domingo, 20 de enero de 2013

De los amores prohibidos


Hablemos de un hombre y de una mujer. No pensemos en impedimentos de raza, religión, edad o lazos sanguíneos. Por un momento olvidemos el qué dirán de la sociedad, en si son infieles o tantas razones que juegan en su contra. Basta con saber que estas dos personas se gustan, se buscan, se encuentran ocasionalmente pero siempre de forma efímera  y el contacto que tienen es fugaz pero mágico,como puede ser el rozar de las manos o un par de miradas que revelan mucho más de lo que aparentan.

Pretendamos que estas personas logran acordar un encuentro. Para hacerlo, para pactar la cita, deben recurrir a mil artificios, a inventar códigos secretos que pasen desapercibidos para el resto de las personas, quizás contar con un cómplice ocasional pero mejor no, porque hacerlo es un riesgo demasiado grande y todas las cartas juegan contra ellos. Un papel, un mensaje que se borre en seguida, quizá un susurro a la medianoche, puedan ser una elección conveniente pero arriesgada.

Luego vendrán las mentiras, siempre vienen las mentiras. A la esposa, al padre, al hijo, al grupo social o étnico. Mentimos como descarados, como si la vida se nos fuera en ello, y en cierto sentido es así, pero lo seguimos haciendo porque engañar es de humanos y en cierto sentido lo disfrutamos, nos regodeamos en la ignorancia de nuestro interlocutor, en su mirada estúpida al creernos a ciegas nuestros embustes.  Engañamos con el corazón en la boca, el sudor contenido y  una sonrisa hipócrita a flor de piel y mientras lo hacemos, pensamos en el cuerpo de la otra persona, en su olor y en el color de sus ojos.

Una vez nuestros protagonistas engañan a quien deban engañar deberán dirigirse  hacia el lugar de la cita. Caminaran de manera lenta, dando mil vueltas y desvíos buscando despistar a los incautos, a los espías. Detrás de la forma desenfadada de avanzar de él, está la desesperación de la calma, el mirar por el rabillo del ojo intentando encontrar al terrible perseguidor; cuando la miras a ella, caminando con los hombros hacia atrás y una pequeña sonrisa que deja brillar sus dientes de pajarillo, no podrás imaginar la agonía que vive en cada uno de sus pasos, la impaciencia por el encuentro, la ansiedad por las horas en sus brazos.

Y finalmente él la recoge en un carro, o se encuentran en un centro comercial donde discretamente se van alejando de las familias felices que pasean, de los incautos que recorren sin ninguna finalidad los estantes, y los vendedores aburridos en una tarde de domingo, para finalmente acercarse y darse un tímido beso lleno de nerviosismo ante la sensación de ser observados por el incauto de turno.

O quizá sea un encuentro nocturno. Es posible que se alejen de los sectores que representen un peligro para ambos y se dirijan hacía una zona segura. Allí podrán jugar unas horas a ser pareja, a bailar o a comer sin tener que aguantar una mirada de reproche o un comentario mal intencionado. En ese lugar el alma podrá tener un breve reposo antes del encuentro definitivo.
Porque debe haber un encuentro final. Es por esa razón que ese día existe, que la noche se alce majestuosa y la luna brille con mayor fulgor que en otras ocasiones. Es la ansiedad de la reunión  lo que ha causado que las bocas se resequen a la espera de un beso que dure toda una noche, que el cuerpo se estremezca a la espera de las caricias prometidas.

Los besos prohibidos siempre saben mejor, se besa con el alma, sabiendo que es posible que ésta sea la última oportunidad. La intensidad nunca será la misma que el beso dado  a la pareja de siempre, a la que la rutina ha convertido en una simple ceremonia, en un ritual de saludo o despedida, simples convenciones que no pueden competir con el sabor de lo largamente deseado, del pecado, de la muerte.

Y el momento en que se juntan los cuerpos es eléctrico . La mujer no se rige por ninguna conducta moral ‘apropiada’, sabe que no será juzgada por su acompañante – por lo menos no de momento- y se deja arrastrar por el juego, por la danza perfecta de los cuerpos desnudos, se entrega sabiendo que por ese momento no deberá usar ninguna máscara sino siendo simplemente ella, complaciendo los más abyectos deseos de su pareja que en realidad son los suyos, siendo objeto a la vez que propietaria de ese otro cuerpo que se le entrega con devoción y con furia.

Pero como todas las buenas historias, debe haber un final. Antes de ello y mientras llega la madrugada, llegarán las incriminaciones, la culpa, el  qué hemos hecho, los golpes de pecho, las lágrimas, los gritos y la desesperación que intentan ocultar el hecho de que cada uno debe retornar a su vida normal, una vida en donde el otro no forma parte. Finalmente, el hombre y la mujer se ven por última vez, es posible que haya un último beso fugaz, un abrazo breve y una despedida sin mirar atrás y preguntándose  si es posible que haya un nuevo encuentro.

Antes de terminar, debo decir que en muchas oportunidades la literatura ha tratado el tema de los amores prohibidos, casi siempre desde una óptica masculina donde  la mujer es la única castigada por los actos. Me viene a la memoria Madame Bovary, Lolita o Ana Karenina como ejemplo de ello, pero también recuerdo a la valiente  novela de DH Lawrence, El Amante de Lady Chatterly donde la mujer vive feliz con la decisión que adopta de irse a vivir con su amante y dejar una vida aburrida de lujos. ¡Bravo por Lawrence y su encantadora dama!

3 comentarios:

  1. Genial! una historia, al parecer muy específica pero en realidad muy repetitiva.... Felicitaciones!

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  2. Juanito: Como siempre quedo muy agradecido por los comentarios.

    Angie: Gracias por el comentario. Creo que en cierto sentido el amor es repetitivo, como seres humanos estamos en la búsqueda incesante de afecto.

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