miércoles, 31 de octubre de 2012

La voz de los muertos


Mi regalo de Halloween. ¡Espero les guste!

TuLio

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La voz de los muertos

La primera vez que Jean Paul escuchó la voz de los muertos, llovía. Eso sería lo primero en lo que pensaría los años venideros cuando recordara aquel día: las gotas que resbalaban por el vidrio de la funeraria. Era una lluvia silenciosa, sin rayos ni truenos, ni siquiera ventisca, sólo el sonido del agua estrellándose contra el suelo.

Adentro habían figuras vestidas de negro, seres casi fantasmales que se comunicaban por medio de susurros. Jean Paul los ignoraba y se concentraba únicamente en la ventana y el agua. No le gustaban los adultos ni los ruidos que causaban al hablar. De repente, sintió unas manos que se posaron sobre sus hombros y una voz  dijo: “Ve a despedir a tu tío Gideon”. El pequeño empezó a avanzar hacia el féretro, mientras los asistentes conmovidos empezaron a apartarse en dos hileras hasta que estuvo frente al ataúd.

Tuvo que empinarse para ver el cadáver. El rostro del anciano era pacífico, como si estuviera dormido. El niño lo contempló y le tocó una mejilla. Estaba fría. Iba a retirarse cuando escuchó una voz que procedía del difunto, más que una voz era un gesto desesperado, un chillido similar al de un cerdo, un estribillo que repetía una y otra vez “Devuélveme la vida”  “¡Revíveme!”

Jeannette vio que su hijo miraba petrificado el cadáver. Era muy pequeño aún, no tenía seis años, tal vez había sido una imprudencia llevarlo al funeral. Lo llamó: ‘Jean Paul ven aquí’, el niño dejó de observar el cuerpo del viejo y fue a reunirse con su madre.

A partir de ese momento empezó a escuchar esa voz más a menudo, con mayor claridad. Los muertos sólo querían ser revividos, el otro mundo les parecía muy aburrido. Él intentaba hablar con ellos, pero no era escuchado y solo recibía como contestación: Déjanos volver, déjanos volver.

Alguna vez estando con su padre en la sala le confesó lo que le ocurría.

—Papá ¿Las personas pueden regresar de la muerte?

—¿Por qué lo preguntas? —le respondió Francois Morteau a su hijo.

— Hoy en el colegio vimos cómo Jesús resucitó a Lázaro que había muerto. Se paró frente a la tumba y ordenó ‘Lázaro levántate’ y él volvió de entre los muertos.

—Hijo, esas historias de la Biblia no hay que tomarlas tan en serio, cuando alguien muere se va para siempre.

—¿Entonces por qué los escucho?

—¿Qué cosa?

— La voz de los muertos… Me hablan todo el tiempo, a todas horas. Quieren que los traiga de regreso, que me haga frente a sus tumbas y les grite “Levántense” para que puedan volver.

—¡Basta! —gritó su padre furioso. ¡Nadie puede volver de entre los muertos! ¡Lázaro no existió y no quiero volver a oír de ese tema, jamás! ¡JAMÁS!

Jean Paul nunca había  visto tan enojado a su padre: manoteaba y gritaba como si estuviera peleando con alguien más: “¡Vete a dormir ya!” le ordenó finalmente.

Cuando su hijo subió al cuarto, Francois se sirvió un vaso de whisky. Mientras tomaba empezó a maldecir su suerte. Pensó en su padre que había muerto antes del nacimiento de Jean Paul. “Puedes negar lo que eres, pero el vudú corre en tus venas y en la de tu descendencia”, le había dicho en su lecho de muerte.



Haití es una tierra de magia y hechicería, él se había criado en ese entorno y lo odiaba. Su padre había sido un bokor, un hechicero del vudú, había intentado que Francois siguiera sus pasos, pero él había huido de su casa y refugiado en los libros y la ciencia para escapar de ese mundo siniestro y pagano.

Ahora era un respetado y exitoso profesor universitario, pero en ocasiones, soñaba que los cadáveres salían de sus tumbas e iban a verlo dormir intentando comunicarse, pero él no entendía sus palabras y sólo se despertaba cuando sus putrefactas manos rozaban su rostro.

