El profesor de comunicación social de
la Javeriana, Camilo Jiménez, por medio de una carta publicada en ‘El Tiempo’ (http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/educacion/camilo-jimenez-renuncia-a-catedra-_10906583-4)
renunció a la docencia completamente desesperanzado ante la apatía, la falta de
interés y de compromiso por parte de los alumnos ante la carrera.
De inmediato se formó una polémica entre quienes defendían al antiguo profesor y quienes lo crucificaban por la decisión tomada calificándolo de mediocre, facilista, incapaz de causar interés en los estudiantes –muchos de estos críticos eran periodistas y otro tanto docentes, incapaces de creer lo que confesaba su antiguo compañero-.
Queda pues claro que la disputa queda
relegada a dos vertientes: El profesor dice que los alumnos no leen, que no
saben escribir un párrafo y que son perezosos, desinteresados en la materia; hay quienes afirman, en cambio,que es el docente el mediocre, que sus clases son aburridas y no
supo llegarle a sus alumnos. Sinceramente, creo que ambos tienen razón.
Hace ya cuatro años me gradué de
comunicación social en la Universidad Autónoma de Occidente de Cali y puedo
decir que vi representantes ilustres de ambos especímenes. Conocí alumnos petardos, corrijo, petardísimos,
incapaces de comprender una caricatura de ‘Condorito’. Lo malo era que no les
interesaba mejorar, sino que como ‘papi’ pagaba la carrera, ellos se preocupaban
por pasarla así fuera con un tres cerrado. Lo importante era terminarla de cualquier modo.
También debo decir que vi profesores
mediocres hasta la médula. Escritores frustrados, sociólogos, periodistas y
docentes amargados que esperaban brillar en sus profesiones y cuya nula
capacidad los hizo relegarse a unas aulas que detestaban, con estudiantes que
aborrecían. Su momento favorito era pasar por el sueldo de la quincena y su
sueño era largarse de la universidad de marras.
Por el contrario, conocí alumnos
brllantes, interesados en lo que hacían, curiosos y siempre atentos; profesores
que daban sus clases preocupados por impartir conocimientos, entregados a sus carreras, enamorados de Saussure,
de Piaget, de McLuhan; personajes un poco exóticos que daban sus clases así
solamente una persona de una clase de cuarenta le estuviera poniendo verdadero
cuidado.
En la página de facebook de una
reconocida columnista se creó una discusión con respecto a este tema. Mi
conclusión final es simple y puede sonar a verdad de Perogrullo: Le dan demasiada importancia a la universidad. (Por cierto, como
resultado de mis comentarios en ese foro, fui bloqueado por la columnista. Prometo
que mi próxima entrada versará sobre este hecho).
No me refiero a que no me importe el
conocimiento, pero creo que se ha llegado al punto de mezclar tanto los
conceptos de universidad y saber, que ambas definiciones se han fusionado sin
necesidad de hacerlo –aunque no niego que van profundamente ligadas-.
La universidad da herramientas para llegar al conocimiento,
asimismo otorga una distinción, un diploma que pueda ayudar a acceder a
trabajos bien remunerados ante la sociedad. Pero una universidad no puede dar conocimiento si no se tiene la predisposición de aprender.
Valga la pena decir que los
bachilleres salen cada vez más temprano del colegio. Yo empecé mi carrera a
los 18 años pero ahora veo jóvenes de dieciséis y hasta de quince que comienzan
la universidad. ¿Qué se puede exigir a esa edad? Son prácticamente niños y la
libertad que se experimenta en esos centros, la universalidad de ideas que se
vive, es tan grande, que prácticamente es normal que los primeros semestres sea
imposible concentrarse y se piense más allá de la niña linda de segundo semestre o
en la rumba del fin de semana.
Eso, desde luego, es normal. Lo grave es cuando los estudiantes se quedan
ahí y van a la universidad como reses a llenar un pupitre y a graduarse porque ‘es
lo que hay que hacer’.
Creo que la universidad no es tan importante
porque considero que es un método pero no un fin. La persona que está enamorada
de su carrera sale adelante sin importar que tan mediocres sean sus profesores
o compañeros.
Esa es la persona que puede pasar
como ‘sapo’ o ‘lambón’ que no sale de los laboratorios o bibliotecas, que vive
pegada del qué más sabe para conocer cómo funcionan las cosas y posteriormente
pedirá permiso para ver si puede probar a ver ‘cómo es eso’. Es quien se solla
la universidad pero no por algo tan estúpido como una nota sino porque en
verdad ama el conocimento y está enamorado de su carrera.
Para mí desgracia, descubrí en décimo
semestre de periodismo que soy un escritor atrapado en un comunicador social.
Eso explica mi apatía ante las materias –debo decir, en mi defensa, que mi
promedio fue bueno- y por qué no
mantenía metido en la sala de fotografía o en las consolas de sonido o con una
cámara rondando todo el día en busca de una noticia.
Creo que la universidad no es
trascendental porque quien en verdad ama lo que hace no la necesita. Yo adoro la
lectura y escritura y llegué a Cervantes, a Joyce, a Homero, a García Márquez,
a Cortázar y a tantos miles de maestros por el conocimiento, por lo que tenían que decirme, por aprender como ellos llegaron a ser maestros
inmortales. No necesité nunca que un maestro –mediocre o no- tuviera que
guiarme ante ellos, simplemente sucedió. Y fue magnífico.
Hay una anécdota que seguramente muchos conocen pero que
publico porque no faltará quien no la sepa. Steve Jobs, el genio informático recientemente
fallecido, no terminó la universidad, abandonó la carrera pero seguía
asistiendo al campus solamente a las materias que él creía convenientes para su
proyecto de vida. Seguramente fue una locura y un salto al vacío, pero viendo
los resultados actuales ¿Quién podría decir qué es un idiota?
En Colombia somos como termitas: Nos
alimentamos de papel y le creemos a cualquier idiota por el hecho de tener
grado, o maestría, o doctorado. Si una persona puede tener acceso a esos
estudios lo único que demuestra es que, probablemente, ha tenido mayores
oportunidades que el resto de las demás personas y que existe un interés ya sea
genuino o no, de obtener un mayor conocimiento.
A mí una persona no me deslumbra por
sus títulos rimbombantes sino por el amor que tengan por su carrera, la pasión
por su trabajo y eso, apreciado lector, se vislumbra no sólo en su trabajo sino
en su manera de ver y vivir la vida.
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