Mi regalo de Halloween. ¡Espero les guste!
TuLio
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La voz de los
muertos
La primera vez que Jean Paul escuchó la voz de los
muertos, llovía. Eso sería lo primero en lo que pensaría los años venideros
cuando recordara aquel día: las gotas que resbalaban por el vidrio de la
funeraria. Era una lluvia silenciosa, sin rayos ni truenos, ni siquiera
ventisca, sólo el sonido del agua estrellándose contra el suelo.
Adentro habían figuras vestidas de negro, seres casi
fantasmales que se comunicaban por medio de susurros. Jean Paul los ignoraba y
se concentraba únicamente en la ventana y el agua. No le gustaban los adultos
ni los ruidos que causaban al hablar. De repente, sintió unas manos que se
posaron sobre sus hombros y una voz dijo: “Ve a despedir a tu tío Gideon”.
El pequeño empezó a avanzar hacia el féretro, mientras los asistentes
conmovidos empezaron a apartarse en dos hileras hasta que estuvo frente al
ataúd.
Tuvo que empinarse para ver el cadáver. El rostro del anciano era pacífico, como si estuviera dormido. El niño lo contempló y le tocó una
mejilla. Estaba fría. Iba a retirarse cuando escuchó una voz que procedía del
difunto, más que una voz era un gesto desesperado, un chillido similar al de un
cerdo, un estribillo que repetía una y otra vez “Devuélveme la vida” “¡Revíveme!”
Jeannette vio que su hijo miraba petrificado el cadáver.
Era muy pequeño aún, no tenía seis años, tal vez había sido una imprudencia
llevarlo al funeral. Lo llamó: ‘Jean Paul ven aquí’, el niño dejó de observar
el cuerpo del viejo y fue a reunirse con su madre.
A partir de ese momento empezó a escuchar esa voz más a menudo, con mayor claridad. Los muertos
sólo querían ser revividos, el otro mundo les parecía muy aburrido. Él
intentaba hablar con ellos, pero no era escuchado y solo recibía como
contestación: Déjanos volver, déjanos volver.
Alguna vez estando con su padre en la sala le confesó lo que le ocurría.
—Papá ¿Las personas pueden regresar de la muerte?
—¿Por qué lo preguntas? —le respondió Francois Morteau a
su hijo.
— Hoy en el colegio vimos cómo Jesús resucitó a Lázaro
que había muerto. Se paró frente a la tumba y ordenó ‘Lázaro levántate’ y él
volvió de entre los muertos.
—Hijo, esas historias de la Biblia no hay que tomarlas
tan en serio, cuando alguien muere se va para siempre.
—¿Entonces por qué los escucho?
—¿Qué cosa?
— La voz de los muertos… Me hablan todo el tiempo, a
todas horas. Quieren que los traiga de regreso, que me haga frente a sus tumbas
y les grite “Levántense” para que puedan volver.
—¡Basta! —gritó su padre furioso. ¡Nadie puede volver de
entre los muertos! ¡Lázaro no existió y no quiero volver a oír de ese
tema, jamás! ¡JAMÁS!
Jean Paul nunca había
visto tan enojado a su padre: manoteaba y gritaba como si estuviera
peleando con alguien más: “¡Vete a dormir ya!” le ordenó finalmente.
Cuando su hijo subió al cuarto, Francois se sirvió un
vaso de whisky. Mientras tomaba empezó a maldecir su suerte. Pensó en su padre
que había muerto antes del nacimiento de Jean Paul. “Puedes negar lo que eres, pero el vudú corre en tus venas y en la de
tu descendencia”, le había dicho en su lecho de muerte.
Haití es una tierra de magia y hechicería, él se había
criado en ese entorno y lo odiaba. Su padre había sido un bokor, un hechicero
del vudú, había intentado que Francois siguiera sus pasos, pero él había
huido de su casa y refugiado en los libros y la ciencia para escapar de ese mundo siniestro
y pagano.
Ahora era un respetado y exitoso profesor universitario,
pero en ocasiones, soñaba que los cadáveres salían de sus tumbas e iban a verlo
dormir intentando comunicarse, pero él no entendía sus palabras y sólo se
despertaba cuando sus putrefactas manos rozaban su rostro.
