Dicen
que el dolor más fuerte y placentero que se puede experimentar de manera
simultánea es dar a luz. Las sensaciones son
tan intensas que el cerebro elige olvidarlas para que el proceso se
pueda repetir una vez más y las mujeres no se rehúsen a ello. Nunca podré saber
lo que se siente por obvias razones, pero estoy seguro que la gestación de una
novela, si bien no tiene la misma intensidad, se le debe parecer bastante.
Se
comienza con una hoja en blanco. Sólo quienes escribimos sabemos el pavor que
puede causar esa brillantez, esa raya titilante que aparece en el computador presionándote
para empezar a escribir, para vaciar las ideas que se agolpan de manera
desesperada en el cerebro y que buscan un pequeño resquicio, ya sea una vocal o
una consonante para empezar a salir de manera desaforada, desordenada,
esperando para inundarlo todo como una avalancha, un magma incandescente
dispuesto a devorarlo todo.
En
mi caso, no soy un escritor ordenado o flemático. No planeo con anterioridad
cada uno de los párrafos que van a salir, simplemente empiezo a teclear con la
misma fuerza que un pianista toca su instrumento; podrá parecer ridículo, pero al momento en
que mis dedos se posan sobre las letras y empiezo a traducir mis demonios en
oraciones y párrafos, mi mente se desvanece por completo, ya no me pertenece en
lo absoluto, me siento como una especie de instrumento de algo que se escapa a
mi comprensión, un médium cuyo único objetivo es escribir y escribir como si
fuera un prisionero y la única manera de obtener mi libertad momentánea (que se
revocará una vez me siente nuevamente frente al teclado) es llenar esa blancura
sin límites que está frente a mí, el enemigo a derrotar que soy yo mismo.
He
terminado, después de ciento sesenta y cinco páginas y un año y dos meses, mi primera novela. Sería
incapaz de relatarles de manera exacta lo que esto ha significado para mí, no
sólo por el hecho de, finalmente, haber completado uno de mis tantos proyectos
inconclusos, sino por lo mucho que he tenido que atravesar, tanto de manera física
como mental y espiritual para poder hacerlo. Es casi imposible de describirlo.
Sin embargo lo voy a intentar.
Lo
primero que les diré es que ha sido doloroso, muy doloroso. Quizá sea por la
historia en sí, que en cierto sentido habla de una parte muy difícil de mi
vida, de ciertas heridas que dolieron en su momento y aún lo siguen haciendo.
Escribir, día tras día, era sumergirme una y otra vez en una época que ocurrió hace
ya algún tiempo y tratar de retener los recuerdos en unos pocos trazos, como
quien pretende agarrar el sol con sus puños para que, al final, cuando abra las
manos se dé cuenta que las tiene vacías. Era relatar sobre personajes que
vivían en mi interior, que reflejaban diferentes facetas sombrías pero que
vagaban por los abismos más profundos de mi alma, ocultos y danzando en un
baile de máscaras del cual yo pretendía escuchar la melodía sin lograrlo en
muchas ocasiones.
Alguien
dirá que soy masoquista, probablemente tenga razón, no lo niego. Pero más allá
de eso era una necesidad que me azuzaba, que me chuzaba, como una especie de
alfiler que tienes clavado en el corazón y que empieza a punzar cuando no
escribes. Podía empezar a rasgarme en los momentos más ordinarios del día como
cuando estaba en la oficina, almorzando o trotando, era una especie de silbido
que se convertía en un murmullo que pretendía ignorar y que cada vez aumentaba
su intensidad hasta convertirse en un grito que se alojaba en mi cuerpo, que se
repetía como un eco infinito y me ordenaba continuar con la historia.
¿Han
escuchado que cuando los drogadictos entran a rehabilitación y empiezan a
desintoxicarse es su cuerpo el que les pide más y más drogas al extremo de
empezar a enfermarse por su ausencia? Podría decirse que cuando escribes una
novela sientes lo mismo, puedes no quererlo, tener el impulso de abandonar a
tus personajes a su deriva en una especie de limbo literario pensando que ellos
no necesitan de tu ayuda para salir adelante y resolverán solos sus problemas,
mandarlo todo a paseo y continuar con tu vida como si nada, pero las cosas ya
no son como antes, una vez te has embarcado en esta travesía te das cuenta que
es un viaje sin retorno y debes continuar hasta acabar. Mala suerte. El cuerpo,
tu alma te lo exige, te has convertido en un yonki de las letras. No es que
quieras hacerlo o no. Es que debes hacerlo.
Lo
segundo que diré es que adquirir la disciplina necesaria es el equivalente a
tratar de amaestrar un elefante. Es pesada, lenta y si te distraes una vez es
posible que hayas perdido todos los avances que habías logrado hasta el
momento.
