sábado, 25 de agosto de 2012

Fragmento de una novela inconclusa

Este es el primer capítulo de una novela que, por el momento, está guardada en el cajón de mis historias sin terminar. ¿Qué opinan?

Tm69

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I.

El hombre dragón. Podía fumar en cualquier ocasión y compañía, pero disfrutaba hacerlo solo, en completo silencio. Lo hacía de manera lenta, ceremoniosa: le gustaba sacar de sus bolsillos el paquete de cigarrillos y observarlo alrededor de diez segundos, luego de lo cual escogía uno al azar, lo  tomaba entre sus dedos y lo llevaba hasta la boca; después, con la otra mano, sacaba el encendedor plateado. Observaba la débil llama del briket bailar débilmente, a punto de apagarse por la fuerza del viento, y cuando eso sucedía, finalmente se decidía a prenderlo.

Su sonido favorito era cuando lo encendía, ese eco de hojas crepitando a lo lejos pero mucho más suave, mucho más tenue. A pesar de fumar desde que era un adolescente, casi un niño, aún sentía en su lengua ese sabor casi amargo, etéreo, del humo que aspiraba. Le gustaba retenerlo la mayor cantidad de tiempo en sus pulmones y luego expulsarlo en cantidades grotescas, cómo si pudiera impregnar de su esencia todo a su alrededor.

Había algo hermoso en ese ejercicio. Quizá el hecho de realizar un acto antinatural, prohibido para los humanos y reservado para seres mitológicos como los dragones. Le gustaba imaginar que en un pasado muy remoto los hombres habían sido capaces de expulsar humo de sus bocas, de volar por cielos infinitos y nadar por las profundidades del océano.

Sabía que esos pitillos rellenos de nicotina eran un veneno que iban pudriendo lentamente sus pulmones, su garganta, su boca. Cada vez que aspiraba sentía como una mancha negra, de un color volátil como el humo, iba extendiéndose alrededor de su cuerpo matándolo. A pesar de saberlo disfrutaba de cada  exhalación de su suicidio lento y le parecía que no había nada mejor que matarse a plazos en medio del humo que desprendía.

No era un ermitaño y como se dijo anteriormente, podía fumar en cualquier momento y  compañía. De hecho, tenía diferentes cigarrillos para cada ocasión: Estaba el que usaba cuando tenía frio y le calentaba el cuerpo, aquel que le calmaba la ansiedad cuando lo invadían los nervios; el que se usaba para quemar tiempo en la oficina, esos momentos muertos que se daban principalmente cuando salía con Luna y los otros compañeros a la azotea a fumar mientras hablaban de temas de interés; no podía olvidar aquel que consumía invariablemente después de coito, en ese momento en que los gemidos habían acallado y el semen se deslizaba en el interior de su compañera, o yacía de manera ridícula en un condón. Cuando la mujer quería recostarse en su pecho para descansar después del intercambio de fluidos y las pequeñas muertes, él la separaba  con delicadeza, acercaba un cenicero y un cigarrillo mientras veía el rostro exhausto y satisfecho de su acompañante quien finalmente se reclinaba  sobre él y emitía o no –eso dependía de la mujer- un suave ronroneo como el de un gato, en ese momento también le gustaba ver al techo mientras el humo se iba desintegrando de manera gradual en la atmósfera.

Pero al hacer este acto solo, podía viajar al interior de su mente, de su alma. Cada vez que lo hacía no era necesario que cerrara los ojos para recordar fragmentos de su vida. Eran como ventanas al pasado que se abrían de manera gradual para él. En ocasiones pensaba que era absurdo, que se comportaba como un niño pequeño que necesita de un oso de felpa o una cobija de la suerte para enfrentarse a sus demonio. Alguna vez Kathy le dijo que era un niño grande, un nené cobarde e inmaduro, y él pensaba que ella tenía toda la razón, aunque le faltó agregar que era un verdadero hijo de puta: un pequeño hijo de puta que necesitaba de cigarrillos para poder mirar con la paciencia de un navegante el mar a veces calmo, a veces bravío, de sus recuerdos.

