¿Les
he contado de aquella vez que tuve una novia que vivía a las afueras de la ciudad? Vivía tan lejos
que su casa parecía colindar al este con Mordor
y al oeste con Narnia. En ese tiempo yo era joven, temerario e ignorante, que
es quizá la forma más sublime de valentía, por lo que no veía problema en
quedarme prisionero de su piel hasta altas horas de la noche.
Me
gustaba hacerle el amor de manera lenta, pausada, disfrutando cada centímetro
de su piel, como quien degusta un manjar exquisito; luego de terminar, ella se acostaba encima de
mí y empezaba a agitarse con violencia, como
pez fuera del agua, yo le acariciaba la cabeza hasta que se calmaba y
lentamente se iba quedando quieta hasta llegar a un estado catatónico cercano a
la muerte.
En
ese momento la depositaba con lentitud en la cama y en la oscuridad empezaba a
vestirme. Nunca me permitió dormir con ella, “Si me amas te quedarás conmigo
por la noche, pero no estarás al amanecer” solía decirme; no lo entendía en ese
entonces, no lo comprendo ahora, probablemente la respuesta más lógica es que no
se debe entender las mujeres, simplemente amarlas.
Cuando
salía, el frío me azotaba en forma de latigazos helados que se metían por todo mi
cuerpo. De la cama de mi amada a la parada de buses había un largo trecho, nunca
los medí en pasos o calles, pero por lo general eran cuatro cigarrillos
de distancia, cinco si ese día estaba muy cansado y caminaba con parsimonia o
tres si esa noche estaba particularmente afanado, pero nunca dos ni seis.
Una
noche, al llegar al paradero de buses, me encontré con dos personas más. Una
era una anciana que a duras penas se mantenía en pie, el otro era un señor, el
típico gordo bravucón que mantiene de mal humor. Al llegar pregunté si no ha
pasado la ruta.
—No ha pasado el jodido bus. ¿Sabe cuánto
tiempo llevo esperando el jodido transporte? Una hora ¡UNA HORA! Y nada que
aparece ¿Tiene un cigarrillo? —Acotó al
verme fumar. Yo le ofrecí uno y al darle una calada pareció calmarse—. Es el
colmo, a este paso tendremos que esperar hasta la madrugada para que nos
recojan. Estos choferes no tienen en cuenta que mañana toca trabajar ¡Que los
jodan a todos!
Por su parte la anciana no hablaba y a duras
penas se movía, parecía una de estatua de cera, una distinguida momia de la
capital. Le pregunté al gordo si la conocía y me contestó que ella estaba allí
desde antes que él llegara, pero que al preguntarle le había dicho que también
estaba esperando el bus.
Hacía bastante frío y prácticamente nos
acabamos la cajetilla con el gordo. No era, por cierto, un buen conversador,
solamente se refería al ‘jodido’ transporte, al ‘jodido’ gobierno y a la
‘jodida’ esposa que seguramente estaría esperándolo en casa con una cantaleta.
Celebré en silencio la llegada del bus. Era
uno de esos modelos gigantescos y obsoletamente antiguos que uno pensaría están
destinados a un museo de chatarra pero que circulan sin falta a las once y
media de la noche por las calles de la ciudad y que al ser el transporte
salvador uno le ve un brillo especial, casi mágico.
Entre el gordo y yo ayudamos a subir a la
anciana. Resultó que la vieja no tenía la plata completa del pasaje y al gordo le
importaba un pito dejarla abandonada, mientras que al chofer –un tipo
gigantesco y barbado- le daban tres pitos dejarla tirada en la calle. Terminé
completando lo de su pasaje quedándome sin un peso. No importaba, después del
amor nada lo hace, mi cuerpo aún olía a ella y pequeños fragmentos de su rostro
durante el orgasmo habitaba en mis pupilas, ¿qué eran unos pocos pesos al lado
de la eternidad de un recuerdo?
Supongo
que pocos de ustedes han montado en el último transporte de la noche, en el bus
que pasa al filo de las doce. Quienes lo
han hecho saben que las calles y autopistas son territorios de nadie, la
policía no existe, sólo la calle y la necesidad de terminar lo antes posible.
Estos buses son una especie de comandos suicidas que no bajan la velocidad a
menos de ochenta kilómetros por hora, que cuando ven un semáforo en rojo aceleran
en lugar de frenar y se paran donde les da la gana. Cuando viene
otro transporte y ambos conductores se observan en silencio, empiezan una
carrera sin reglas, donde se juega algo más que la vida propia y la de sus pasajeros, siendo transportados a otro lugar donde el placer de llegar antes que el
rival lo es todo, donde a base de acelerar hasta la locura pueden desahogarse de
una vida de frustraciones, trancones eternos y vidas detrás de un timón.