Tan
sólo necesitas trazarte el objetivo de querer escribir tu novela para que todas
las tentaciones floten a tu lado, ingrávidas y dulces como voces de sirenas. No
sólo los planes que aparecen de ningún lado, las amistades que nunca se habían
manifestado sino hasta ese instante, sino que tú misma casa se convierte en tu
enemigo, de repente quieres verte ese episodio de televisión que has visto mil
veces o a mitad de un párrafo trascendental querer revisar tu cuenta de
Facebook (Estoy convencido que el invento de Mark Zuckerberg se ha convertido
en el cementerio de más de un aspirante a escritor).
Confieso
que muchas veces he caído. He dejado aparcado mi escrito para irme de juerga,
‘es sólo un día’ me repetía de manera inocente, mañana sin duda retomo, al otro
día decía lo mismo como quien repite un mantra, hasta que me daba cuenta que
había pasado una semana o un par de ellas sin tocar la historia y volvía
apesadumbrado y contrito a mi universo, y cada vez que me iba me costaba más
trabajo retomar el ritmo.
Sin
embargo, a pesar de ello, puedo decir que mantuve un ritmo regular. Escribí
cada vez que podía, especialmente en los momentos anímicos más difíciles, lo
hacía en noches lluviosas, estando tan embriagado que a duras penas lograba ver
el teclado, en medio de montañas de cigarrillos y nubes de humo a pesar de
prometerme a mí mismo que iba a dejar de fumar, y el teclado se llenaba de
nicotina y pensamientos brumosos como si fuera la caverna de un dragón; lo
hacía con el alma destrozada después de ver, enterarme o escuchar cosas que no
debía saber. Pero también lo hice durante noches buenas, llenas de ilusiones y
sueños, en momentos donde escribir era un placer, donde reía con mis
personajes, y no veía el momento en que estuviera cercana la medianoche para
llegar a teclear un par de buenas ideas que se me habían ocurrido durante el
día.
Lo
tercero que diré es que es muy difícil encontrar un estilo propio. Escribes,
relees lo escrito y piensas que es muy superficial, demasiado estúpido, no quieres ser el rey de lo evidente, un
Paulo Coelho en potencia, pero hacía allá te diriges a pasos agigantados; o te
pasa lo contrario, tu escrito es muy denso, te has convertido en uno de esos
autores de medio pelo, pretenciosos y petulantes que has detestado toda tu
vida.
¿Dónde
se encuentra el equilibrio? En Mientras
Escribo, el libro de Stephen King sobre la escritura, el autor nos dice que
lo importante a la hora de redactar un texto es decir una verdad, TÚ verdad;
puede que al resto del universo le parezca un idiotez, pero al menos estarás
siendo honesto contigo mismo. He intentado seguir esta premisa con mi historia
pero siempre he tenido la impresión de estar caminando en una cornisa entre lo
simple, estúpido y baladí y lo
incomprensible y farragoso.
Siempre
he pensado que los escritores son –somos- como niños pequeños, constantemente
reclaman atención, quieren que el universo gire en torno a ellos, a sus
historias, escriben para compartir un pedazo de sus sueños y pesadillas con el
mundo, pero a cambio piden que no sean olvidados, que sean leídos. Podrán haber
pocas excepciones a la regla: Un Kafka que guardaba sus escritos bajo llave y que
pidió que su obra fuera destruida al morir, o un Ernesto Sabato que escribía
múltiples historias para una vez terminadas sacrificarlas al fuego (De hecho, Sobre héroes y tumbas fue rescatada de
las llamas por la esposa del escritor), pero la mayoría de los ellos sueñan con
publicar sus historias y que sus libros se vendan en el mundo.
Diré
que también me he dejado llevar por esas fantasías, que he soñado con ver
publicado mi libro y que sea exhibido en una librería. Pero también sé que el
camino es largo, que éste es mi primer relato, que los autores nuevos son
ignorados por las grandes editoriales y que vivo en un país donde la lectura es
algo prescindible. Más importante aún, debo concientizarme que lo importante no
es esa meta sino haber terminado, que este es un escalón y que debo continuar
la senda sin importar cuántas negativas reciba y cuantos obstáculos se crucen
en mi vida. Siempre he creído que al final, el verdadero talento saldrá
triunfante.
Ahora
que he terminado Rabia (mi novela),
me siento un poco vacío, exhausto, después de tanto esfuerzo. Retomé viejas
lecturas y he empezado a corregir una de mis historias de terror que tenía en
el desván de los recuerdos, pero siento como si la novela hubiera absorbido mis
energías para escribir de nuevo, pero sé que debo reponerme y retomar el
buen camino, finalmente me quedan
cientos de historias por escribir.
