Todas las mañanas de navidad eran soleadas, o por lo
menos así me gusta recordarlas. Después de tantos años la nostalgia tiñe
ciertos días de la manera en que las
idealizamos, era así como me gusta imaginar los viernes santos con una fugaz
lluvia que comenzaba a las tres de la tarde hora en que moría Jesuscristo en la
cruz y los 31 de octubre mientras corría disfrazado de apartamento en
apartamento por los bloques de mi unidad pidiendo dulces junto a mis amigos de
la época, la noche era mística y mágica y cualquier vampiro podría estar
acechando a la vuelta de la esquina.
La navidad, sin embargo no
empezaba el 24 de diciembre sino quince días antes cuando armábamos el pesebre
en casa. Era español con figuras gigantescas donde nunca pude diferenciar a San
José del pastor (Los reyes magos estaban vestidos de oro por lo que estaban
fuera de discusión). Recuerdo que siempre usábamos un desgastado papel verde
para sembrar el suelo en Belén pero después empezábamos a crear de manera
aleatoria ríos (papel azul), establos (aserrín) lleno de vacas y toros y
caminos, a veces en pleno medio oriente se colaba un GI JOE o un Caballero del
Zodíaco para guiar a los reyes magos o librarlos de los ojos atentos y
maléficos de Herodes que buscaban impedir el feliz desenlace de su largo viaje.
Nunca hicimos árbol, pues ostías como descendientes de españoles el pesebre era
más que suficiente ¡joder!
En esos tiempos no había ni
celulares, internet o tabletas y los niños de la unidad íbamos desbandados como
reses que se habían escapado del matadero. Eran vacaciones y jugábamos desde el
inicio del día hasta que nuestras mamás prácticamente nos metían a pescozones a
la casa; sin embargo lo que más esperábamos eran las novenas. Las hacíamos
comunales por plazoletas y ser elegidos para leer era un gran honor, en el gran
momento de leer la oración a la Virgen María o la jornada del día toda la
energía imparable y juvenil desaparecía dando paso a un hilillo de voz que
tartamudeaba durante cada palabra hasta terminar de leer como buenamente se
pudiera o como diríamos en Cali a la guachipanda. Los no seleccionados armaban
el jolgorio y ruido al cantar los villancicos o golpear las panderetas y silbar
durante los gozos, al final seleccionados y no seleccionados comíamos las
delicias de esa temporada: Buñuelos, natilla, hojaldras, manjarblanco, arroz
con leche, entre otros.
A veces nos tocaba a mi
hermana y a mí ir a rezar la novena donde los abuelos. Era terrible, pues iban
solo las ancianas que olían raro a cantar villancicos que en sus decrépitas
voces parecían letanías funerarias, además de llenarnos de besos babosos y
pellizcos en la mejilla. Suerte que nos fugábamos a la cocina donde nos
esperaba con una sonrisa nuestra amada Nana quien nos tenía listos su mayor
especialidad, unas hojaldras crocantes y deliciosas, un pedazo de cielo, que
nunca más he vuelto a probar pues nunca compartió su secreto con nadie.
María
Antonia Ruíz, la Nana, había llegado hace cincuenta y un años a casa de mis
abuelos. Venía por unos días a ayudar en el embarazo de mi tía pero se quedó
para siempre después que nació mi primo. Negra y gorda siempre estuvo para amar
y consentir a toda una generación de primos a mi hermana y a mí. Cuando ya
estuvo muy vieja para seguir trabajando mi tía se la llevo con ella como una
más de la familia y fue atendida como una reina hasta una madrugada en que su
corazón no aguantó más y se detuvo, muriendo de la manera dulce, relajada y
pacífica con la que siempre vivió.
R
Sin embargo antes de las
novenas estaba el día de las velitas. Comprábamos una bolsa con diez velas y
las prendíamos en la plazoleta cada una se suponía era un faro para guiar a la
sagrada familia a través de las sombras. Ahora que lo recuerdo era bonita ver
la plazoleta completamente iluminada de velas, parecía una versión en miniatura
de esas imágenes que toman los satélites de la tierra cuando está iluminada. En
ese tiempo la pólvora no estaba prohibida y los niños jugábamos con las
chispitas mariposas (habían otras, las toreros de menor rating) y los más
osados prendían volcanes, diablitos o totes, mientras que los adultos se
reunían para tomar y celebrar hasta altas horas de la madrugada. También por esas fechas era tradicional salir en familia por las calles de la ciudad, contagiarse del ambiente navideño, disfrutar del alumbrado y admirar las miles de luces de una ciudad parecía nunca descansar en esa temporada, ser uno con la fecha. Sonreír
Cuando llegué a la
adolescencia acompañaba a mi papá a comprar mi regalo de navidad, íbamos hasta
San Andresito donde por esas fechas (ayer como hoy) corrían ríos de personas
infestadas del espíritu navideño y consumista de la época. Nos tocaba
aguantarnos trancones horribles, gente malhumorada y vendedores que trataban de
tumbarnos pero el viejo siempre esperaba hasta que comprara lo que yo quisiera.