Siempre he creído que se ven a sí mismos como unos modernos aurigas de Coliseo Romano pero no podría estar seguro,
nunca he sido conductor de bus.
El
ejemplar que nos ocupa no era diferente al resto. Manejaba como un psicópata de
las carreteras, pero para quienes estamos acostumbrados a ese ritmo
desenfrenado nos da igual, nos adormilamos y esperamos despertar ya sea en
nuestra parada o en el mundo de los muertos. Empezaba a quedarme dormido
mientras ensoñaciones de mi dulce novia me acompañaban, cuando el bus se detuvo
con brusquedad. Al asomarme por la ventana me di cuenta que la ruta se había
desviado por completo. No nos hallábamos más en la ciudad sino en una carretera
oscura que parecía ir a ninguna parte.
—
¿Seguro que este bus pasa por la calle X? —le grité al conductor.
—Este es un nuevo desvío para ahorrarnos
tiempo —respondió el hombre malhumorado— ahora bien, si no le gusta o no me cree puede bajarse.
No valía la pena discutir. En su lugar me asomé por la ventana para ver por qué nos habíamos
detenido. Cuatro sombras estaban alrededor de una caja alargada que no podía
distinguirse muy bien, las figuras parecían discutir entre sí hasta que se
pusieron de acuerdo. Dos de los hombres ingresaron primero al vehículo
arrastrando una parte de la caja y los otros dos lo hicieron con la parte final
del cargamento. Al contemplar quienes eran los individuos y cuál era el
contenido de lo que llevaban ahogué un grito de horror.
El grupo estaba conformado por un negro, un
albino, un chino y un indio. Si fuera una ocasión
más alegre esta situación podría haber sido el origen de un chiste del
tipo “Un albino, un negro, un chino y un
indio entran a un bar y….”, pero la mirada de los cuatro tipos no tenía nada de
graciosa, era gélida, desapegada, inhumana y no parecían mirar a otro sitio que
no fuera el ataúd.
Porque era eso y no otra cosa era el
cargamento que traían, un precioso ataúd de color negro con ribetes rojos. Tenía en la superficie una
cruz gamada, demasiado fina para un entierro común, demasiado elegante para
este transporte. Los hombres miraban únicamente el objeto y nada más.
Sorprendido miré alrededor. Aparte de los
cuatro individuos en el bus habían diez pasajeros incluyéndome. La mayoría de
ellos parecían estar concentrado en sus asuntos, uno escuchaba una diminuta
radio, algunos observaban el paisaje y la anciana dormía con placidez. El chofer
seguía concentrado en las calles sin prestarle atención al resto del universo.
Instintivamente miré a la silla diagonal a la
mía, el gordo estaba nervioso. No dejaba de mirar con insistencia el féretro y
empezó a comerse las uñas con voracidad, a morderse los labios hasta sangrar,
su pie empezó a moverse de manera frenética y el sudor le caía por la frente
como si estuviera bajo un sol inclemente. Nuestras miradas se cruzaron y
parecía suplicarme ayuda, yo simplemente me encogí de hombros y dirigí mi
mirada hacia el exterior esperando encontrar paisajes menos lunáticos.
A los pocos minutos sonó el timbre que le
indicaba al conductor que debía detenerse. No necesité girar mi cabeza para
adivinar que era el gordo quien quería bajarse lo más pronto posible, así
estuviera lejos de casa. El chofer ignoró el timbre y por el contrario aceleró
más.
— ¡Pare! ¡Pare, por favor! —suplicaba el
obeso.
—Hasta el próximo paradero —replicó el
conductor sin siquiera voltear la cabeza hacia su
interlocutor.
—¡Pero yo me quiero bajar ya! —rezongó el
gordo chillando como un niño pequeño.
— Hasta el próximo paradero —repitió el
hombre y me pareció oír levemente en el tono de su voz una burla hacia el pobre
desesperado.
—¡Si no me logro bajar de aquí a las buenas,
será a las malas! —gritó el gordo y empezó a golpear y patear la puerta del
autobús pretendiéndola romper.
Lo que pasó después fue repentino. De un
momento a otro el chino se incorporó como un rayo y fue hasta donde el gordo,
antes de que aquel pudiera decir palabra alguna sacó un pequeño cuchillo con lo
cual le hizo un corte limpio y perfecto en la garganta que lo degolló de
inmediato. El indígena se levantó con lentitud y se dirigió hacia ese lugar, se
arrodilló al lado del moribundo y mientras le acariciaba la cabeza sacó un
pequeño cuenco el cual usó para recoger la sangre que le manaba al pobre hombre
quien se manifestaba únicamente con pequeñas convulsiones que cada vez eran
menos frecuentes hasta que finalmente se quedo completamente quieto,
completamente muerto.