Bastará
decir que este no es el fin del camino, ya que queda una parte muy importante
por hacer y que, confieso, es a la que menos cariño le tengo: Corregir. Para
una persona como yo, pasional e impulsiva, detenerse en los detalles, comas,
sintaxis, en la relectura una y otra vez de los sitios ya visitados, es lo más
parecido a un laberinto de pesadilla, y sin embargo, debo hacerlo porque en la
corrección está la perfección. Por el momento dejaré descansar la historia un
mes en el desván (finalmente no irá a ningún lado), tomaré un poco de aire,
quizá tome una cerveza y me pondré a ello, palabra por palabra, letra por
letra.
Para
finalizar quería confesarles algo curioso que ocurrió durante el proceso. La
novela la escribí pensando en alguien. Cada capítulo, palabra y letra la hacía
pensando en ella, en su reacción al leerla, el brillo de sus ojos, su sonrisa,
cabeza ladeada e inclinación de hombros; podría decirse que la historia le
pertenece por completo. Su presencia, o quizá su falta de ella fue la fuerza
que me impulsó para sumergirme cada día en esta historia, como una especie de
musa ausente, sin ella quizá no la habría terminado, pero ahora, al final de
las cosas, al momento en que todo ha terminado, siento que no vale la pena que
la lea.
Que bueno esto que contás, Tulio. Me alegro mucho que hayas podido concretar un proyecto de semejante tamaño. Y mucho más me alegra porque te sobrepusiste a muchas cosas.
ResponderEliminarNo pude evitar sentirme identificado con tu escrito, así que te deseo la mejor de las suertes. Un poco de energía está viajando desde el cono sur hacia Bogotá.
¡Un abrazo grande!
Excelentísimo, Tulio. Genial que te hayas lanzado de cabeza a la escritura de la novela y la hayas terminado. El placer de terminar una historia es indescriptible, y más una novela que es todo un universo que ahora existirá de múltiples formas tras cada lectura tuya y de los próximos lectores (entre los que deseo incluirme, como no).
ResponderEliminarMuy chévere esta entrada. Me agrada conocer las experiencias de todos lo que imaginan a través del papel. Siempre hay cosas nuevas por encontrar y compartir.
Mucho ánimo en la siguiente etapa del proceso. Que recobres esa energía rápido y sigas de lleno con la siguiente aventura.
¡Era hora! No soñés con que deje de presionarte. Ya me dejarás leerla ;)
ResponderEliminarPues muchas felicidades, Tulio! Como bien comentas, terminar una novela no es poco y muchos se quedan por el camino. Terminar de escribirla, por sí mismo, es todo un logro y el mayor paso. Ahora, como bien dices, queda lo que gusta menos: corregir, releer, repasar... Pero me imagino que aunque sea tedioso, debe hacerse llevadero porque ¡es tu novela, como un hijo!
ResponderEliminarAsí que ánimo, y paciencia. No sé cómo debe sentirse uno al crear su propia obra, pero debe ser estupendo.
Y en cuanto a escribir... Supongo que ninguna mujer poco después de un parto piensa en repetir inmediatamente ¿no? ;D
Y a ver si la puedo leer pronto! Tú avisa cuando podamos conseguirla, que seguro que no te faltarán lectores.
Tulio, compañero, no sabés lo mucho que me alegra leer esta entrada, saber que por fin lograste esa añorada meta!!! :D
ResponderEliminarMe siento identificado con mucho de lo que nos has contado, pero también siento admiración. Admiración por tu tesón, tu empeño y el coraje con que enfrentaste la escritura de tu novela. Yo ya escribí una, pero fue en coautoría, de modo que el peso es muchísimo más llevadero. Escribirla solo siempre me ha parecido un trabajo gigante. Y vos lo has hecho, demostrando una vez más la madera que tenés para esto.
De verdad te felicito, y no veo la hora de leer el fruto de tu esfuerzo. :) Conozco de sobra la calidad de tus letras, y estoy seguro en un 200% de que el resultado ha sido magnífico.
Ahora ya no te podré volver a decir "termina una de esas malditas novelas a medias de una buena vez". XD
Un abrazo, amigo. Y ahora a terminar las otras. ;)
Como siempre cada palabra tuya es un deleite absoluto, cada frase, bien puesta, allí donde debe ser, donde quiere estar. Eres de los pocos a los que les perdono los textos extensos en un blog, que mis ojos no se cansan con el pasar de los párrafos, y que de alguna forma siempre quiero más.
ResponderEliminarQuiero leer 'Rabia'. ¿Cómo no querer hacerlo después de este magnífico relato? quisiera leerla con argollas improvisadas, rayones y notas del autor. Pero quiero también ir a una librería y comprarla, rasgar el envoltorio plástico y olerla, imaginar la combinación de ese mágico olor de las páginas vírgenes combinadas con el olor imaginario de la nicotina que desprenden.
Quiero seguir leyendo cada una de tus palabras, de tus párrafos, volverme adicta a ellos y tener la fortuna de saber que te conozco, que te admiro, que me inspiras.
Ojalá sean muchos los libros que con tus letras acompañen mis noches en vela y pueblen mi biblioteca.
Un abrazo!
Ma. Elisa