El hombre caminó a lo largo
de la infinita bodega de sus memorias. Los anaqueles se arrumaban como trastos
viejos unos sobrepuestos por encima de otros a pesar de lo inabarcable de su
espacio. Eran aquellos recuerdos que volverían hacía sí una y otra vez de
manera repetitiva, podría decirse que obsesiva en los momentos de mayor
efervescencia y febrilidad. Momentos malos que rememoraría en los peores épocas
de su vida y aquellos exultantes y triunfantes que recordaría muy pocas veces,
la mayoría cuando estuviera embriagado.
Tenía en sus manos un paquete
de color rojo oscuro, ni muy grande ni muy pequeño, justo lo necesario para
cargar con ambos brazos sin agotarse demasiado. Por un segundo le llamó la atención
uno de los recuerdos, su mamá cantándole una canción de cuna mientras lloraba,
siempre que lo percibía se preguntaba cuál era la razón de esas lágrimas, de
esa tristeza que se denotaba principalmente en esa voz cascada que entonaba una
melodía no demasiada melancólica pero que siempre lo llenaba de inquietud. Ya
tendría tiempo para pensar en ese cuarto vacío, en esa madre que lloraba en
silencio mientras cantaba, pero en ese momento tenía una misión, sus propias
tristezas y preocupaciones que se materializaban en ese paquete, no demasiado grande
ni pequeño que le exigía como un bebé que ruge por atención que se encargará de
él.
Finalmente llegó al anaquel
que estaba buscando. No había muchos paquetes en él, pues nuestro protagonista
no era hombre que entregara su corazón con demasiada facilidad. Había amado más
de una vez y menos de tres, siempre con resultados funestos. Antes de depositar
el paquete en su lugar la curiosidad lo venció, depositó el paquete rojo oscuro
en el piso y destapó uno de los que estaba en el lugar, era uno amarillo y
vistoso, imposible no reparar en él. Al destapar una de sus puntas percibió un
perfume poco sutil que lo transportó a otro momento, a otra vida, a una voz
fuerte pero al mismo tiempo femenina, a una mujer de fuego con la que había
compartido un par de meses agitados y fugaces similares a los fuegos
artificiales destinados a explotar de manera fulgurante y brillar como nunca
antes se habían visto para desaparecer con la misma rapidez, cerró el paquete
cuando la misma voz le dijo ‘tenemos que hablar’ y recordó el McDonalds repleto
de gente a la vez que su corazón era vaciado y tirado a la caneca de basura
reciclable.
Tomó de nuevo lo que había
venido a dejar. “Ya hemos llegado” susurró. Como un acto de despedida lo abrió
una vez más y salieron todas las cosas tanta las buenas como las malas aunque
pareció predominar la última vez que la había amado, los agonizantes momentos
en que habían tenido una comunión más allá de los cuerpos y los tiempos.
Recordó esa noche fría donde la mujer que él amaba, amaba a alguien más,
recordó sus manos entrelazadas a ese otro, a un extranjero en su historia, un
recién aparecido que con la facilidad de un tahúr venía a llevarse el premio
mayor sin siquiera haber participado.
De manera irracional había
culpado al sitio donde ocurrió todo. No volvería a asistir a ese restaurante de
comida española donde se vendía la tortilla de patatas más deliciosas del mundo,
ni transitaría por esas calles solitarias del centro, llenas de recuerdos donde
llovía de manera constante como si el mundo se fuera acabar ese mismo día. Esa
noche en que perdió su corazón salió del sitio y siguió a los amantes furtivos
a través de las cuadras desiertas de la madrugada, donde se detenían cada dos
por tres para besarse como si solo existieran ellos dos en el universo hasta
que llegaron a una puerta roja y entraron tomados de la mano donde compartirían
sus cuerpos hasta el último aliento, dejando al triste espía prendiendo un
último cigarrillo y emprendiendo de nuevo su viaje de vuelta a casa, porque
siempre, a pesar de los corazones rotos, los familiares muertos, las noches de
excesos o de sexo sin sentido, siempre, volvemos a casa.
Depositó el paquete rojo
oscuro en uno de los espacios vacíos de aquel gigantesco anaquel. Sintió como
si hubiera dejado allí un gran peso que cargaba desde hace un buen tiempo al
igual que gran parte de su alma. Ya todo le pertenecía al pasado y podría
contemplar todo el panorama, la gran fotografía que ahora se dispersaba en mil
fragmentos en toda su magnificencia en un futuro que no sabía si sería cercano
o lejano, de nuevo lo dejaba en manos de aquella incertidumbre que tanto
detestaba.
Empezó a alejarse cuando sin
necesidad de ver nuevamente el paquete que ahora estaba cómodamente acomodado
en su nuevo hogar empezó a rememorar otros momentos, otras realidades que había
vivido con la creadora de ese rojo oscuro. Recordó momentos de silencio
cómplice, una sonrisa fugaz, un parque vacío a excepción de ellos dos, su
cabeza sobre su hombro y la inmortalidad en un segundo. Pensó que la había
visto como nadie más lo había hecho, fragilidad enmarcada en una coraza de
hielo, a la vez que ella había buceado en su alma, más allá de disfraces y
máscaras para el mundo exterior, y había visto al hombre, su verdadero ser, más
allá de rumores y mentiras, la esencia que sólo se guarda para sí mismos y para
las pocas personas que nos llegan a conocer en nuestra existencia.
Tal vez el amor era eso,
pensó. La fugacidad de un momento donde nos sentimos eternos e inmortales donde
todas las desgracias y tristezas de un mundo ruin y hostil dispuesto a
devorarte con la misma avidez de Cronos desaparecen en una sonrisa ajena, en
contemplar a esa persona que se ha instalado en tu cabeza y en tu corazón dormir profundamente, soñando con un no sé qué, donde tú darías el resto de tu
vida esperando a que fuera contigo y sin embargo no la despiertas sino que te
quedas largas horas viendo sus ojos cerrados y su respiración acompasada.
Y sabes que al final la
burbuja reventará, que por cada momento de felicidad vendrán dos o tres de
profunda tristeza cuando esa persona se haya ido, porque al final todos nos
terminamos yendo, pero no puedes evitar caer en esos complicados y a la vez
simples engranajes, porque es ese sentimiento, con todas sus tristezas, vacíos
y rabias lo que hace que la vida valga realmente la pena y porque es en él
donde somos, así sea por efímeros momentos, más poderosos que la muerte.
El hombre siguió avanzando
por la gran bodega de sus pensamientos silbaba la canción de cuna que treinta
años atrás su madre había cantado para él, sin embargo no lloraba.
Precioso cuento.
ResponderEliminarSaludos!
Alfred.....muchísimas gracias por leerme. Un placer que te haya gustado.
EliminarExcelente.
ResponderEliminarExcelente.
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