El
resto de los pasajeros no le prestaron atención al hecho y seguían distraídos
cada uno en su propio universo. Yo me mordí el puño de la mano hasta sangrar;
no podía hacer nada y no estaba dispuesto a morir por un ser tan insignificante
como ese. En vista de que mi paradero aún estaba lejano y que no era buena idea
timbrar antes de tiempo, observaba la escena con curiosidad.
El
negro vestía una camisa blanca de lino y un sombrero de paja de los cuales se
despojó para empezar un solitario lamento en un idioma desconocido. La piel
oscura parecía confundirse con la noche y las gotas de sudor que corrían por su
torso parecían ser las estrellas que surcaban el firmamento. Su canto era
misterioso y el hombre lloraba y reía al mismo tiempo, suplicando y ordenando,
gritando y susurrando creando con su voz una anarquía ordenada, la
quintaesencia del caos.
Mientras
esto ocurría, el albino tomó el cuenco del indio se acercó al sarcófago y
empezó a pintarlo con la sangre, dibujando una serie de símbolos desconocidos
para mí pero que incluso hoy, cuando ha pasado tanto tiempo, siguen
aterrorizándome en mis peores pesadillas. Faltando poco para acabarse la
sangre, cuando quedaban pocas gotas, el albino se llevó el cuenco a su boca y
bebió con fruición su contenido, al limpiarse la comisura de los labios con el
revés del brazo me miró con ansiedad.
El
negro seguía con su canto, algunas veces su voz bajaba y se convertía en una
especie de rezo y otras veces se elevaba por encima de los ruidos de la ciudad,
desgarrando la noche, violándola en silencio.
De un momento a otro empezó a aullar, no como un hombre, no como un
lobo, sino como la bestia más aterradora de los mismos infiernos, su aullido
era largo, sin pausa, lleno de lujuria, de odio, de muerte; su grotesco ruido
fue respondido por otro sonido seco y rasposo, la voz del albino.
Antes
que pudiera percatarme, el chino y el indio se habían unido al coro. Miré hacia
adelante, el chofer no participaba del juego de voces pero no parecía
importarle lo que pasara atrás, seguía concentrado por secula seculorum en
su maldita vía.
La
anciana pareció despertarse de su largo letargo, me miró sorprendida, como si
me preguntara que había pasado, luego de lo cual esbozó una sonrisa de niña
mala y empezó a aullar al igual que el resto de su manada. Sus facciones
seguían siendo humanas, pero eran ahora demasiado salvajes y malvadas.
De
pronto, se escuchó una campanada. Nunca en todas las visitas a mi novia había
escuchado una. Era un sonido lúgubre, grave, capaz de helar los corazones más
osados y de hacer llorar a un dios.
Las
bestias cesaron su sonido y se acercaron al féretro.
Bong, Bong…..
Se
escuchó el aruñar de la madera, un garrapateo constante, la anciana aguantó la
respiración.
Bong, Bong…
El
sonido aumentó, ahora golpeaban el ataúd
con fuerza desde su interior.
Bong, Bong…
No
podía ver nada, los cuatro hombres y el resto de pasajeros rodeaban la caja en
un silencio largo incómodo.
Bong Bong
Un
ruido rompió todo rastro de solemnidad. El conductor de media noche prendió la
radio. Sonó una salsa que puso a vibrar cada uno de los rincones del
destartalado transporte.
Bong, Bong…
Se
escuchó caer la tapa del ataúd y pude sentir a una figura, hija de la noche, la
sangre y la demencia emerger de ella. Intenté mirar de manera disimulada pero
el gigantesco negro bloqueó nuevamente mi visión; volteé mi cabeza nuevamente
hacia el exterior reconociendo la fachada de mi sitio de trabajo, aún estaba a
veinte minutos de trayecto antes de llegar a mi paradero. Saqué un cigarrillo
de mi bolsillo y mientras lo encendía quise pensar que sólo por esta vez el
conductor no se giraría y empezaría a
regañarme por ensuciar su precioso autobús con ceniza.
Bong.
Y ahí termina??? ¿Qué pasó después? Cabrón, dejarme así :(
ResponderEliminarEra inevitable...la voz de la tortuga dejó de cantar allí. ¿Si te gustó?
ResponderEliminarSí, sí que me gustó. Lo que no me gusta es no saber qué pasa después xD
ResponderEliminar¡Uhhh! Buenísimo, Tulio.