Después de bogar cuatro vasos de licor se tranquilizó. Ellos no resucitan, el que su padre afirmara que podía despertarlos era simplemente un reflejo de su mente enferma; por otro lado,
Jean Paul, seguramente había quedado impresionado con la historia de Lázaro y había inventado el
resto.
‘El vudú corre por tu sangre y la de tu descendencia’ le
silbó el viento. ‘Cállate viejo’ respondió en voz alta ‘no puedes volver, nadie
puede’.
Por un tiempo todo pareció marchar bien. Jean Paul no
volvió a hablar del tema y Francois fue ascendido a vicerrector en la universidad.
Jeanette aumentó la felicidad de la
familia al anunciar que estaba embarazada.
Pero la felicidad no dura para siempre, la vida es como una
montaña rusa que nos depara de manera frenética momentos alegres y tristes.
Cuando pensamos que no hay una salida vemos la luz al final del túnel y cuando
creemos que no podemos ser más felices llega una desgracia que nos hunde en la más
profunda depresión.
Esto lo comprobó Francois una calurosa tarde de abril.
Había sido un día difícil en la universidad. El decano de
la facultad de medicina había pedido permiso para ausentarse cinco días.
—Pero Michel —le había dicho— estamos en época de
parciales ¿Qué ha pasado?
—Acaba de morir mi abuela Gertrude.
—Lo siento mucho.
—No lo hagas, ya estaba muy vieja y enferma. Te confieso
que ha sido un alivio que lo hiciera.
—¡Michel! —exclamó indignado Francois.
— A ti no te puedo mentir, ella ya no fue la mujer que me
crió.
—Si es así ¿Para qué me pides cinco días de licencia?
—Necesito prepararla.
—¿Prepararla?
—Sí. Debemos
velarla hasta que su cuerpo se pudra y luego enterrarla en el patio de nuestra
casa para evitar que vengan por ella.
—¿Y quién va a venir? —preguntó sospechando la respuesta.
—Un bokor para despertarla y esclavizarla —dijo Michel como si aquello fuera lo más natural del mundo.
Sintió la respuesta como una bofetada en la cara.
—¿Cómo es posible que creas en esos cuentos? ¡Eres un
médico, por el amor de dios y estamos ya en pleno siglo XX!
—Algunos cuentos son reales profesor —respondió el decano—. Haití es la tierra en donde los muertos caminan. He visto cosas que no creería a menos que las experimentara; el poder de los bokor es cierto y los
zombis son tan reales como usted o yo.
Finalmente había accedido de mala gana a darle esos días de
licencia a su decano. Pensó que más que
regaños necesitaba comprensión, no todos los días se le muere a uno la abuela.
Meditando sobre ese asunto llegó a casa. Al llegar a la
puerta vio varias plumas y sangre en el piso y en la puerta. Lo primero que
pensó fue en su esposa embarazada, ‘Jeanette’ gritó mientras buscaba a toda
velocidad las llaves.
Entró y llamó de nuevo a su esposa. Nadie respondió.
Corrió hacia el patio trasero con el corazón en la boca, mientras creía ver a su
mujer muerta, a su bebé nonato muerto, a
su padre riendo, pero cuando llegó
contempló una escena que nunca hubiera imaginado.
Su hijo estaba en la mitad del patio con un perro muerto
en su regazo. El animal que sangraba por las heridas ocasionadas por un cuchillo
se movía de manera espasmódica en una larga agonía. A su alrededor y acomodados
de manera circular, había varios pájaros muertos.
Francois estaba aterrorizado, aun no podía creer que el
niño hubiera matado a esos animales.
— ¡Jean Paul! ¿Qué has hecho, hijo?
—Estoy liberando a los animales —respondió con un tono de
orgullo en su voz.
—¿Liberándolos de qué?
—De vivir. Del peso de la vida…cuando vuelvan serán
diferentes.
Fueron esas palabras las que convirtieron el miedo de
Francois en ira. Miró al niño, diablos,
como se parecía a su padre…atravesó a zancadas el patio y empezó a golpearlo
una y otra y otra vez.
Si no me detengo lo voy a matar pensó en el éxtasis de su
violencia ¿Pero no sería, a la larga, lo mejor? Ese niño está perdido y lo sabes. Ya no es tu
hijo, le pertenece al vudú, al maldito
vudú.
Fue Jeannette quien detuvo la situación separando a su esposo de su hijo. Cuando
sintió el tibio brazo de la mujer, Francois fue consciente de lo que estaba
haciendo, soltó al niño y se alejó del patio.