En cada bocanada parecía revivir cosas y más cosas…recuerdos de su niñez que parecían enterrados en lo más profundo de su inconsciente, amigos de la infancia que no volvería a encontrar jamás, a su madre en una cama tosiendo sangre, ratas muertas devoradas por las hormigas, rostros sin nombre y nombres sin rostro; personas ambiciosas, bondadosas, que lo habían odiado y amado; gestos lujuriosos y depravados en mujeres que había poseído y  de las cuales había amado a muy pocas, y también rememoraba sensaciones que no parecían tener ningún sentido como el sabor del pan de su niñez, sus programas favoritos de la televisión cuando era chico y canciones que lo emocionaban al extremo de derramar una lágrima que siempre disimulaba ante los demás como ‘una mugre en el ojo’.

No podía evitar pensar en Camilo y volvía una y otra vez al cementerio donde fue enterrado, en el que a pesar de que asistieron varias personas no recordaba a nadie y sólo veía descender su ataúd en medio de una cálida tarde llena de dolor.

En los momentos de mayor tristeza se preguntaba por qué había sido su amigo quien había muerto y no él. Su vida en ese entonces y en este ahora era un caos, una incertidumbre sempiterna, no disfrutaba de la vida sino que tan solo la vivía dejándose arrastrar en su vórtice infinito,; en cambio él la disfrutaba, gozaba de cada uno de los pequeños detalles, que para los demás pasaban inadvertidos.

Entonces la pregunta nuevamente se repetía ¿por qué él y no yo? Si moría nadie lo extrañaría, su recuerdo se perdería en pocos meses, a lo mejor en uno año o dos. Pero la situación era Camilo muerto y él vivo, una mierda completa. Le gustaba pensar que su amigo le había regalado su vida, que había hecho una especie de sacrificio idiota para que él pudiera vivir más, pero pensar eso lo deprimía, porque no había hecho nada con su vida, vivirla tal vez, pero era posible que no fuera suficiente.

Cuando tenía un estado de ánimo menos lúgubre le gustaba pensar en mujeres. ¡Cómo le gustaban! No tenía ningún problema con los homosexuales pero se reía de ellos, no comprendía cómo no caer rendido ante esos cruces de miradas inocentemente perversas que cruzan con un hombre cuando quieren conquistarlo; ignoraba cómo no quedar loco con ese olor a hembra, a locura que emanan cuando desean algo fervientemente; a ese porte que cada una de ellas tiene, a su maquillaje, a su caminar, al brillo de sus cabellos ya fuera a la luz del sol o de la luna, a esa gracia que tienen cuando bailan solas, libres. En cada mujer se ocultan los misterios del universo, nacer para saber de su existencia y morir por ver su sonrisa, la mujer aquello tan hermoso pero en ocasiones tan inasequible.

 Con el cigarrillo a la mitad y mirando a la nada, pensaba en las mujeres que le habían gustado, construyendo una especie de Frankenstein siniestro con retazos de  recuerdos de aquellas que había y no tenido. Recordaba  la cara de aquella, con los ojos verdes de esta otra, en la boca carnosa que siempre quiso besar pero que la propietaria de esos labios rechazaron, pensaba en pelos cortos, largos, ondulados, lisos, rubios, negros y castaños; en mujeres con pecas, lunares o sin ellos; en  formas de mirar, de reír y de amar; en cuerpos esculturales de mujeres de fantasías y en cuerpos reales de mujeres que vivían por el simple hecho de disfrutar las cosas y no por acomodarse a cánones estúpidos; en senos grandes, pequeños, fabricados y naturales; en los diferentes sabores de sus sexos y en sus lágrimas y despedidas.