ResponderEliminarTerror del mejor, elevado a la enésima potencia. Con pasajes en el texto sublimes, como aquel de "...pude sentir a una figura, hija de la noche, la sangre y la demencia emerger de ella..".
El final abierto, de lo mejor, ideal.
Te felicito, es genial.
¡Saludos!
que tal Tulio, siempre es un placer leer tus escritos. Para cuando la recopilación de relatos?
ResponderEliminarUn saludo desde mi rincón del mundo.
rodox
Juanito, Rodox: Un placer que me lean y más aún que les guste el relato. No sería mala idea una recopilación, habría que ver quien se arriesgaría a publicarme :D Por cierto, en estos días publicaré un capítulo de la nueva novela que estoy escribiendo para que me den su valiosa opinión.
ResponderEliminarBueno Tulio, varios momentos de la historia resultan originales, que se desarrollan en un lugar recurrente como lo es el autobús nocturno en el que suceden cosas raras.
ResponderEliminarLos tipos esos, ¿eran vampiros o algo por el estilo? Yo los imaginé como otra forma de concebir a las criaturas chupasangres, un poco más salvajes. Y el final, pues me dejó en suspenso total.
Tuve un pequeño lío con los nombres de las ciudades que aparecen al comienzo, pues me descolocaron totalmente: cuando los leí, lo primero que pensé fue en alguna historia de fantasía, tipo "Juego de Tronos" o "Narnia", obviamente, porque suenan a nombres comunes en ese género. Pero seguí leyendo y me encontré de repente en una ciudad del siglo XXI. Ese cambió me descolocó por un momento y a lo largo del texto no pude dejar de pensar si en realidad estaba en una ciudad normal, o una mezcla de escenarios totalmente opuestos. Si es la segunda, creo que debes aclararlo más.
Y por último, te recomiendo pausar un poco los pasajes previos a la llegada del bus, y te diré por qué: casi no hay puntos seguidos, pero sí muchas comas, y eso hace a la lectura supremamente veloz. La totalidad del texto posee el mismo ritmo trepidante, y aunque describes la velocidad del bus, ésta no se siente real, porque todo el texto, desde su inicio, lleva el mismo ritmo. El cuento aumentaría su efectividad si logras marcar una diferencia de ritmo en las dos partes de la historia a través de la escritura: en la antesala (el sexo, la llegada al paradero, la conversación de los personajes) podrías ir más lentamente, agregando uno que otro punto seguido, tomándote tu tiempo para diseñar la historia con calma. Eso hace que el lector también empiece a leer de la misma manera pausada, con tranquilidad. Así le brindas esa falsa sensación de bienestar para pasar a continuación con el terror. Una vez aquí, cuando el chofer afiebrado empiece a manejar como un loco, pues ahí le metes la velocidad que el texto ya posee. Con esto, vas a lograr no simplemente decir "el bus va rápido, se montaron esos tipos raros y se desató el terror", sino que vas a lograr hacerlo más vivencial ¿me hago entender? Si logras hacer notar ambos ritmos narrativos, el cuento tomará más vida. Esto último me sucedió con un cuento que hice, en el que la acción también se desarrollaba dentro de un bus escolar. Yo describía las escenas, pero no se sentían REALES, y era porque todo mi cuento tenía el mismo ritmo y tono. Hacer una diferenciación de estos era indispensable para que los momentos de tensión se diferenciaran de los otros, sobre todo cuando se trataba de escenas en las que la velocidad predominaba.
Disculpa por tardarme en leer el cuento, pero estos últimos días me agarró un molesto dolor de cabeza que a duras penas me permitió terminar la novela que debía reseñar el domingo para el blog, y leer en la pantalla me resultaba mortal.
¡Un saludo!
Muchas gracias por el comentario, Mauricio. No digo qué son los tipos dejando el misterio, pero para mí no serían vampiros sino una especie de ayudantes o quizás sacerdotes. Con respecto a que mencionara Mordor y Narnia no lo hice con la intención de desubicar o confundir sino como un comentario sarcástico donde el personaje evidenciara lo lejos que vive su amada.
ResponderEliminarAhora bien, con respecto a los signos de puntuación, debo admitir que tienes toda la razón, e intentaré corregirlo en futuros relatos (signos de puntuación, mi eterno talón de Aquiles)
Gracias por leerme.
Poco me queda por comentar luego del excelente análisis de Mauro. Solo diré que me gustó el relato, me gustó la atmósfera, que por aquello del bus me recordó a otro relato mío (El Regreso del Destino), y que también quedé con ganas de más. :)
ResponderEliminarFelicitaciones, Tulio!!! :D