domingo, 11 de septiembre de 2016

El feroz vuelo de los hombres pájaro

En memoria de las víctimas del 11-S, quince años después de la horrible tragedia.


Primero estaba el ruido. El estruendo de las trompetas del apocalipsis en su apogeo acabando con todo a su paso. Demasiado rápido para preguntar qué había pasado o cuál de los dioses era responsable. Luego, el fuego, el humo, que reptaba de abajo hacia arriba, lluvia inversa que quemaba. Los pocos que intentaron atravesar la pared hirviendo fueron calcinados. Se dice que el olor de la carne humana quemada es de una dulzura indescriptible pero todos estaban tan frenéticos intentando salvar su vida que no lo notaron. 

La salida era escalar, subir más y más pisos hasta el último, donde la Divina Providencia, el Destino, El ejército, Dios o quien fuera, los salvaría. Alguien debía hacerlo, no era justo dejarlos morir sin explicación. Muchos avanzaron en su infértil propósito, otros empezaron a ahogarse en medio del humo, de los vapores tóxicos que flotaban grácilmente esperando ser aspirados por los condenados a morir.

Se quemaban papeles, televisores, celulares de última gama, cubículos, restaurantes, las partes del avión que habían atravesado el edificio como si fuera un castillo de naipes, se quemaban los cadáveres de los pasajeros del vuelo, quizá alguno había ido a visitar a su pequeña hija y le llevaba un oso de peluche que también era devorado por las llamas, quizá también había un esposo infiel que iba a visitar a su amante y le había mentido a su esposa, o un asesino, un violador, o alguien que le temía sin razón a los vuelos de avión, habría alguien que soñaba con perder su virginidad algún día y muy seguramente el 99% de sus pasajeros no esperaban morir ese día, Porque ¿a qué cabeza racional se le ocurriría morir un martes en la mañana si no se sufría de una enfermedad terminal o por lo menos inmediata, asomos de un paro cardíaco o cerebral o impulsos irrefrenables de suicidarse?

Quienes estaban en las torres nunca imaginarían que tendrían los quince minutos de fama que Andy Warhol aseveró que todos deberíamos tener a costa de sus propias vidas, ni que los momentos de su muerte se convertirían en la imagen icónica que habría de darle la bienvenida a la humanidad a un siglo de infiernos y paraísos que apenas se están esbozando y que la mayoría seremos testigos tanto para bien como para mal.

Mucho menos habrían de imaginarse que su agonía, la desesperación de sus familiares, ese reencuentro que nunca habría de darse, la espera infinita en el aeropuerto, sería motivo de alegría en latitudes difusas, fronteras lejanas y lenguajes ajenos. Al ver la tragedia fueron muchos los rostros que rieron, que suspiraron aliviados de ver que el gigante sí tenía pies de barro. “Estados Unidos se lo merecía”, exclamó una voz anónima en el Medio Oriente, “Qué ironía, en otro 11 de septiembre ellos apoyaron una dictadura en mi país” habría de recordar una mujer exiliada de su querido Chile, y así voces como gotas de lluvia formarían remolinos de odio que fluían libres después de casi un siglo de incubación.

Lo que no tendrían en cuenta los felices verdugos de las palabras y los deseos es que lo más seguro es que Mr Smith que estaba en el fatídico vuelo nunca había viajado fuera de su país y lo más probable es que no supiera en qué parte del mundo se encontraba Irán, o Mrs Martínez nunca hubiera pisado el Capitolio de los Estados Unidos u ordenado un bombardeo sobre Kosovo, o que Michael K. ni siquiera estuviera en los planes de sus padres durante la toma del poder de Pinochet el 11 de septiembre de 1973 en Santiago, pues nunca llegaría a cumplir los diez años. Los protagonistas de esa mañana de martes en lo que menos pensaban era en las desgracias acontecidas en lugares remotos sino que se centraban en sus pequeñas desgracias cotidianas, en la discusión que no pudo llegar a feliz término, en el corazón roto que las lágrimas no lograban contener, en las deudas que no parecían tener solución, en esa llamada que no llegaba, sin saber que desde esa mañana eran muertos que caminaban, condenados a muerte sin que ellos mismos lo supieran.

Volvamos a ese edificio. A las llamas, a los gritos pidiendo una explicación, al sudor mezclado con lágrimas, a los cuerpos quemándose, a los hombres,  mujeres y niños asfixiados incapaces de moverse mientras el humo se mete por todas sus cavidades respiratorias acelerando su fin y convirtiendo los puntos suspensivos que son la vida en un punto final. Pero también hay seres que no se resignan a morir, que no quieren que su cuerpo se queme, ni sentir su piel llenarse de pústulas y ampollas que se revientan ante la proximidad del fuego, saben que no hay salida, que lo más sencillo sería quedarse inmóviles esperando que la edificación colapse o sucumbir ante el humo, o tal vez lo más sencillo sea abrir las ventanas, arrojarse y volar.

