¿Sabían que el cuerpo humano contiene
aproximadamente 37 litros de agua, de los cuales el
66% corresponde a la masa corporal, el 75%
al cerebro, el 83% a la sangre y el 25% a los huesos? Seguramente Mateo lo ignoraba. Lo único que sabía
era el recorrido de su puesto de trabajo (A) hasta el enorme botellón de agua
(B), donde abría la llave disfrutando del sonido del líquido al llenar el vaso para acto seguido devolverse de nuevo
hasta (A) y empezar a tomar con voracidad el preciado líquido.
Hacía esta caminata aproximadamente unas
veinte veces al día. En un principio, sus compañeros lo observaban con
curiosidad, luego dejaron de prestarle atención. Se referían a él con el mote
de Botellón de agua, que al final
quedó reducido simplemente a Botellón. Miguel no les decía nada, simplemente
sonreía inexpresivo y seguía su camino a
(B) a servirse un nuevo vaso de agua.
Eso era lo que exasperaba a sus
compañeros, esa amabilidad servil, esa docilidad falsa, ese silencio
inescrutable. No llevaba más de un mes en el lugar pero ya era ampliamente
odiado, y su fama de antipatía la conocía hasta la recepcionista del primer
piso. Él no se daba por enterado, iba a cumplir un trabajo y su único momento
de distracción era ir de (A) a (B) tomar un vaso, trabajar unos minutos, volver
a llenar el vaso, sentir una punzada en la parte baja del vientre, ir al baño,
regresar al trabajo.
No siempre fue así. Cuando era pequeño
le encantaba la Coca Cola, era capaz de tomarse dos litros de la gaseosa en media
hora. Le gustaba el sonido que hacía, ese tsssssssss que se mezclaba con
pequeñas gotas que salían del vaso, la espuma que se formaba, mezclarla con
hielo, sentir ese frío en la boca y esa irritación inicial en la garganta que
daba paso al placer. Un día, su madre lo sorprendió, tenía tres botellas vacías
a su alrededor. La señora Espinoza lo miró primero con sorpresa, se acercó y le
dijo con voz gélida.
— ¿Y esto qué es? ¿Te tomaste todas
estas gaseosas? —dijo ella haciendo énfasis en la palabra
todas.
—Sí, mamá —respondió él, sintiéndose culpable sin saber por qué.
La señora se acercó y parecía que iba a darle un abrazo, Miguel
abrió los brazos y no tuvo tiempo de esquivar la bofetada. Cayó al suelo y se
tocó los labios, manaba sangre. Cuando se los relamió le pareció que aún sabían
a Coca Cola.
—Voy a decirte una cosa, y quiero que
me escuches bien porque no la repetiré –dijo la madre —El agua es vida, es lo
único que vale la pena tomar. Las demás cosas son porquerías. Piensa que si tu
papá hubiera tomado más agua en lugar de otras cosas, hoy seguiría vivo. Así
que no te quiero ver otra vez con esa gaseosa ¿o acaso quieres morirte y
dejarme sola?
—No mamá –lloraba el niño—. No lo volveré a hacer. ¡Lo juro!
Y así fue. La madre había muerto hace
años, tantos que ni siquiera el mismo Mateo lo recordaba pero no había roto la
promesa, incluso la había hecho más severa, no había vuelto a tomar ningún otro
líquido, ni tinto, ni jugos, ni leche, ni nada, sólo eso, agua, para
refrescarse, para acompañar las comidas, para saciar la sed.
Su comportamiento se había vuelto más
obsesivo y radical desde que entró a trabajar en la empresa de (A) y (B). No
era cierto que fuera inmune a las críticas o a las miradas de desprecio de sus
compañeros, pero la manera que tenía de calmar sus nervios y frustraciones era
precisamente tomando una ración doble de agua.
Un día, al ir al baño, notó que el
chorro de la orina había perdido su característico color amarillento. No sólo
eso, ya no tenía ese olor a lejía suave de siempre y estaba seguro que si la probaba muy
seguramente no tendría sabor. Perplejo, se subió la bragueta y para calmarse,
se tomó tres vasos seguidos de su líquido preferido.
