jueves, 21 de septiembre de 2017

Una canción para Dalila


La calle parecía una escena de película de guerra. Las cagadas de cientos de perros anónimos eran como minas explosivas y tocaba andar con cuidado para no “quemarse”. Se imaginaba patas y pisadas contra el cemento como pequeñas gotas de lluvia raspando el suelo y el sonido seco y blando del excremento ensuciándolo todo.

Si había algo más detestable que los canes, sus lenguas babosas y su alegría estúpida eran sus dueños, aquellos que trataban a sus mascotas como los hijos que nunca tendrían, vistiéndolos, vistiendo a un animal háganme el favor, y paseándolos sin collar para ‘no interferir con su libre desarrollo’ y por lo tanto sin fijarse donde Firulais o Brutus o Uribe hacían sus gracias. Putos perros, putos dueños.

Pisó un poco de excremento a pesar de caminar como un bailarín de ballet lo que contribuyó a recordar a los hijos de perras de los perros. Se sentó en el muro y con un palito intentó arrancarse la mierda de sus tenis, mientras pensaba en la canción para Dalila.

Dalila, ojos verdes, piel blanca como hoja de papel, pelo del color del sol, le gustaban sus ojos, nunca se fijaba en el cuerpo, al final las tetas se caen y el culo engorda pero la mirada permanece. Le gustaba observar fotos viejas intentando reconocerse, ¿quién era esa persona? La mirada era la misma, a veces teñida de alegría o una rabia velada o una tristeza que intentaba ocultar con un gesto de falsa superioridad que solo él sabía distinguir como si se tratara de un mensaje a su yo futuro de la falsedad del momento.

Pero, ¿quién era tan miserable para ponerle ese nombre a una niña de diecinueve años? Dalila era nombre de señorona, de vieja puta o dueña de tienda de la esquina, “¿Doña Dalila, me fía cinco huevos se los canceló en una semana  que me paguen?”. En fin, la naturaleza  siempre debe compensar y si eres linda, inteligente e inalcanzable debías por lo menos tener un nombre que te recuerde que la vida no es justa.

Pero Dalila quería una canción o eso le parecía. Con el tema adecuado caería en sus brazos, las mujeres adoraban los cantantes, los poetas, cualquiera que les susurrara al oído lo especiales que eran, y luego lo anunciara al mundo  en un verso, una pintura o canción donde otras vieran que ella era mejor, única, que su belleza era capaz de volverse melodía o acuarela o letras. No importaba si su artista tenía mil amantes o les pegara en noches de borrachera para justificar su depresión o ahogara la inspiración en alcohol, el arte, su juventud plasmada en inmortalidad lo valía.

Ahora bien, ¿qué cantar? A diferencia de la letra escrita debes poner no solo algo que guarde un poco de sentido y exalte a la homenajeada sino que tenga musicalidad y sea pegajoso Cuando pensaba en la canción recordaba a Angie de los Stones, era algo de otro mundo, se había obsesionado con la ella y la oía una y otra vez con la esperanza de absorber algo de su genialidad, pero no había caso, no tenía el talento, por eso su vida se debatía entre terminar la carrera o dedicarse a tocar covers de bandas famosas en bares de mala muerte.

De hecho ya alguien había escrito una canción para Dalila, tres para ser más exactos: Uno de ellos era Tom Jones y su Dellilah, la melodía le sonaba vieja, como si estuviera llena de polvo, algo que escucharía su papá si hubiera nacido en Conetticut y no en Paipa; luego estaba la versión de White T´Plan, la detestaba, puta basura edulcorada de principios de milenio, apestaba demasiado a Bittersweet Symphony y estaba la versión de Florence and the machine que le parecía decente a pesar de ser música indie desconocida e intrascendente.

Pensaba en los autores de las canciones, en sus Dalilas. Quizá alguna vez caminaron, igual que él, bajo el cielo gris de una ciudad grande e indiferente llena de vagabundos y locos pensando en una piel suave, unos ojos grandes y expectantes, un aliento cálido esperando por una canción, dispuesta a  dar un beso por estrofa; quizá alguna vez también tuvieron veintiún años y no sabían qué hacer con su vida y quizá ella, la fuerza de ese nombre fuera su boleta de salida al infierno de una vida cotidiana.

¿La amaba? Era muy joven para pensar en eso. La deseaba y tal vez fuera suficiente. Al oír la palabra amor se le venía a la mente sus abuelos, casados por más de cincuenta años y peleando todos los días de su día, por los pedos del abuelo o las amigas rezanderas, ‘viejas hipócritas’ las llamaba el anciano, de la abuela; él no quería eso para su vida, además era un músico, una especie de marinero del amor, una mujer en cada ciudad, en cada canción,  estaba seguro que después de Dalila vendría Kelly, Johana, Patricia y un océano de mujeres, de nombres y de rostros que aún no se alcanzaba a imaginar.

Pero primero lo primero. La canción. ¿En qué basarse?  ¿Su cuerpo? ¿Su voz? Cliché ¿Su personalidad? Ultra cliché. Pensó en el día que la conoció, pudo sentir como el tiempo pareció detenerse en el momento en que ella entró en el salón, no era consciente de su naturaleza de la fuerza embriagante que emanaba, él podría  haberla poseído allí mismo ante la mirada asombrada de sus compañeros de salón o  arrodillarse ante ella y acariciarla por el resto  de sus días, ambos sentimientos seguirían confluyéndose cada vez que la veía con la misma intensidad, en vez de eso solo pudo mirarla de soslayo, intentando no ser demasiado evidente.  

No, no, demasiado ridículo. Quizá debería mirar lo que lo rodeaba para inspirarse. Una señora gorda de cuarenta o cincuenta años cargando cuatro paquetes de mercado, detrás suya una niña de seis años berrea porque no le compraron un dulce, la señora deja los paquetes en la acera y le da un bofetón a la niña que la calla de golpe, antes que pueda darse cuenta un perro ladrón agarra una de las bolsas y huye. La señora coge como puede el resto y con la niña detrás corre tras el can. Al otro lado de la calle una pareja discute, el hombre intenta rodear con los brazos a la mujer quien le pide amablemente que ‘se vaya a la puta mierda’, él intenta besarla, ella se echa para atrás, el susurra palabras de amor y perdón, ella luce desesperada por irse pero no lo hace, le gusta la escena y entre más humillado está el amante irredento con mayor rudeza lo trata.

Desesperado piensa que eso no le sirve, son solo pequeñas historias insignificantes que no tienen mayor peso, si viviera más tiempo se daría cuenta que la suya es una más de ellas y que la suma de todas, de  esos pequeños universos invisibles para el resto del mundo es lo que conforma la realidad misma de la vida. Mejor aún, si se diera cuenta de esa realidad que lo rodea en lugar de soñar con esa una nube vaporosa en forma de fama podría darse cuenta que divaga en medio de la calle y un carro se dirige a toda velocidad hacía él, pudiendo arrollarle o no.


El joven sigue pensando en la canción para Dalila. El carro sigue avanzando.



No hay comentarios:

Publicar un comentario