero en su historia, un recién aparecido que con la facilidad de un tahúr venía a llevarse el premio mayor sin siquiera haber participado.

De manera irracional había culpado al sitio donde ocurrió todo. No volvería a asistir a ese restaurante de comida española donde se vendía la tortilla de patatas más deliciosas del mundo, ni transitaría por esas calles solitarias del centro, llenas de recuerdos donde llovía de manera constante como si el mundo se fuera acabar ese mismo día. Esa noche en que perdió su corazón salió del sitio y siguió a los amantes furtivos a través de las cuadras desiertas de la madrugada, donde se detenían cada dos por tres para besarse como si solo existieran ellos dos en el universo hasta que llegaron a una puerta roja y entraron tomados de la mano donde compartirían sus cuerpos hasta el último aliento, dejando al triste espía prendiendo un último cigarrillo y emprendiendo de nuevo su viaje de vuelta a casa, porque siempre, a pesar de los corazones rotos, los familiares muertos, las noches de excesos o de sexo sin sentido, siempre, volvemos a casa.

Depositó el paquete rojo oscuro en uno de los espacios vacíos de aquel gigantesco anaquel. Sintió como si hubiera dejado allí un gran peso que cargaba desde hace un buen tiempo al igual que gran parte de su alma. Ya todo le pertenecía al pasado y podría contemplar todo el panorama, la gran fotografía que ahora se dispersaba en mil fragmentos en toda su magnificencia en un futuro que no sabía si sería cercano o lejano, de nuevo lo dejaba en manos de aquella incertidumbre que tanto detestaba.

Empezó a alejarse cuando sin necesidad de ver nuevamente el paquete que ahora estaba cómodamente acomodado en su nuevo hogar empezó a rememorar otros momentos, otras realidades que había vivido con la creadora de ese rojo oscuro. Recordó momentos de silencio cómplice, una sonrisa fugaz, un parque vacío a excepción de ellos dos, su cabeza sobre su hombro y la inmortalidad en un segundo. Pensó que la había visto como nadie más lo había hecho, fragilidad enmarcada en una coraza de hielo, a la vez que ella había buceado en su alma, más allá de disfraces y máscaras para el mundo exterior, y había visto al hombre, su verdadero ser, más allá de rumores y mentiras, la esencia que sólo se guarda para sí mismos y para las pocas personas que nos llegan a conocer en nuestra existencia.

Tal vez el amor era eso, pensó. La fugacidad de un momento donde nos sentimos eternos e inmortales donde todas las desgracias y tristezas de un mundo ruin y hostil dispuesto a devorarte con la misma avidez de Cronos desaparecen en una sonrisa ajena, en contemplar a esa persona que se ha instalado en tu cabeza y en tu corazón dormir profundamente, soñando con un no sé qué, donde tú darías el resto de tu vida esperando a que fuera contigo y sin embargo no la despiertas sino que te quedas largas horas viendo sus ojos cerrados y su respiración acompasada.

Y sabes que al final la burbuja reventará, que por cada momento de felicidad vendrán dos o tres de profunda tristeza cuando esa persona se haya ido, porque al final todos nos terminamos yendo, pero no puedes evitar caer en esos complicados y a la vez simples engranajes, porque es ese sentimiento, con todas sus tristezas, vacíos y rabias lo que hace que la vida valga realmente la pena y porque es en él donde somos, así sea por efímeros momentos, más poderosos que la muerte.


El hombre siguió avanzando por la gran bodega de sus pensamientos silbaba la canción de cuna que treinta años atrás su madre había cantado para él, sin embargo no lloraba.

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