Tm69
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I.
El
hombre dragón. Podía fumar en cualquier ocasión y compañía, pero disfrutaba hacerlo
solo, en completo silencio. Lo hacía de manera lenta, ceremoniosa: le gustaba
sacar de sus bolsillos el paquete de cigarrillos y observarlo alrededor de diez
segundos, luego de lo cual escogía uno al azar, lo tomaba entre sus dedos y lo llevaba hasta la boca;
después, con la otra mano, sacaba el encendedor plateado. Observaba la débil
llama del briket bailar débilmente, a punto de apagarse por la fuerza del
viento, y cuando eso sucedía, finalmente se decidía a prenderlo.
Su
sonido favorito era cuando lo encendía, ese eco de hojas crepitando a lo lejos
pero mucho más suave, mucho más tenue. A pesar de fumar desde que era un adolescente,
casi un niño, aún sentía en su lengua ese sabor casi amargo, etéreo, del humo
que aspiraba. Le gustaba retenerlo la mayor cantidad de tiempo en sus pulmones y
luego expulsarlo en cantidades grotescas, cómo si pudiera impregnar de su
esencia todo a su alrededor.
Había
algo hermoso en ese ejercicio. Quizá el hecho de realizar un acto antinatural,
prohibido para los humanos y reservado para seres mitológicos como los
dragones. Le gustaba imaginar que en un pasado muy remoto los hombres habían
sido capaces de expulsar humo de sus bocas, de volar por cielos infinitos y
nadar por las profundidades del océano.
Sabía
que esos pitillos rellenos de nicotina eran un veneno que iban pudriendo
lentamente sus pulmones, su garganta, su boca. Cada vez que aspiraba sentía
como una mancha negra, de un color volátil como el humo, iba extendiéndose
alrededor de su cuerpo matándolo. A pesar de saberlo disfrutaba de cada exhalación de su suicidio lento y le parecía
que no había nada mejor que matarse a plazos en medio del humo que desprendía.
No
era un ermitaño y como se dijo
anteriormente, podía fumar en cualquier momento y compañía. De hecho, tenía diferentes
cigarrillos para cada ocasión: Estaba el que usaba cuando tenía frio y le
calentaba el cuerpo, aquel que le calmaba la ansiedad cuando lo invadían los
nervios; el que se usaba para quemar tiempo en la oficina, esos momentos muertos
que se daban principalmente cuando salía con Luna y los otros compañeros a la
azotea a fumar mientras hablaban de temas de interés; no podía olvidar aquel
que consumía invariablemente después de coito, en ese momento en que los
gemidos habían acallado y el semen se deslizaba en el interior de su compañera,
o yacía de manera ridícula en un condón. Cuando la mujer quería recostarse en
su pecho para descansar después del intercambio de fluidos y las pequeñas
muertes, él la separaba con delicadeza, acercaba
un cenicero y un cigarrillo mientras veía el rostro exhausto y satisfecho de su
acompañante quien finalmente se reclinaba
sobre él y emitía o no –eso dependía de la mujer- un suave ronroneo como
el de un gato, en ese momento también le gustaba ver al techo mientras el humo
se iba desintegrando de manera gradual en la atmósfera.
Pero
al hacer este acto solo, podía viajar al interior de su mente, de su alma. Cada
vez que lo hacía no era necesario que cerrara los ojos para recordar fragmentos
de su vida. Eran como ventanas al pasado que se abrían de manera gradual para
él. En ocasiones pensaba que era absurdo, que se comportaba como un niño
pequeño que necesita de un oso de felpa o una cobija de la suerte para enfrentarse
a sus demonio. Alguna vez Kathy le dijo que era un niño grande, un nené cobarde
e inmaduro, y él pensaba que ella tenía toda la razón, aunque le faltó agregar
que era un verdadero hijo de puta: un pequeño hijo de puta que necesitaba de
cigarrillos para poder mirar con la paciencia de un navegante el mar a veces
calmo, a veces bravío, de sus recuerdos.