Le gustaba ver a  esa mujer anónima, mutable, que variaba cada vez que intentaba reconstruirla. ‘Mi nombre es Legión porque somos muchas’ habrían podido decirles esas mujeres, esos fantasmas que siempre vivirían en sus recuerdos, en sus cigarrillos hasta el día en que muriera, acaso aumentando la lista de mujeres amadas y deseadas, y amalgamarlas en una sola entidad sin rostro ni nombres pero que representaban la feminidad y lo hermoso y trágico que se agazapa en ella.

Pero  inevitablemente volvía a Kathy, a Luna, a ambas lunas. Era una especie de tortura placentera volver a esos rostros, a los años en que su vida orbitaba en torno a ellos, en donde hubo risas y caricias y besos y paseos tomados de la mano pero también lágrimas y gritos y reclamos. Relaciones que a pesar del tiempo seguían metidas en su pecho como si una mano invisible se hubiera introducido a través de sus vísceras, sus pulmones, hubiera pasado por su hígado, riñones, apéndice y se hubieran incrustado en su pecho, más allá de su corazón que palpitaba y bombeaba sangre inútil que sólo servía para vivir una vida sin sentido.

Y cuando todos esos recuerdos de mujeres amantes, bandidas, beatas, conquistadas y no conquistadas, de amores y desamores se iban, quedaban las calles. Los caminos que había emprendido, algunos rústicos, otros modernos, huellas que había dejado en la playa y que el agua de mar casi borraba instantáneamente; senderos del campo en donde la falta de luces artificiales eran opacadas por ese ejército de estrellas, luceros, supernovas y demás maravillas del universo que jamás podrían ser siquiera débilmente emuladas por la torpe humanidad y que señalaban irremediablemente el camino a casa; andenes, calles y avenidas de su ciudad natal y de la capital, llenas de smog, de desesperación por llegar a alguna parte desconocida, con sus cloacas llenas de licor e ilusiones, calles repletas de personas espectrales casi inexistentes o aquella esquina, aquél viejo rincón desértico en la madrugada pero  tan  lleno de recuerdo, de vida.

Caminos que no solo se constituyen de cemento, o granito, o ladrillo, o arena, o tierra, sino que se van construyendo  a medida que se transitan, que se andan sin mirar atrás. Caminos que están constituidos de recuerdos, de personas que conocimos, amamos u odiamos, que están vivas o que mueren primero que nosotros; de lugares que se mantienen intactos en nuestra mente, a pesar de que físicamente ya no existan o ya no sean tan grandes, tan impecables, tan majestuosos como los imaginamos en nuestra niñez; que se nutren de cada uno de los actos que cometemos al vivir de todos nuestros errores y aciertos, de aquella vez que alegramos a quienes nos rodean o que lastimamos inmisericordemente a quien sólo quiso nuestro bien. Caminos que se construyen de saliva, de lágrimas, de besos, de caricias, de puños, sangre y sudor, de gritos de mamá, de flores tiradas en ataúdes que serán devoradas por los gusanos, de rozar el cabello de quien alguna vez nos amó pero que en el futuro nos odiará. Es tan largo el trasegar, tan dificultoso que una vez estamos cerca de culminarlo nos preguntamos si ha valido la pena recorrerlo, pero siempre responderemos con una sonrisa ligada inefablemente a lágrimas, diremos con Eros a un lado y Tánatos al otro, que sí, que el camino es una mierda pero  por ver el rostro de aquella persona, por sentir una gota de lluvia recorriendo primero nuestra cabeza y luego nuestra cara, por haber probado ese alimento que nos cocinó aquel ser que siempre nos amó incondicionalmente, por ti que tienes un camino igual de difícil o quizá peor que el mío y lo has recorrido sin quejarte ni una vez y miras mi orgullo con compasión y con piedad mi soberbia vana, por todo eso y por miles de pequeños detalles, todo, lo bueno y lo malo, ha valido la pena.

La vida, ese regalo finito tan lleno de tristezas y alegrías. 

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