Entonces él llegó. No, la
verdad es que aún no lo hacía pero sería pronto y debía estar listo para el
momento. El hombre se asomó por la pequeña ventana de su apartamento, aquel
pequeño agujero por donde podía ver el infinito, las estrellas, atardeceres
pintados de mil colores y las diferentes vistas a los momentos de su vida, a lo
que había hecho y dejado de hacer, a sus aciertos y errores.
El ocaso había llegado a la
ciudad y esta vez era el gris el que inundaba cada una de sus calles y avenidas,
se veía como una especie de niebla que engullía de manera cruel toda la urbe,
sus ciudadanos y sus pequeños e insignificantes problemas. Se sirvió un vaso
grande de whiskey y lo empezó a bogar de
manera lenta pero compulsiva dejando que el líquido ámbar se deslizará por la
comisura de sus labios, ese era el ritual para que él llegara. Se sentó en el fondo del cuarto y se sirvió dos copas
más las cuales fue bebiendo mientras el momento se acercaba.
Pensaba en la vez en que
fueron al campo. En aquella ocasión,
mamá y Laura se habían quedado en casa. Era una salida de hombres había dicho
papá. Salieron de la ciudad y caminaron por horas enteras hasta llegar a un
sitio descampado donde solo estaba el pasto,
no había un árbol o un solo animal que los distrajera; en ese momento se habían
convertido en los dos últimos seres que quedaban sobre la tierra. Se tumbaron
en el suelo sin dialogar, la
conversación no era el fuerte de ninguno de ellos y en silencio observaron el transcurrir del
día. Al llegar la noche las estrellas inundaron el cielo como un enjambre de
luciérnagas, él niño maravillado se levantó del suelo miró al padre a los ojos
y preguntó, ¿Por qué hay tantas
estrellas en el cielo, papá?, el hombre miró de vuelta al niño buscando una
respuesta ingeniosa, lo tomo de las manos y le dijo, Para recordar lo pequeños
que somos.
Había pasado mucho tiempo
desde esa noche y mucha agua había corrido bajo el puente. El niño creció, se
casó, consiguió trabajo, dejó de hacerse preguntas sin respuestas sobre el
firmamento, aprendió a mentir, tuvo hijos, los amó, se aburrió de ellos, volvió
a quererlos, asesinó los sueños que alguna vez albergó su corazón, habló de
fútbol, de política, de mujeres, experimentó pérdidas y algunos triunfos y las
pequeñas rutinas y ceremonias cotidianas se convirtieron en el resumen de su
vida.
Y acá estaba de nuevo esperando a que él
viniera de nuevo. Lo hacía siempre que quería. Los muertos nunca nos dejan del
todo. Necesitaba verlo, no sólo a él
sino a todos los que se habían marchado. Había dejado de creer en el destino o
en una fuerza superior al ver que moría gente más valiosa, más inocente, mejor
que él. El alcohol lo ayudaba a verlos, hacía más fácil que sus sentidos se
agudizaran y su percepción no fallara. Había creado una especie de rutina
macabra donde los lunes lo veía a él, los martes, miércoles y jueves a la
esposa y los chicos, el viernes a los amigos y sábados a mamá y a Laura.
A ellos, a los otros
muertos, lo único que podía hacer era pedirles perdón. No valía la pena sin
embargo: ellos solo lo observaban en silencio, nunca habían pronunciado una
palabra y su mirada era una mezcla de compasión y tristeza que le taladraban el
poco corazón que le quedaba. Aun así, hablaba en medio de susurros,
preguntándoles si estaban bien y excusándose por no haber partido antes que
ellos.
La hora estaba próxima. Lo
noto en el instante que vio la pared, parecía líquida como si se derritiera y
de sus resquicios saliera más y más whisky. Se levantó con dificultad, el suelo
daba vueltas como si estuviera a bordo de un barco azotado por una tormenta,
movió la cabeza a un lado y lo vio.
Finalmente había llegado. Su padre lo observaba con esa mezcla de tristeza,
piedad y un breve reproche por haberse tomado la botella sin haberlo convidado a
por lo menos una copa.
El hombre analizó a su
progenitor. No tenía los ojos abiertos e inexpresivos como el momento en que murió, ni los achaques de los
últimos años; dicho sea de paso su papá lucía mucho más joven de lo que él se
veía ahora, es que la vida te mata en vida pensó mientras avanzaba a
trompicones a la vez que las paredes se seguían derritiendo de whisky y el
techo parecía empezar a gotear más licor. El padre no se molestó en apoyar el
caminar de su hijo, únicamente lo acompañaba de manera sigilosa a su lado.
Finalmente llegaron a su destino, a la pequeña ventana que se había convertido
en su universo.
Los muertos nunca nos
abandonan, volvió a pensar el hombre, miró al cielo, al infinito y al enjambre
de luciérnagas que parecían dispuestas a abalanzarse sobre la ciudad y
preguntó:
¿Por qué hay tantas
estrellas en el cielo, papá?
Sueños no muertos si no dormidos.... La cuestión es volverse a cuestionar!!!!.... Me gusto resto!!!
ResponderEliminarMuchas gracias querida amiga. Me alegra que te haya gustado. Un beso.
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