martes, 14 de abril de 2015

Then he came

Entonces él llegó. No, la verdad es que aún no lo hacía pero sería pronto y debía estar listo para el momento. El hombre se asomó por la pequeña ventana de su apartamento, aquel pequeño agujero por donde podía ver el infinito, las estrellas, atardeceres pintados de mil colores y las diferentes vistas a los momentos de su vida, a lo que había hecho y dejado de hacer, a sus aciertos y errores.

El ocaso había llegado a la ciudad y esta vez era el gris el que inundaba cada una de sus calles y avenidas, se veía como una especie de niebla que engullía de manera cruel toda la urbe, sus ciudadanos y sus pequeños e insignificantes problemas. Se sirvió un vaso grande de whiskey y lo empezó  a bogar de manera lenta pero compulsiva dejando que el líquido ámbar se deslizará por la comisura de sus labios, ese era el ritual para que él llegara. Se sentó  en el fondo del cuarto y se sirvió dos copas más las cuales fue bebiendo mientras el momento se acercaba.

Pensaba en la vez en que fueron al campo.  En aquella ocasión, mamá y Laura se habían quedado en casa. Era una salida de hombres había dicho papá. Salieron de la ciudad y caminaron por horas enteras hasta llegar a un sitio descampado donde solo estaba el pasto, no había un árbol o un solo animal que los distrajera; en ese momento se habían convertido en los dos últimos seres que quedaban sobre la tierra. Se tumbaron en el suelo sin dialogar, la conversación no era el fuerte de ninguno de ellos y en silencio observaron el transcurrir del día. Al llegar la noche las estrellas inundaron el cielo como un enjambre de luciérnagas, él niño maravillado se levantó del suelo miró al padre a los ojos y preguntó,  ¿Por qué hay tantas estrellas en el cielo, papá?, el hombre miró de vuelta al niño buscando una respuesta ingeniosa, lo tomo de las manos y le dijo, Para recordar lo pequeños que somos.

Había pasado mucho tiempo desde esa noche y mucha agua había corrido bajo el puente. El niño creció, se casó, consiguió trabajo, dejó de hacerse preguntas sin respuestas sobre el firmamento, aprendió a mentir, tuvo hijos, los amó, se aburrió de ellos, volvió a quererlos, asesinó los sueños que alguna vez albergó su corazón, habló de fútbol, de política, de mujeres, experimentó pérdidas y algunos triunfos y las pequeñas rutinas y ceremonias cotidianas se convirtieron en el resumen de su vida.

  Y acá estaba de nuevo esperando a que él viniera de nuevo. Lo hacía siempre que quería. Los muertos nunca nos dejan del todo.  Necesitaba verlo, no sólo a él sino a todos los que se habían marchado. Había dejado de creer en el destino o en una fuerza superior al ver que moría gente más valiosa, más inocente, mejor que él. El alcohol lo ayudaba a verlos, hacía más fácil que sus sentidos se agudizaran y su percepción no fallara. Había creado una especie de rutina macabra donde los lunes lo veía a él, los martes, miércoles y jueves a la esposa y los chicos, el viernes a los amigos y sábados a mamá y a Laura.

A ellos, a los otros muertos, lo único que podía hacer era pedirles perdón. No valía la pena sin embargo: ellos solo lo observaban en silencio, nunca habían pronunciado una palabra y su mirada era una mezcla de compasión y tristeza que le taladraban el poco corazón que le quedaba. Aun así, hablaba en medio de susurros, preguntándoles si estaban bien y excusándose por no haber partido antes que ellos.

La hora estaba próxima. Lo noto en el instante que vio la pared, parecía líquida como si se derritiera y de sus resquicios saliera más y más whisky. Se levantó con dificultad, el suelo daba vueltas como si estuviera a bordo de un barco azotado por una tormenta, movió la cabeza a un  lado y lo vio. Finalmente había llegado. Su padre lo observaba con esa mezcla de tristeza, piedad y un breve reproche por haberse tomado la botella sin haberlo convidado a por lo menos una copa.

El hombre analizó a su progenitor. No tenía los ojos abiertos e inexpresivos como el  momento en que murió, ni los achaques de los últimos años; dicho sea de paso su papá lucía mucho más joven de lo que él se veía ahora, es que la vida te mata en vida pensó mientras avanzaba a trompicones a la vez que las paredes se seguían derritiendo de whisky y el techo parecía empezar a gotear más licor. El padre no se molestó en apoyar el caminar de su hijo, únicamente lo acompañaba de manera sigilosa a su lado. Finalmente llegaron a su destino, a la pequeña ventana que se había convertido en su universo.

Los muertos nunca nos abandonan, volvió a pensar el hombre, miró al cielo, al infinito y al enjambre de luciérnagas que parecían dispuestas a abalanzarse sobre la ciudad y preguntó:


¿Por qué hay tantas estrellas en el cielo, papá?





2 comentarios:

  1. Sueños no muertos si no dormidos.... La cuestión es volverse a cuestionar!!!!.... Me gusto resto!!!

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  2. Muchas gracias querida amiga. Me alegra que te haya gustado. Un beso.

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