En
cada bocanada parecía revivir cosas y más cosas…recuerdos de su niñez que
parecían enterrados en lo más profundo de su inconsciente, amigos de la infancia
que no volvería a encontrar jamás, a su madre en una cama tosiendo sangre,
ratas muertas devoradas por las hormigas, rostros sin nombre y nombres sin
rostro; personas ambiciosas, bondadosas, que lo habían odiado y amado; gestos
lujuriosos y depravados en mujeres que había poseído y de las cuales había amado a muy pocas, y también
rememoraba sensaciones que no parecían tener ningún sentido como el sabor del
pan de su niñez, sus programas favoritos de la televisión cuando era chico y
canciones que lo emocionaban al extremo de derramar una lágrima que siempre
disimulaba ante los demás como ‘una mugre en el ojo’.
No
podía evitar pensar en Camilo y volvía una y otra vez al cementerio donde fue enterrado,
en el que a pesar de que asistieron varias personas no recordaba a nadie y sólo
veía descender su ataúd en medio de una cálida tarde llena de dolor.
En
los momentos de mayor tristeza se preguntaba por qué había sido su amigo quien
había muerto y no él. Su vida en ese entonces y en este ahora era un caos, una
incertidumbre sempiterna, no disfrutaba de la vida sino que tan solo la vivía
dejándose arrastrar en su vórtice infinito,; en cambio él la disfrutaba, gozaba
de cada uno de los pequeños detalles, que para los demás pasaban inadvertidos.
Entonces
la pregunta nuevamente se repetía ¿por qué él y no yo? Si moría nadie lo
extrañaría, su recuerdo se perdería en pocos meses, a lo mejor en uno año o dos.
Pero la situación era Camilo muerto y él vivo, una mierda completa. Le gustaba
pensar que su amigo le había regalado su vida, que había hecho una especie de
sacrificio idiota para que él pudiera vivir más, pero pensar eso lo deprimía,
porque no había hecho nada con su vida, vivirla tal vez, pero era posible que
no fuera suficiente.
Cuando
tenía un estado de ánimo menos lúgubre le gustaba pensar en mujeres. ¡Cómo le
gustaban! No tenía ningún problema con los homosexuales pero se reía de ellos,
no comprendía cómo no caer rendido ante esos cruces de miradas inocentemente
perversas que cruzan con un hombre cuando quieren conquistarlo; ignoraba cómo no
quedar loco con ese olor a hembra, a locura que emanan cuando desean algo
fervientemente; a ese porte que cada una de ellas tiene, a su maquillaje, a su
caminar, al brillo de sus cabellos ya fuera a la luz del sol o de la luna, a
esa gracia que tienen cuando bailan solas, libres. En cada mujer se ocultan los
misterios del universo, nacer para saber de su existencia y morir por ver su
sonrisa, la mujer aquello tan hermoso pero en ocasiones tan inasequible.
Con el cigarrillo a la mitad y mirando a la
nada, pensaba en las mujeres que le habían gustado, construyendo una especie de
Frankenstein siniestro con retazos de recuerdos de aquellas que había y no tenido. Recordaba
la cara de aquella, con los ojos verdes
de esta otra, en la boca carnosa que siempre quiso besar pero que la
propietaria de esos labios rechazaron, pensaba en pelos cortos, largos,
ondulados, lisos, rubios, negros y castaños; en mujeres con pecas, lunares o
sin ellos; en formas de mirar, de reír y
de amar; en cuerpos esculturales de mujeres de fantasías y en cuerpos reales de
mujeres que vivían por el simple hecho de disfrutar las cosas y no por
acomodarse a cánones estúpidos; en senos grandes, pequeños, fabricados y
naturales; en los diferentes sabores de sus sexos y en sus lágrimas y
despedidas.
