Hablemos de un hombre y de
una mujer. No pensemos en impedimentos de raza, religión, edad o lazos
sanguíneos. Por un momento olvidemos el qué dirán de la sociedad, en si son
infieles o tantas razones que juegan en su contra. Basta con saber que estas dos
personas se gustan, se buscan, se encuentran ocasionalmente pero siempre de
forma efímera y el contacto que tienen
es fugaz pero mágico,como puede ser el rozar de las manos o un par de miradas
que revelan mucho más de lo que aparentan.
Pretendamos que estas
personas logran acordar un encuentro. Para hacerlo, para pactar la cita, deben
recurrir a mil artificios, a inventar códigos secretos que pasen desapercibidos
para el resto de las personas, quizás contar con un cómplice ocasional pero
mejor no, porque hacerlo es un riesgo demasiado grande y todas las cartas
juegan contra ellos. Un papel, un mensaje que se borre en seguida, quizá un
susurro a la medianoche, puedan ser una elección conveniente pero arriesgada.
Luego vendrán las mentiras,
siempre vienen las mentiras. A la esposa, al padre, al hijo, al grupo social o
étnico. Mentimos como descarados, como si la vida se nos fuera en ello, y en
cierto sentido es así, pero lo seguimos haciendo porque engañar es de humanos y
en cierto sentido lo disfrutamos, nos regodeamos en la ignorancia de nuestro
interlocutor, en su mirada estúpida al creernos a ciegas nuestros
embustes. Engañamos con el corazón en la
boca, el sudor contenido y una sonrisa
hipócrita a flor de piel y mientras lo hacemos, pensamos en el cuerpo de la
otra persona, en su olor y en el color de sus ojos.
Una vez nuestros
protagonistas engañan a quien deban engañar deberán dirigirse hacia el lugar de la cita. Caminaran de
manera lenta, dando mil vueltas y desvíos buscando despistar a los incautos, a
los espías. Detrás de la forma desenfadada de avanzar de él, está la
desesperación de la calma, el mirar por el rabillo del ojo intentando encontrar
al terrible perseguidor; cuando la miras a ella, caminando con los hombros
hacia atrás y una pequeña sonrisa que deja brillar sus dientes de pajarillo, no
podrás imaginar la agonía que vive en cada uno de sus pasos, la impaciencia por
el encuentro, la ansiedad por las horas en sus brazos.
Y finalmente él la recoge en
un carro, o se encuentran en un centro comercial donde discretamente se van
alejando de las familias felices que pasean, de los incautos que recorren sin
ninguna finalidad los estantes, y los vendedores aburridos en una tarde de
domingo, para finalmente acercarse y darse un tímido beso lleno de nerviosismo
ante la sensación de ser observados por el incauto de turno.
O quizá sea un encuentro
nocturno. Es posible que se alejen de los sectores que representen un peligro
para ambos y se dirijan hacía una zona segura. Allí podrán jugar unas horas a
ser pareja, a bailar o a comer sin tener que aguantar una mirada de reproche o
un comentario mal intencionado. En ese lugar el alma podrá tener un breve
reposo antes del encuentro definitivo.
Porque debe haber un
encuentro final. Es por esa razón que ese día existe, que la noche se alce
majestuosa y la luna brille con mayor fulgor que en otras ocasiones. Es la
ansiedad de la reunión lo que ha causado
que las bocas se resequen a la espera de un beso que dure toda una noche, que
el cuerpo se estremezca a la espera de las caricias prometidas.
Los besos prohibidos siempre
saben mejor, se besa con el alma, sabiendo que es posible que ésta sea la
última oportunidad. La intensidad nunca será la misma que el beso dado a la pareja de siempre, a la que la rutina ha
convertido en una simple ceremonia, en un ritual de saludo o despedida, simples
convenciones que no pueden competir con el sabor de lo largamente deseado, del
pecado, de la muerte.
Y el momento en que se juntan
los cuerpos es eléctrico . La mujer no se rige por ninguna conducta moral ‘apropiada’,
sabe que no será juzgada por su acompañante – por lo menos no de momento- y se
deja arrastrar por el juego, por la danza perfecta de los cuerpos desnudos, se entrega
sabiendo que por ese momento no deberá usar ninguna máscara sino siendo
simplemente ella, complaciendo los más abyectos deseos de su pareja que en
realidad son los suyos, siendo objeto a la vez que propietaria de ese otro
cuerpo que se le entrega con devoción y con furia.
Pero como todas las buenas
historias, debe haber un final. Antes de ello y mientras llega la madrugada,
llegarán las incriminaciones, la culpa, el qué hemos hecho, los golpes de pecho, las
lágrimas, los gritos y la desesperación que intentan ocultar el hecho de que
cada uno debe retornar a su vida normal, una vida en donde el otro no forma
parte. Finalmente, el hombre y la mujer se ven por última vez, es posible que
haya un último beso fugaz, un abrazo breve y una despedida sin mirar atrás y
preguntándose si es posible que haya un
nuevo encuentro.
Antes de terminar, debo
decir que en muchas oportunidades la literatura ha tratado el tema de los
amores prohibidos, casi siempre desde una óptica masculina donde la mujer es la única castigada por los actos.
Me viene a la memoria Madame Bovary, Lolita o Ana Karenina como ejemplo de
ello, pero también recuerdo a la valiente
novela de DH Lawrence, El Amante de Lady Chatterly donde la mujer vive
feliz con la decisión que adopta de irse a vivir con su amante y dejar una vida
aburrida de lujos. ¡Bravo por Lawrence y su encantadora dama!
Excelente, Tulio...
ResponderEliminar¡Saludos!
Genial! una historia, al parecer muy específica pero en realidad muy repetitiva.... Felicitaciones!
ResponderEliminarJuanito: Como siempre quedo muy agradecido por los comentarios.
ResponderEliminarAngie: Gracias por el comentario. Creo que en cierto sentido el amor es repetitivo, como seres humanos estamos en la búsqueda incesante de afecto.