No solo escombros, polvo y ceniza llovió esa mañana de septiembre en Nueva York, sino también infinitud de cuerpos que se arrojaron desde los pisos más elevados, desesperados por querer escapar del infierno, seres y más seres que caían del cielo ,ex personas que se estrellaban contra el cemento, quizá alguno de ellos tuvo tiempo de llamar a su hija, o su esposo, o una amiga y decirle que la amaba antes de caer, o quizá ni siquiera tuvieron tiempo de ello, solo sintieron asfixiarse y abrieron o quizá rompieron la ventana en busca de aire fresco, pensaron que no estaría mal sacar primero la cabeza, después un brazo, el torso y las piernas, quizá ni siquiera pensaron sino que estaban mareados ante tanta adrenalina y creyeron que si se arrojaban de pronto la evolución podría acelerarse y ¿por qué no? Surcar los cielos de manera milagrosa o tal vez Dios enviaría a sus ángeles para salvarlos así como envío algunos a desterrar la serpiente del Paraíso o remover la piedra del sepulcro de Jesucristo.

Cesar los que van a morir te saludan, habría dicho más de uno si hubiera nacido dos mil años antes o hubiera querido decir una frase lapidaria antes de lanzarse al vacío si hubieran tenido el tiempo necesario para pensar. No fue así, simplemente la caída, el abismo y el aire. Ahora concentrémonos en uno de esos hombres que mira impasible al resto de los hombres pájaros que van en picada libre, su nombre no importa, no figurará en los libros de texto de la historia y a duras penas será una cifra más, un nombre al pie del periódico del día siguiente. Este desconocido, solo siente su piel quemarse, solo ve caer hombres y mujeres como ceniza y sabe que pronto los seguirá, que no tiene la valentía para inmolarse.

Prende el celular y marca un número conocido. Una voz femenina responde, aunque no exageremos, el sonido al otro lado de la línea no articula palabra alguna, solo sollozos y gemidos, seguramente estará presenciado en vivo y en directo el desplome de las torres. Al hombre se le hace un nudo en el corazón y no es capaz de decir ‘te amo’, mentir con un ‘todo estará bien’ o decir ridículamente ‘hola’, simplemente escucha el llanto mientras él mismo empieza a derramar lágrimas que irán a parar a un piso que pronto dejará de existir.

No cuelga el teléfono móvil pero lo deja caer, dejando abandonada la existencia que alguna vez tuvo, en otra vida, en otra realidad. Abre la ventana y se asoma a ella, una última bocanada de aire fresco antes de fundirse con el viento. Se lanza y su último pensamiento racional es que no le gustaría verse ridículo en ese momento.

Una milésima de segundo antes de empezar a caer le parece que flota, que ha logrado superar todas las leyes de la física y empezará a flotar hasta su casa, pero inmediatamente la gravedad, dama maldita donde las haya, empieza a obrar las leyes de las que tanto dioses como hombres no pueden quebrantar.

Se dice que antes de morir recorremos nuestra vida en un parpadeo. ¿Pero puede toda la existencia de un hombre resumirse en tan poco tiempo? ¿Sus amores y sus odios, la veces que lloró en un rincón, sus pequeños y muchas veces anónimos triunfos yendo y viniendo a la velocidad de la luz en el par de parpadeos que dura la caída?

Digamos en beneficio de la duda porque no estamos en su lugar, quiera la fortuna que nunca tengamos que arrojarnos de un edificio en llamas, que no vio la vida entera correr ante sus ojos, pero si pequeños fragmentos, recuerdos que se filtran como luz ante una rendija, miles de momentos que conformaron su ser y que parecieran no tener conexión entre sí: La vez que se orinó en su cama cuando tenía siete años, una rata muerta devorada por las hormigas en un callejón, el primer beso que dio a los once años, el olor de Johana en su primera cita, la muerte de su madre, te amo Johana, el fuego del edificio, Papi, ¿me traerás un regalo de Iowa?, sí cariño, lo haré, la asfixia y el humo, la vez que visitó México, Querido estoy embarazada, los cuerpos cayendo como alfileres, la incomprensión ante lo sucedido, te amo Johana, te amo pequeña Laura, el cielo es azul pero ya no podré verlo, soy libre, por primera vez en mi vida y puedo volar….

Y abajo el cemento, esperando con la ansiedad de una amante su cuerpo en picada.






1 comentario:

  1. Tremendo homenaje recordatorio del caos de una triste mañana de septiembre.
    Un saludo.

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