Antes de eso nunca supe cómo conseguía los regalos que le pedía cuando niño,
asumo que debía ser tan insistente e insoportable como un niño corriente y al
final siempre obtenía lo que mis dictados de cruel emperadorcillo le pedía. No
me imagino a mi papá, que odiaba la tecnología,
metido en el maremagnun San Andresito buscando en las tiendas más
recónditas aparatos más raros que el hielo para José Aureliano Buendía como
Nintendos o tamagotchi para satisfacer a su primogénito. Siempre es al final,
cuando ya es demasiado tarde, que comprendemos los sacrificios que hicieron
nuestros padres para hacernos felices.
El
diecisiete de agosto de 2014 estaba en Cali visitando a mi padre en vísperas de
su cumpleaños (que era el veinte de ese mes), al día siguiente debía devolverme
para Bogotá. Ese fin de semana, él había estado un poco indispuesto del
estómago y habíamos ido al hospital para tomar algunos exámenes. Ese día mi
mamá fue a visitarlo a hacerle una sopa y habló con mi hermana por Skype, por
la noche fui a donde mi mamá, que vivía a una cuadra de su casa a visitarla, al
volver lo encontré tirado en el suelo. Desde el primer momento que lo vi, mucho
antes de encender las luces y verlo con los ojos abiertos mirando a ninguna
parte y a pesar de los patéticos intentos de primeros auxilios y susurros
primeros y luego gritos de desesperación supe que mi papá, Carlos Fernández
Bonilla, Calicho para los amigos, había muerto de la forma que siempre quiso,
rápida, indolora y sin sufrimiento, más allá de unos cuantos segundos.
El día de navidad empezaba temprano, recuerdo que ‘Puntilla’ llegaba a primera hora de la mañana. Era un cocinero extraordinario pero alcohólico, tanto así que solo aceptaba como pago no sólo alcohol a pesar de que han pasado casi veinticinco años me parece recordarlo como si fuera ayer en el lavadero de la casa preparando su famoso pollo relleno. A veces nos mandaba a mi papá y a mí a la galería ( o plaza de mercado como la llaman los rolos) por suministros que le faltaban. Era feliz acompañando a mi papá ese día. Saludaba a cada vendedor como si fuera un amigo de mucho tiempo, les hablaba de sus hijos y de tiempos pasados y ellos le respondían con el mismo cariño. Pienso en Carullas y nuevas tiendas eficientes pero igual de frías y pienso que a pesar de todos los avances se ha perdido el factor humano, esa calidez que solo se siente con una persona de carne y hueso en vez de una fría caja. Obviamente el pobre ‘Puntilla’ murió algunos años después de cirrosis. Pero murió en su ley.
Éramos unos nómadas de la
navidad. Nunca la celebramos en casa, íbamos a casa de mi tía o su cuñada o
donde los vecinos. No éramos desde luego gorrones pues siempre llevábamos las
delicias de Puntilla, y la alegría que impregnaba mi papá hacía olvidar
cualquier desavenencia. Nunca nos entregábamos los regalos a la medianoche, mi
papá tenía la costumbre de que el Niño Dios nos daba los regalos al día
siguiente debíamos dejar los zapatos
viejos en la sala para que el Niño Dios nos visitará esa madrugada. Al día
siguiente nos visitaba nos dejaba Barbies o Nintendos o lo que yo pidiera. Los amaneceres del 25 de
diciembre tenían tanta magia como no los he sentido de nuevo en mi vida.
Desde luego la navidad no
acaba allí. Faltaba la fiesta de año nuevo donde mi mamá era reina. Llenaba la
casa de incienso mientras nos obligaba a bañarnos con infusiones de aguas
extrañas y nos ponía ropa interior amarilla, a comer 12 uvas rojas a la
medianoche, a besar a esa hora a alguien del sexo opuesto o salir corriendo
para dar la vuelta a la manzana con una maleta para tener un años venturoso y
lleno de viajes y nuevas aventuras. Seguíamos siendo peregrinos e íbamos a casa de nuestros grandes amigos la familia Muriel aunque a veces eran ellos quienes venían a visitarnos para compartir este día especial.
El
4 de febrero de este año mi mamá murió
en mis brazos, podrida por el cáncer, después de una lucha visceral contra esa
enfermedad de mierda durante diez años. La noche de su muerte le sostuve su
mano derecha mientras mi hermana lo hacía del derecho. Se fue mientras creía
ver algo maravilloso más allá de lo que mi hermana, cuñado o yo pudiéramos ver.
No ha pasado un día en mi vida en que no extrañe verla u oír su voz tan solo
una vez más.
Ahora, las navidades que viví
han desaparecido para siempre. La casa en la que crecí ya no existe y sus
habitantes se han ido para no volver. Soy un extranjero de la ciudad en que nací
y las únicas raíces que aún perduran son los recuerdos de esas personas y sus
sonrisas.
Los fantasmas de las navidades
pasadas no son espectros como lo proclamaba Dickens, son los recuerdos de la
nostalgia que nos acechan rememorando un pasado mejor y más inocente. Pero quedarnos en el pasado o sirve de nada.
La vida siempre avanza y nuevas vidas nos darán vidas para continuar soñando.
Somos nómadas de la vida y del amor que damos y recibimos, nuestra impronta es
lo que damos y nuestro legado son nuestras acciones. Soy afortunado por mi
pasado, presente y lo que vendrá más allá, soy afortunado por el amor que he
recibido por parte de quienes no están
ahora y que alumbra como un faro que me acompañará hasta el final de mis
días y el que espero transmitir a las futuras generaciones.
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