martes, 20 de octubre de 2015

Rapsodia en una banca de parque

Sentado en el banco del parque de la calle X,  Tomás contemplaba el atardecer. En una mano tenía una botella de cerveza de donde se derramaban pequeñas gotas del color del trigo y en la otra un cigarrillo a medio acabar del cual daba pequeñas caladas para que no se deshiciera inútilmente en sus manos. Se acomodaba en el asiento solitario en el parque solitario mientras contemplaba el sol esconderse con lentitud en las montañas y no evitaba preguntarse si estaba contemplando la realidad verdadera o acaso estaba allí exánime y casi inerte viviendo dentro de una fotografía  de Morgana.

Morgana y la nada, la nada y Morgana, bien podría decirle hechicera o quizá su verdadero nombre, aunque le parecía demasiado mundano, el triunfo de lo común; un nombre es sólo una etiqueta y desde que la conoció, en medio de cigarrillos a medio terminar, papas con mayonesa y una ración extra de sal decidió bautizarla con ese nombre. Ella lo sabía, desde luego, y tan sólo reía ante la ocurrencia mientras pedía otra cerveza.  Mientras estaba sentado en el parque viviendo en una de las fotos de la mujer, meditaba en sí podría salir de ella sin hacer demasiado destrozos, o en cómo volver a la casa si detrás de los árboles donde los columpios estaban colgados justo al lado de la rayuela se escondían los asaltantes que estaban esperando a que él terminara sus cavilaciones para caer como lobos y robarle la plata que no tenía, a la vez que hundían su puñal brillante y oxidado en su pecho, y no puede evitar sentir esa mezcla de pánico y una morbosa curiosidad de saber qué se siente sentir el acero penetrar en su interior, acaso un dolor placentero, una especie de orgasmo mortal, una agonía como la de un parto sólo que esta vez no sería algo momentáneo y destinado al olvido para futuros hijos y el correcto repoblamiento mundial, sino un cruel y lento penar en el que las gotas de sangre carmesí saldrían de su pecho acompasadas con el reloj de bolsillo que guardaba en su pantalón.

Últimamente le había dado por revisar viejas cartas de amor que había cruzado con Emilia. Ya no sentía la premura de los viejos tiempos, ni el agobio del amor y el tiempo perdido aunque las releía de manera obsesiva y frenética, y no porque pensara en volver con ella – no lo hubiera hecho ni por todo el oro del mundo-, al contrario, al releerlas, sentía poco más que la neutralidad de un funcionario público que debe revisar un documento y asegurarse de que estuviera todo en orden,  aur revoir, good bye. Aun así, se quedaba horas contemplando el baulito rojo donde había guardado su correspondencia con ella, sacaba las cartas, releía las letras que habían sido escritas con amor profundo o con pasión de fuego o, en el último tramo, con asco latente de lado y lado. Las clasificaba, las leía en voz alta mientras tomaba uno o dos vasos de algún licor con sabor a hierbas e intentaba entender esa relación, cogía cada una de ellas y las ponía encima de la mesa donde Belcebú lo observaba medio adormecido y ronroneante, con ese ojo amarillo único que parecía iluminarlo todo, e intentaba de manera fútil encajar las piezas del rompecabezas y trataba de comprender qué demonios había pasado y cómo el infinito había durado tan poco. A veces le parecía que la culpa era suya, otras que era de Emilia y la mayoría de las veces la relación quedaba en tablas, un empate sin redención ni merecimientos de tiempo extra o definición por penales.  

Había visto la foto  del atardecer en una foto que Morgana había subido a su muro de Facebook, si la vida fuera tan elegante como las novelas habría podido decir que la había observado en una galería de arte, pero la vida ha dejado de ser pretenciosa y se sacia con una foto vista en redes sociales, una especie de imitación barata de la realidad, donde un atardecer deja de ser un ocaso y donde ni siquiera se convierte en el zoom de los lentes de Morgana para transformarse en una serie píxeles, uno tras otro que viajan a la velocidad de la luz, de computador en computador para ser observados por los ojos anónimos de un mundo virtual que verá el atardecer artificial  ignorando la luz rojiza y mortecina que entra por sus ventanas para casi al instante abrir otra ventana donde puedan ver el resultado del último partido de fútbol o las últimas noticias sobre su actriz favorita.

