lunes, 12 de diciembre de 2011

El caso de los alumnos que no sabían escribir un párrafo


El profesor de comunicación social de la Javeriana, Camilo Jiménez, por medio de una carta  publicada en ‘El Tiempo’ (http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/educacion/camilo-jimenez-renuncia-a-catedra-_10906583-4) renunció a la docencia completamente desesperanzado ante la apatía, la falta de interés y de compromiso por parte de los alumnos ante la carrera.

De inmediato se formó una polémica entre quienes defendían al antiguo profesor y quienes lo crucificaban por la decisión tomada calificándolo de mediocre, facilista, incapaz de causar interés en los estudiantes –muchos de estos críticos eran periodistas y otro tanto docentes, incapaces de creer lo que confesaba su antiguo compañero-.

Queda pues claro que la disputa queda relegada a dos vertientes: El profesor dice que los alumnos no leen, que no saben escribir un párrafo y que son perezosos, desinteresados en la materia; hay quienes afirman, en cambio,que es el docente el mediocre, que sus clases son aburridas y no supo llegarle a sus alumnos. Sinceramente, creo que ambos tienen razón.

Hace ya cuatro años me gradué de comunicación social en la Universidad Autónoma de Occidente de Cali y puedo decir que vi representantes ilustres de ambos especímenes. Conocí  alumnos petardos, corrijo, petardísimos, incapaces de comprender una caricatura de ‘Condorito’. Lo malo era que no les interesaba mejorar, sino que  como  ‘papi’ pagaba la carrera, ellos se preocupaban por pasarla así fuera con un tres cerrado. Lo importante era terminarla de cualquier modo.

También debo decir que vi profesores mediocres hasta la médula. Escritores frustrados, sociólogos, periodistas y docentes amargados que esperaban brillar en sus profesiones y cuya nula capacidad los hizo relegarse a unas aulas que detestaban, con estudiantes que aborrecían. Su momento favorito era pasar por el sueldo de la quincena y su sueño era largarse de la universidad de marras.

Por el contrario, conocí alumnos brllantes, interesados en lo que hacían, curiosos y siempre atentos; profesores que daban sus clases preocupados por impartir conocimientos, entregados a sus carreras, enamorados de  Saussure, de Piaget, de McLuhan; personajes un poco exóticos que daban sus clases así solamente una persona de una clase de cuarenta le estuviera poniendo verdadero cuidado.

En la página de facebook de una reconocida columnista se creó una discusión con respecto a este tema. Mi conclusión final es simple y puede sonar a verdad de Perogrullo: Le dan demasiada importancia a la universidad. (Por cierto, como resultado de mis comentarios en ese foro, fui bloqueado por la columnista. Prometo que mi próxima entrada versará sobre este hecho).

No me refiero a que no me importe el conocimiento, pero creo que se ha llegado al punto de mezclar tanto los conceptos de universidad y saber, que ambas definiciones se han fusionado sin necesidad de hacerlo –aunque no niego que van profundamente ligadas-.

La universidad  da herramientas para llegar al conocimiento, asimismo otorga una distinción, un diploma que pueda ayudar a acceder a trabajos bien remunerados ante la sociedad. Pero una universidad no puede dar conocimiento si no se  tiene la predisposición de aprender.

Valga la pena decir que los bachilleres salen cada vez más temprano del colegio. Yo empecé mi carrera a los  18 años pero ahora veo jóvenes  de dieciséis y hasta de quince que comienzan la universidad. ¿Qué se puede exigir a esa edad? Son prácticamente niños y la libertad que se experimenta en esos centros, la universalidad de ideas que se vive, es tan grande, que prácticamente es normal que los primeros semestres sea imposible concentrarse y se piense más allá de la niña linda de segundo semestre o en la rumba del fin de semana.

Eso, desde luego, es normal.  Lo grave es cuando los estudiantes se quedan ahí y van a la universidad como reses a llenar un pupitre y a graduarse porque ‘es lo que hay que hacer’.

Creo que la universidad no es tan importante porque considero que es un método pero no un fin. La persona que está enamorada de su carrera sale adelante sin importar que tan mediocres sean sus profesores o compañeros.

Esa es la persona que puede pasar como ‘sapo’ o ‘lambón’ que no sale de los laboratorios o bibliotecas, que vive pegada del qué más sabe para conocer cómo funcionan las cosas y posteriormente pedirá permiso para ver si puede probar a ver ‘cómo es eso’. Es quien se solla la universidad pero no por algo tan estúpido como una nota sino porque en verdad ama el conocimento y está enamorado de su carrera.

Para mí desgracia, descubrí en décimo semestre de periodismo que soy un escritor atrapado en un comunicador social. Eso explica mi apatía ante las materias –debo decir, en mi defensa, que mi promedio fue bueno- y por qué no mantenía metido en la sala de fotografía o en las consolas de sonido o con una cámara rondando todo el día en busca de una noticia.

Creo que la universidad no es trascendental porque quien en verdad ama lo que hace no la necesita. Yo adoro la lectura y escritura y llegué a Cervantes, a Joyce, a Homero, a García Márquez, a Cortázar y a tantos miles de maestros por el conocimiento, por lo que tenían que decirme, por aprender como ellos llegaron a ser maestros inmortales. No necesité nunca que un maestro –mediocre o no- tuviera que guiarme ante ellos, simplemente sucedió. Y fue magnífico.

Hay una anécdota  que seguramente muchos conocen pero que publico porque no faltará quien no la sepa. Steve Jobs, el genio informático recientemente fallecido, no terminó la universidad, abandonó la carrera pero seguía asistiendo al campus solamente a las materias que él creía convenientes para su proyecto de vida. Seguramente fue una locura y un salto al vacío, pero viendo los resultados actuales ¿Quién podría decir qué es un idiota?

En Colombia somos como termitas: Nos alimentamos de papel y le creemos a cualquier idiota por el hecho de tener grado, o maestría, o doctorado. Si una persona puede tener acceso a esos estudios lo único que demuestra es que, probablemente, ha tenido mayores oportunidades que el resto de las demás personas y que existe un interés ya sea genuino o no, de obtener un mayor conocimiento.

A mí una persona no me deslumbra por sus títulos rimbombantes sino por el amor que tengan por su carrera, la pasión por su trabajo y eso, apreciado lector, se vislumbra no sólo en su trabajo sino en su manera de ver y vivir la vida.

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