Horrorizado, fue descubriendo como poco a
poco este rasgo se iba extendiendo a otras funciones fisiológicas: Un día en que
salió a trotar comprobó como el sudor que le caía de la frente no tenía ese sabor caliente y salado, era simplemente un líquido neutro que le
repugnaba. Peor fue a la hora de comer, cuando se dio cuenta que su saliva
había perdido viscosidad y esa acidez que le daba sabor a los alimentos; cada
vez que se metía un pedazo de comida a la boca le sabía a agua, salió corriendo
al baño en espera de vomitar pero lo único que le salía cada vez que tenía arcadas
era agua y más agua.
Lo peor fue cuando hizo el amor con
Matilda, su novia. En un principio se negó porque sabía lo que iba a ocurrir,
pero ella empezó a insultarlo, a gritar y a llorar, Miguel se acercó a ella y
bebió de sus lágrimas pero escupió al comprobar que para él ya no tenían sabor.
Empezaron pues, a besarse, a enredarse las lenguas, a compartir la saliva
y fue solamente besarla una vez para
saber que iba a ser la experiencia más miserable de su vida. Lo que ella le
daba con tanta pasión, no tenía gusto, simplemente sentía su garganta inundada
de su ausencia y una sensación de frío y vacío; cuando la besó, su cuerpo era
simplemente la abstracción de la nada, y al final, cuando eyaculó, en el polvo
más triste de su vida, sintió que su semen no tenía consistencia ni color.
Ella lo abrazaba entre sueños y a punto
de quedarse dormida le dijo.
—¿Sabes? Me sentí como rara.
—¿Rara, cómo? —respondió él a pesar de
saber la respuesta.
—Como si estuviéramos hechos de líquido
y nos hubiéramos unido en un solo rio —dijo y se quedo dormida sin ver el
rostro de miseria de su novio.
Y ahora estaba allí, en la mesa de la
cocina, con un vaso lleno de tentación frente a él, decidido a enfrentara, sabiendo que si la rechazaba podrá volverse un hombre normal, quizá
podría ser aceptado por sus compañeros, o
quizá no, botellón, le dijo una voz que pretendió ignorar.
Veía el vaso con agua deliciosa y
refrescante, podía sentirla deslizándose deliciosamente por su garganta, sintió
los labios secos y la sangre ebullendo por las venas y arterias, pero ya basta se dijo, no puedo seguir así.
Se sentía como un adicto, el cuerpo le picaba, se sentía ansioso, como si
pudiera treparse a las paredes o fuera
capaz de matar a alguien. Nunca había escuchado a nadie que fuera un aguadicto,
era tan gracioso que hasta podría llorar de la risa, pero al imaginarse el tipo
de lágrimas que le saldrían, se abstuvo.
Hubiera podido resistir la tentación
pero vio una gota diminuta que se deslizaba por fuera del vaso y que al chocar
con el suelo sonaba como una especie de drip.
Miguel la contempló fascinado y la vio morir contra el exterior, muy pronto
una segunda gota la siguió, drip, y
luego una tercera y una cuarta. El sonido taladraba sus oídos, se sentía
culpable de la muerte de las gotas, de su suicidio colectivo, peor aún, del
desperdicio que allí se estaba realizando, cada partícula que salía del vaso y
se anulaba no podía ser recuperada jamás, cada drip, drip, drip era agua que iba a morir al viento.
Vio el vaso, vio las gotas, pudo sentir
la voz de su madre, El agua es vida,
si la desperdiciaba si dejaba que ese drip, drip, drip siguiera ocurriendo y
se multiplicara seguramente iba a
enloquecer, cogió el vaso y en un acto suicida se tomó el líquido.