Ella se encargó de recoger al pequeño, limpiarle las
heridas, curarlo y acompañarlo a dormir. Una vez en el cuarto habló con él.
—Debes perdonar a papá, a pesar de todo te ama, lo sé.
—No los soporto— respondió él.
—¿Qué cosa cariño?
—A los vivos.
Ella miró al niño. Era un ser extraño y anodino que ya no
le pertenecía. Su hijo nunca más volvería, pero a pesar de todo seguía
siendo su madre y aún lo amaba, lo besó y abrazó.
A partir de ese día, la relación entre padre e hijo
cambió para siempre. A duras penas se hablaban. Cuando Francois miraba los ojos
de su hijo no veía a su niño a quien había amado, sino los ecos de un mundo que quería dejar atrás; no lo
odiaba pero le temía. Mucho.
Maurice Morteau, el segundo hijo del matrimonio de
Francois y Jeannette, vino al mundo el
19 de julio de 1970, nació pesando 4 kilos con una estatura de 55 centímetros y con
fuertes pulmones como pudieron comprobar los afortunados padres las primeras
noches, cuando el bebé rugía exigiendo cambio de pañales o alimento.
Francois no podía estar más orgulloso de su nuevo hijo. Casi todas las noches iba
hasta su cuna y lo veía dormir. Le fascinaba escuchar su débil respiración y
sentir el olor de su cuerpecito, era la más hermosa criatura de todas. No podía
dejar de referirse a él como un angelito de ébano.
Jean Paul no había querido ver al bebé. Cuando sus padres
regresaron del hospital, se mantuvo alejado de ellos; lo miraba de reojo.
Cuando su mamá le preguntó qué opinaba de su hermanito, respondió, ‘No me
gusta. Hace demasiado ruido’.
A su padre no le agradaba este comportamiento de su primogénito hacía el bebé. No soportaba verlo cerca de él, de esa manera tan
silenciosa y furtiva como si fuera una criatura nocturna, inclusive llegó a
temer que le hiciera algo a su hermano.
Pero a pesar de todo, amaba mucho a su hijo y le
dolía mucho esta situación. Intentó, a pesar de su temor, acercarse nuevamente
a Jean Paul, pero él había creado un muro infranqueable. Quiso por lo menos que
el niño dejara sus pensamientos de muerte y soledad y lo envió donde varios
psicólogos quienes siempre le diagnosticaban ‘psicosis infantil’ y rehusaban trabajar con él.
Una noche, seis meses después del nacimiento de Maurice,
Jeanette recibió una llamada de su casa: Su madre tenía un nuevo ataque y ella
debía ir a cuidarla.
Le preguntó a su esposo si podía encargarse del
ángel de ébano mientras estaba por fuera. A pesar de su respuesta
afirmativa, ella dudó, y no porque dudara que su marido podría cuidar de bebé
Maurice, sino porque su instinto femenino le hablaba de –muerte— cosas malas que le podían pasar a su hermoso niño si lo
abandonaba, por desgracia prevaleció la voz racional que la instaba en confiar
en su hombre e ir a brazos de su progenitora.
El orgulloso padre veía nuevamente a su bebé dormir. Qué
feliz se sentía al admirarlo. Mientras lo contemplaba, pensaba que nunca en su
vida había hecho algo tan hermoso, su hijo era una obra de arte, ese fue su último
pensamiento antes de quedarse dormido. Esa noche soñó con los muertos, pero en
esta oportunidad no lo visitaban a él sino que estaban situados frente a
Maurice. Al verlos, el bebé hacía gorgoritos y sonreía. Uno de ellos,
una sombra, lo levantó de su cuna y le arrancó una mejilla de un mordisco, el
llanto de Maurice fue sofocado por el aullido de los muertos que lo devoraban.
Cuando Francois se levantó del sillón, los muertos se apartaron de la cuna
y cuando
se asomó, su hijo ya no estaba en ella, sólo había una mancha de sangre.
Despertó sobresaltado, llorando. Lo primero que hizo al
abrir los ojos fue buscar al bebé para verificar que estuviera bien, lo que
encontró fue peor que mil pesadillas: la cuna estaba vacía. Fue al cuarto de
Jean Paul sabiendo desde antes de abrir la puerta que él ya no estaba allí. Salió de
la casa desesperado. Hacía una noche fría con un viento que helaba los huesos.