Y allí estaba él, 32 años, tomando una cerveza que ya estaba dejando de estar helada y prendiendo otro cigarrillo sólo por el ejercicio mecánico de darle una que otra chupada ocasional, pues su verdadero placer era ver como el humo ascendía a los cielos como si se tratara de una diminuta hoguera, mientras el sonido seco del cigarrillo consumiéndose interrumpía el silencio del parque que parecía sucumbir al apocalipsis al que parece sumirse el mundo a las 6:30 de la tarde.  Los pensamientos que tenían eran fugaces y parecían superponerse el uno sobre el otro: Morgana, Emilia, los asaltantes que lo esperaban detrás del árbol de los columpios al lado de la rayuela, la navaja que esperaba por beber la sangre ceremonial, el padre muerto con los ojos perdidos con un reproche que no alcanzó a decir, la sangre que siempre brota, ya sea aquella que se queda en la navaja de afeitar o la que salía a borbotones de hombres mejores que él a los que le había roto la cara o la suya propia cuando neandertales le habían roto la nariz, le gustaba probar su propia sangre, saborear  los fluidos que deberían estar dentro del organismo y cuya salida proscrita le otorgaba el placer de lo prohibido, las caras de las mujeres que lo habían amado en noches de frenesí donde habían jugado al papá y a la mamá en una deformación extrema del juego inocente que hacían en la niñez, al mismo tiempo que sentía como el frío se metía por los zapatos y el pantalón y la camisa y lo hacía tiritar de manera compulsiva a pesar de lo cual se quedaba en el parque, porque sentía que con ese viento helado que hacía erizar cada centímetro de su piel purgaba por lo menos un poco de sus pecados, a la vez que lo hacía sentir vivo y lejano a esa realidad virtual que había devorado sus pensamiento y su alma como si fuera una mosca a merced de esa araña insaciable, depredadora de esa red invisible.

Quizá por eso era que disfrutaba tanto de la compañía de Morgana. A su lado el mundo se hacía más real y disfrutaba verla comer otra porción de papas a la francesa con mayonesa, ración extra de sal y una cerveza helada, o salían a caminar por las calles de la ciudad mientras hablaban de esto y lo otro y hacían pausas en medio de la avenida donde ninguno de los dos daba el primer paso y los besos quedaban guardados, acumulados para otra ocasión o iban de cacería hacia otro restaurante desconocido donde quizá los esperaba una anguila que se rehusaba a morir y se revolcaba esperando una salvación que no habría de llegar, o un restaurante árabe donde fumaban narguila con sabor a menta y cereza o simplemente entraban al primer bar que encontraban y tomaban océanos de alcohol, en botellas de mil formas y colores que se acumulaban de forma patética encima de la mesa, mientras poco a poco iban desnudando el interior, dejándose ir mutuamente de lado, confesándose intimidades tan secretas que ninguna relación sexual podía comparar, para  al final dormir de manera casta el uno al lado del otro, viéndola él dormitar primero y luego caer en ese abismo de la inconsciencia en el que las respiraciones de ambos se acompasaban.

Los rayos finales del sol de la fotografía de Morgana que explotaban y se expandían como tentáculos hasta el infinito ya no existían en la tarde de Tomás y el parque de la Calle X; sólo quedaban a manera de recuerdos una que otra estrella lejana que guardaba para sí la luz de los soles. El hombre se levantó, apagó el cigarrillo a medio empezar, lo tiró en el cemento mientras cogía la botella vacía de cerveza y la arrojó en un gesto despreocupado en el cesto de basura que tenía al lado, y caminó justo hacía los árboles donde estaban los columpios al lado de la rayuela, si tenía suerte saldrían los asaltantes y la navaja sedienta, si no aún lo esperaba el largo camino de vuelta a casa. 


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