Diecinueve de abril, habían pasado cinco
días desde que dejara de comer. No tenía sentido intentarlo, los alimentos se
convertían en agua tan pronto los masticaba, hacerlo era un proceso mecánico
que le causaba repulsión; a cambio, incrementó el consumo de agua llegando
hasta los cincuenta vasos diarios. Sus compañeros trocaron su hostilidad en preocupación: “¿Te encuentras bien Botelloncito?”, le
preguntaba una compañera, Claro que estoy bien
¿por qué la pregunta?; “No sé, me
parece que tanta tomadera de agua no debe ser normal”; ¿Pero no sabía usted -respondía nuestro héroe- que el agua es vida?, y dejando a la buena samaritana
con la palabra en la boca se dirigía nuevamente a (B) a llenar un nuevo vaso.
Ocurrió finalmente una semana después,
cuando contemplaba la pantalla del computador. Tenía las manos al lado de su
escritorio cuando sintió algo húmedo, volteó y observó una pequeña cantidad de
agua debajo de su mano, buscó el vaso responsable pero lo encontró vacío, hacía
un buen rato había tomado su quincuagésimo ración y se había olvidado de llenarlo
nuevamente. Levanto la mano derecha y se frotó su dedo pulgar con el índice,
estaban empapados; repitió la operación con los dedos de la mano derecha con
idéntico resultado.
Al comprender lo que estaba sucediendo,
se levantó del puesto, ignoró los comentarios de algún compañero de
trabajo que le dijo “¿A dónde vas Botellón? ¡Todavía hay mucho trabajo por hacer!”
y a toda prisa salió del edificio. Las oficinas quedaban a las afueras de la
ciudad, Miguel corrió ignorando a los guardias de seguridad que ni siquiera
hicieron el esfuerzo por detenerlo, al tocarse la frente sólo encontró ríos de
agua.
Se adentró en el bosque, cada vez tenía
más calor, se fue despojando de su saco, de su camisa, sus zapatos, medias y pantalón, si hubiera vuelto la vista atrás
se habría dado cuenta que tras de sí iba dejando un rastro acuoso. Se detuvo
extenuado, no podía dar un paso más, ahora el líquido surgía de cada uno de los
poros de su piel, se sentó en un pequeño tronco. Levantó la mirada al sol, pudo
sentir como lentamente se iba derritiendo, no se entristeció, era una sensación
demasiado placentera para ello. Cerró los ojos y no fue consciente de cómo su
piel se volvía líquida, simplemente se quedó quieto sintiendo como se volvía
uno con la tierra, el cielo y las nubes comprendiendo que tan solo era un pequeño hilo de agua que
se iba a reunir con el mar. Su último pensamiento fue lo que ocurriría al
momento de desintegrarse, el sonido que haría cuando finalmente desapareciera y
cayera al suelo. Drip, drip, drip.
Me recordó un cuento que escribí, que trata casi de lo mismo, con el agua y esas cosas.
ResponderEliminarEmpecé bien. Me atrapó, pero una expresión me sacó por un momento de la historia:
"—¿Sabes? ¿Me sentí como rara?". Si lo lees en voz alta, te darás cuenta que el tono de pregunta solo se marca en "¿sabes?", pero en la otra no, porque va en tono neutro: ¿Sabes? Me sentí como rara.
Sin embargo seguí leyendo porque estaba intrigado, aunque el final lo vi venir. Quizá porque en mi cuento el final es similar, o tal vez porque no ha otro final posible para una histpria fantástica sobre tipo que está lleno de un exceso de agua.
Y bueno, tu lío con la puntuación: en la primera parte está bastante bien, pero empiezas a descuidarla en la segunda mitad. Trabajale más a asunto.
Saludos.
¡Cuánta imaginación!
ResponderEliminarMe encantó la historia, Tulio. Repleta de pequeñas huellas que van transformando lo cotidiano en fantasía, hasta llegar a ese excelente final.
Muy bueno.
¡Saludos!
Mauro: Toda la razón. El error es imperdonable. Gracias por decírmelo. No se repetirá.
ResponderEliminarJuanito: Como siempre, mil gracias.