Después de bogar cuatro vasos de licor se tranquilizó. Ellos no resucitan, el que su padre afirmara que podía despertarlos era simplemente un reflejo de su mente enferma; por otro lado, Jean Paul, seguramente había quedado impresionado con  la historia de Lázaro y había inventado el resto.

‘El vudú corre por tu sangre y la de tu descendencia’ le silbó el viento. ‘Cállate viejo’ respondió en voz alta ‘no puedes volver, nadie puede’.

Por un tiempo todo pareció marchar bien. Jean Paul no volvió a hablar del tema y Francois fue ascendido a vicerrector en la universidad. Jeanette  aumentó la felicidad de la familia al anunciar que estaba embarazada.

Pero la felicidad no dura para siempre, la vida es como una montaña rusa que nos depara de manera frenética momentos alegres y tristes. Cuando pensamos que no hay una salida vemos la luz al final del túnel y cuando creemos que no podemos ser más felices  llega una desgracia que nos hunde en la más profunda  depresión.

Esto lo comprobó Francois una calurosa tarde de abril.

Había sido un día difícil en la universidad. El decano de la facultad de medicina había pedido permiso para ausentarse cinco  días.

—Pero Michel —le había dicho— estamos en época de parciales ¿Qué ha pasado?

—Acaba de morir mi abuela Gertrude.

—Lo siento mucho.

—No lo hagas, ya estaba muy vieja y enferma. Te confieso que ha sido un alivio que lo hiciera.

—¡Michel! —exclamó indignado Francois.

— A ti no te puedo mentir, ella ya no fue la mujer que me crió.

—Si es así ¿Para qué me pides cinco días de licencia?

—Necesito prepararla.

—¿Prepararla?

—Sí.  Debemos velarla hasta que su cuerpo se pudra y luego enterrarla en el patio de nuestra casa para evitar que vengan por ella.

—¿Y quién va a venir? —preguntó sospechando la respuesta.

—Un bokor para despertarla y esclavizarla —dijo Michel como si aquello fuera lo más natural del mundo.

Sintió la respuesta como una bofetada en la cara.

—¿Cómo es posible que creas en esos cuentos? ¡Eres un médico, por el amor de dios y estamos ya en pleno siglo XX!

—Algunos cuentos son reales profesor —respondió el decano—. Haití es la tierra en donde los muertos caminan. He visto cosas que no creería a menos que las experimentara; el poder de los bokor es cierto y los zombis son tan reales como usted o yo.

Finalmente había accedido de mala gana a darle esos días de licencia a su decano.  Pensó que más que regaños necesitaba comprensión, no todos los días se le  muere a uno la abuela.

Meditando sobre ese asunto llegó a casa. Al llegar a la puerta vio varias plumas y sangre en el piso y en la puerta. Lo primero que pensó fue en su esposa embarazada, ‘Jeanette’ gritó mientras buscaba a toda velocidad las llaves.

Entró y llamó de nuevo a su esposa. Nadie respondió. Corrió hacia el patio trasero con el corazón en la boca, mientras creía ver a su mujer muerta, a su bebé nonato muerto, a su padre riendo, pero cuando  llegó contempló una escena que nunca hubiera imaginado.

Su hijo estaba en la mitad del patio con un perro muerto en su regazo. El animal que sangraba por las heridas ocasionadas por un cuchillo se movía de manera espasmódica en una larga agonía. A su alrededor y acomodados de manera circular, había varios pájaros muertos. 

Francois estaba aterrorizado, aun no podía creer que el niño hubiera matado a esos animales.

— ¡Jean Paul! ¿Qué has hecho, hijo?

—Estoy liberando a los animales —respondió con un tono de orgullo en su voz.

—¿Liberándolos de qué?

—De vivir. Del peso de la vida…cuando vuelvan serán diferentes.

Fueron esas palabras las que convirtieron el miedo de Francois en ira.  Miró al niño, diablos, como se parecía a su padre…atravesó a zancadas el patio y empezó a golpearlo una y otra y otra vez.

Si no me detengo lo voy a matar pensó en el éxtasis de su violencia ¿Pero no sería, a la larga, lo mejor?  Ese niño está perdido y lo sabes. Ya no es tu hijo, le pertenece al vudú,  al maldito vudú.

Fue Jeannette quien  detuvo la situación separando  a su esposo de su hijo. Cuando sintió el tibio brazo de la mujer, Francois fue consciente de lo que estaba haciendo, soltó al niño y se alejó del patio.