No sabía a ciencia cierta a dónde dirigirse pero sus pies empezaron a moverse
por sí solos.
Se adentró en el bosque que quedaba adyacente a
la casa. Mientras corría sin rumbo fijo, le parecía escucha en el viento la
risa de los difuntos que se burlaban de él. Al fin llegó a un claro al final
del camino y se encontró con su destino.
Jean Paul tenía a su hermanito acostado en una especie de
losa, a su lado había un cuchillo que Francois no supo si había sido usado aún. Lo empujó con todas sus fuerzas y luego se dirigió hacia el bebé.
Había llegado demasiado tarde. Maurice había sido brutalmente
apuñalado. Su pequeño cuerpo estaba ensangrentado y la losa teñida de sangre
seca… por el amor del cielo ¿cuántas horas había dormido? Los ojos de su bebé
estaban abiertos, él los cerró. Su carita ya estaba fría.
Se dirigió hacia Jean Paul, si antes se preguntaba si
podría matar a su propia carne, ahora se preguntaba cuánto tardaría.
—Mataste a tu hermano —dijo sin rabia en la voz.
—Solo hice que se callara…cuando vuelva no llorará más…la
voz me lo ha prometido.
—Eres un maldito, un enfermo ¿Cómo pudiste?— dijo
dejándose arrastrar por la rabia y el dolor. Lo golpeó una y más veces mientras
su hijo no hacía ningún esfuerzo por defenderse.
Jean Paul se levantó. Debía tener una o más costillas
rotas, escupió un poco de sangre y gritó: ‘Maurice levántate’.
Mientras golpeaba a su hijo sentía que no sería capaz de
matarlo pero ahora al verlo parodiando la escena de Lázaro, burlándose de sus
creencias y de su pobre bebé muerto, sabía que debía eliminarlo de la faz de la
tierra. Se acercó a él y empezó a estrangularlo.
No le importó que se hubiera desvanecido,
seguía apretando su cuello y no lo soltaría hasta que escuchara su tráquea
romperse. Antes de que eso ocurriera escuchó como un enorme peso cayó
aparatosamente de la losa de sacrificio donde estaba el cadáver de su hijo.
Francois sabía que no era ningún animal lo que gateaba
detrás de él. Soltó el cuerpo de su hijo mayor pero no fue capaz de voltearse
para ver quién o qué se arrastraba hacia él. Recordó las palabras de Michel, ‘Haití es la tierra donde los muertos
caminan’, o en este caso gatean pensó él con una triste sonrisa. Las hojas
crujían al paso del gateo que se acercaba. Francois quería correr, gritar, por lo menos ser capaz de cerrar los ojos para no ver el horror que lo
esperaba pero estaba completamente petrificado, incapaz de hacer nada.
Tan solo sintió cuando unas pequeñas, casi diminutas manos cogieron su pie; no tuvo que agachar la cabeza para
saber que un bebé con su mameluco ensangrentado y una mirada perdida lo
observaba atentamente mientras decía su primera palabra:
— Papá.
Macabro, intenso, espeluznante. Eso es lo primero que se me viene a la mente al terminar de leer tu historia, Tulio.
ResponderEliminarExcelente diagramación de la trama, los personajes y las locaciones. Me encantó.
¡Saludos!
P.D.: un hallazgo la frase "la vida es como una montaña rusa que nos depara de manera frenética momentos alegres y tristes".
A veces me pregunto qué tienes en tus letras que me hacen leer incluso aquello que me aterroriza. Leería gustosa incluso una sentencia de muerte si viene de tus letras.
ResponderEliminarJum... Terror. Me da tanto miedo como curiosidad. Y te metes con los muertos. ¿Sabías que tengo una extraña relación con la muerte? Esa huesuda me ha robado noches de sueño, la quiero tanto como la odio. Tu escribes historias de terror en las noches de brujas, yo escribo calaveritas en el día de muertos.
Perfecta como cada cosa que leo de ti, una historia llena de los miedos que nos abruman a los humanos, o bueno a algunos, ese miedo absurdo a la muerte que nos metieron en la cabeza los católicos, y que nos han enseñado a respetar nuestros verdaderos antepasados. La carga necesaria de santería en un cuento, que tiene más de chamanes que de zombies ridiculos de película gringa.
Me gustó, si, me gustó.