Le
gustaba ver a esa mujer anónima,
mutable, que variaba cada vez que intentaba reconstruirla. ‘Mi nombre es Legión
porque somos muchas’ habrían podido decirles esas mujeres, esos fantasmas que
siempre vivirían en sus recuerdos, en sus cigarrillos hasta el día en que
muriera, acaso aumentando la lista de mujeres amadas y deseadas, y amalgamarlas
en una sola entidad sin rostro ni nombres pero que representaban la feminidad y
lo hermoso y trágico que se agazapa en ella.
Pero inevitablemente volvía a Kathy, a Luna, a
ambas lunas. Era una especie de tortura placentera volver a esos rostros, a los
años en que su vida orbitaba en torno a ellos, en donde hubo risas y caricias y
besos y paseos tomados de la mano pero también lágrimas y gritos y reclamos.
Relaciones que a pesar del tiempo seguían metidas en su pecho como si una mano
invisible se hubiera introducido a través de sus vísceras, sus pulmones,
hubiera pasado por su hígado, riñones, apéndice y se hubieran incrustado en su
pecho, más allá de su corazón que palpitaba y bombeaba sangre inútil que sólo
servía para vivir una vida sin sentido.
Y
cuando todos esos recuerdos de mujeres amantes, bandidas, beatas, conquistadas
y no conquistadas, de amores y desamores se iban, quedaban las calles. Los
caminos que había emprendido, algunos rústicos, otros modernos, huellas que
había dejado en la playa y que el agua de mar casi borraba instantáneamente;
senderos del campo en donde la falta de luces artificiales eran opacadas por
ese ejército de estrellas, luceros, supernovas y demás maravillas del universo
que jamás podrían ser siquiera débilmente emuladas por la torpe humanidad y que
señalaban irremediablemente el camino a casa; andenes, calles y avenidas de su
ciudad natal y de la capital, llenas de smog, de desesperación por llegar a
alguna parte desconocida, con sus cloacas llenas de licor e ilusiones, calles
repletas de personas espectrales casi inexistentes o aquella esquina, aquél
viejo rincón desértico en la madrugada pero tan lleno de recuerdo, de vida.
Caminos
que no solo se constituyen de cemento, o granito, o ladrillo, o arena, o
tierra, sino que se van construyendo a
medida que se transitan, que se andan sin mirar atrás. Caminos que están
constituidos de recuerdos, de personas que conocimos, amamos u odiamos, que
están vivas o que mueren primero que nosotros; de lugares que se mantienen
intactos en nuestra mente, a pesar de que físicamente ya no existan o ya no
sean tan grandes, tan impecables, tan majestuosos como los imaginamos en
nuestra niñez; que se nutren de cada uno de los actos que cometemos al vivir de
todos nuestros errores y aciertos, de
aquella vez que alegramos a quienes nos rodean o que lastimamos
inmisericordemente a quien sólo quiso nuestro bien. Caminos que se construyen
de saliva, de lágrimas, de besos, de caricias, de puños, sangre y sudor, de
gritos de mamá, de flores tiradas en ataúdes que serán devoradas por los
gusanos, de rozar el cabello de quien alguna vez nos amó pero que en el futuro
nos odiará. Es tan largo el trasegar, tan dificultoso que una
vez estamos cerca de culminarlo nos preguntamos si ha valido la pena recorrerlo,
pero siempre responderemos con una sonrisa ligada inefablemente a lágrimas,
diremos con Eros a un lado y Tánatos al otro, que sí, que el camino es una
mierda pero por ver el rostro de aquella
persona, por sentir una gota de lluvia recorriendo primero nuestra cabeza y
luego nuestra cara, por haber probado ese alimento que nos cocinó aquel ser que
siempre nos amó incondicionalmente, por ti que tienes un camino igual de
difícil o quizá peor que el mío y lo has recorrido sin quejarte ni una vez y
miras mi orgullo con compasión y con piedad mi soberbia vana, por todo eso y
por miles de pequeños detalles, todo, lo bueno y lo malo, ha valido la pena.
La
vida, ese regalo finito tan lleno de tristezas y alegrías.
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