Ella se encargó de recoger al pequeño, limpiarle las heridas, curarlo y acompañarlo a dormir. Una vez en el cuarto habló con él.

—Debes perdonar a papá, a pesar de todo te ama, lo sé.

—No los soporto— respondió él.

—¿Qué cosa cariño?

—A los vivos.

Ella miró al niño. Era un ser extraño y anodino que ya no le pertenecía. Su hijo nunca más volvería, pero a pesar de todo seguía siendo su madre y aún lo amaba, lo besó y abrazó.

A partir de ese día, la relación entre padre e hijo cambió para siempre. A duras penas se hablaban. Cuando Francois miraba los ojos de su hijo no veía a su niño a quien había amado, sino los ecos de un mundo que quería dejar atrás; no lo odiaba pero le temía. Mucho.

Maurice Morteau, el segundo hijo del matrimonio de Francois y Jeannette, vino al mundo el 19 de julio de 1970, nació pesando 4 kilos con una estatura de 55 centímetros y con fuertes pulmones como pudieron comprobar los afortunados padres las primeras noches, cuando el bebé rugía exigiendo cambio de pañales o alimento.

Francois no podía estar más orgulloso  de su nuevo hijo. Casi todas las noches iba hasta su cuna y lo veía dormir. Le fascinaba escuchar su débil respiración y sentir el olor de su cuerpecito, era la más hermosa criatura de todas. No podía dejar de referirse a él como un angelito de ébano.

Jean Paul no había querido ver al bebé. Cuando sus padres regresaron del hospital, se mantuvo alejado de ellos; lo miraba de reojo. Cuando su mamá le preguntó qué opinaba de su hermanito, respondió, ‘No me gusta. Hace demasiado ruido’.

A su padre no le agradaba este comportamiento de su primogénito hacía el bebé. No soportaba verlo cerca de él, de esa manera tan silenciosa y furtiva como si fuera una criatura nocturna, inclusive llegó a temer que le hiciera algo a su hermano.

Pero a pesar de todo, amaba mucho a su hijo y le dolía mucho esta situación. Intentó, a pesar de su temor, acercarse nuevamente a Jean Paul, pero él había creado un muro infranqueable. Quiso por lo menos que el niño dejara sus pensamientos de muerte y soledad y lo envió donde varios psicólogos quienes siempre le diagnosticaban ‘psicosis infantil’  y rehusaban trabajar con él.

Una noche, seis meses después del nacimiento de Maurice, Jeanette recibió una llamada de su casa: Su madre tenía un nuevo ataque y ella debía ir a cuidarla.

Le preguntó a su esposo si podía encargarse del ángel de ébano mientras estaba por fuera. A pesar de su respuesta afirmativa, ella dudó, y no porque dudara que su marido podría cuidar de bebé Maurice, sino porque su instinto femenino le hablaba de –muerte— cosas malas que le podían pasar a su hermoso niño si lo abandonaba, por desgracia prevaleció la voz racional que la instaba en confiar en su hombre e ir a brazos de su progenitora.

El orgulloso padre veía nuevamente a su bebé dormir. Qué feliz se sentía al admirarlo. Mientras lo contemplaba, pensaba que nunca en su vida había hecho algo tan hermoso, su hijo era una obra de arte, ese fue su último pensamiento antes de quedarse dormido. Esa noche soñó con los muertos, pero en esta oportunidad no lo visitaban a él sino que estaban situados frente a Maurice. Al verlos, el bebé hacía gorgoritos y sonreía. Uno de ellos, una sombra, lo levantó de su cuna y le arrancó una mejilla de un mordisco, el llanto de Maurice fue sofocado por el aullido de los muertos que lo devoraban. Cuando Francois se levantó del sillón, los muertos se apartaron de la cuna y  cuando  se asomó, su hijo ya no estaba en ella, sólo había una mancha de sangre.




Despertó sobresaltado, llorando. Lo primero que hizo al abrir los ojos fue buscar al bebé para verificar que estuviera bien, lo que encontró fue peor que mil pesadillas: la cuna estaba vacía. Fue al cuarto de Jean Paul sabiendo desde antes de abrir la puerta que él ya no estaba allí. Salió de la casa desesperado. Hacía una noche fría con un viento que helaba los huesos. No sabía a ciencia cierta a dónde dirigirse pero sus pies empezaron a moverse por sí solos.

Se adentró en el bosque que quedaba adyacente a la casa. Mientras corría sin rumbo fijo, le parecía escucha en el viento la risa de los difuntos que se burlaban de él. Al fin llegó a un claro al final del camino y se encontró con su destino.

Jean Paul tenía a su hermanito acostado en una especie de losa, a su lado había un cuchillo que Francois no supo si había sido usado aún. Lo empujó con todas sus fuerzas y luego se dirigió hacia el bebé.

Había llegado demasiado tarde. Maurice había sido brutalmente apuñalado. Su pequeño cuerpo estaba ensangrentado y la losa teñida de sangre seca… por el amor del cielo ¿cuántas horas había dormido? Los ojos de su bebé estaban abiertos, él los cerró. Su carita ya estaba fría.

Se dirigió hacia Jean Paul, si antes se preguntaba si podría matar a su propia carne, ahora se preguntaba cuánto tardaría.

—Mataste a tu hermano —dijo sin rabia en la voz.

—Solo hice que se callara…cuando vuelva no llorará más…la voz me lo ha prometido.

—Eres un maldito, un enfermo ¿Cómo pudiste?— dijo dejándose arrastrar por la rabia y el dolor. Lo golpeó una y más veces mientras su hijo no hacía ningún esfuerzo por defenderse.

Jean Paul se levantó. Debía tener una o más costillas rotas, escupió un poco de sangre y gritó: ‘Maurice levántate’.

Mientras golpeaba a su hijo sentía que no sería capaz de matarlo pero ahora al verlo parodiando la escena de Lázaro, burlándose de sus creencias y de su pobre bebé muerto, sabía que debía eliminarlo de la faz de la tierra. Se acercó a él y empezó a estrangularlo.

No le importó que se hubiera desvanecido, seguía apretando su cuello y no lo soltaría hasta que escuchara su tráquea romperse. Antes de que eso ocurriera escuchó como un enorme peso cayó aparatosamente de la losa de sacrificio donde estaba el cadáver de su hijo.

Francois sabía que no era ningún animal lo que gateaba detrás de él. Soltó el cuerpo de su hijo mayor pero no fue capaz de voltearse para ver quién o qué se arrastraba hacia él. Recordó las palabras de Michel, ‘Haití es la tierra donde los muertos caminan’, o en este caso gatean pensó él con una triste sonrisa. Las hojas crujían al paso del gateo que se acercaba. Francois quería correr, gritar, por lo menos ser capaz de cerrar los ojos para no ver el horror que lo esperaba pero estaba completamente petrificado, incapaz de hacer nada.

Tan solo sintió cuando unas pequeñas, casi diminutas  manos cogieron su pie; no tuvo que agachar la cabeza para saber que un bebé con su mameluco ensangrentado y una mirada perdida lo observaba atentamente mientras decía su primera palabra:

— Papá.













2 comentarios:

  1. Macabro, intenso, espeluznante. Eso es lo primero que se me viene a la mente al terminar de leer tu historia, Tulio.
    Excelente diagramación de la trama, los personajes y las locaciones. Me encantó.
    ¡Saludos!
    P.D.: un hallazgo la frase "la vida es como una montaña rusa que nos depara de manera frenética momentos alegres y tristes".

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  2. A veces me pregunto qué tienes en tus letras que me hacen leer incluso aquello que me aterroriza. Leería gustosa incluso una sentencia de muerte si viene de tus letras.

    Jum... Terror. Me da tanto miedo como curiosidad. Y te metes con los muertos. ¿Sabías que tengo una extraña relación con la muerte? Esa huesuda me ha robado noches de sueño, la quiero tanto como la odio. Tu escribes historias de terror en las noches de brujas, yo escribo calaveritas en el día de muertos.

    Perfecta como cada cosa que leo de ti, una historia llena de los miedos que nos abruman a los humanos, o bueno a algunos, ese miedo absurdo a la muerte que nos metieron en la cabeza los católicos, y que nos han enseñado a respetar nuestros verdaderos antepasados. La carga necesaria de santería en un cuento, que tiene más de chamanes que de zombies ridiculos de película gringa.

    Me gustó, si, me gustó.

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