¿Cuál fue el detalle exacto
que me hizo enloquecer por S.? A día de hoy no lo sé con exactitud. Podrían haber sido sus piernas, largas, torneadas y ligeras que siempre me hacían pensar en una
gacela, o su voz, ese tono de falsa seguridad que ocultaba una vulnerabilidad
que pedía a gritos protección pero que al mismo tiempo te decía que todo iba a
estar bien, lo más seguro es que fueran sus ojos claros, verdes pero un poco
apagados, similares a una pradera alumbrada por el ocaso.
Más que ellos lo que me
hacía perder la cabeza era su forma de mirarme. Lo hacía con lentitud,
observándome de abajo hacia arriba como si no quisiera perderse un detalle de
mi cuerpo, luego fijaba su vista en mis ojos atrapándome por completo, podía
prácticamente sentir como me sumergía en ella, como si me pegara un chapuzón en
las inmensidades de su inconsciente. ¿Han escuchado ese dicho que dice que los ojos son la ventana del alma?
Bueno, en este caso, no era una ventana sino el jodido Océano Atlántico.
Podría decirles como nos
conocimos en una noche fría donde ambos deambulábamos como si no tuviéramos
otro destino que encontrarnos, y, como, por medio de cientos de posibilidades
improbables eso fue, precisamente, lo
que terminó ocurriendo, pero seguramente no me creerían, así que por esta noche
dejaré esa historia para otra ocasión.
Sabía que no le era del todo
indiferente. Movía sus pestañas como un colibrí justo antes de que las miradas
se encontraran y se mordía el labio de manera disimulada y sutil invitándome a
seguir pero frenándome cuando tomaba la iniciativa. Alguna vez me dijo que
tenía “asuntos sin resolver” lo cual era un elegante eufemismo para aclararme
que tenía una relación ya establecida.
Y sin embargo, disfrutaba de
su compañía. No vivíamos en la misma ciudad lo que hacía que cada encuentro
fuera algo especial y como yo le decía, esperábamos que el universo conspirara
para encontrarnos y cuando sucedía era espectacular: Ya fuera escuchando sus monólogos
interminables sobre cantantes desconocidos e ignorados injustamente por la
crítica, viéndola devorar un helado de pistacho o unas gomitas de dulce o
simplemente sentados en una banca del parque, navegando en el agua insondable
de sus ojos verdes apagados.
Sucedió una noche, estaba de visita en la ciudad y había quedado
para cenar con ella. Ese día pude ver algo diferente, una invitación a seguir
porque esta vez nada me sería negado. La velada transcurrió sin contratiempos,
ella saltaba de un tema a otro con la habilidad de una malabarista del Circo
del Sol, hablaba de la situación política y acto seguido me explicaba cómo las
pirámides mexicanas habían sido construidas por extraterrestres en una semana y
media, sin siquiera haberle dado dos bocados a su bistec.
Luego de terminada la cena
tenía que llevar hasta su apartamento. Conservaba la leve esperanza de probar
esos labios delgados pero a la vez voluptuosos que me tenían perdido desde
hacía tres años y medio, y quizá la noche se quedará corta para lo que tenía
planeado, pero ya se sabe que nuestras estrategias son simplemente un castillo
de naipes que el destino se divierte en echar abajo en medio de terribles e
irónicas carcajadas.
En el carro seguimos conversando
pero los temas eran más superficiales, habían
pausas más largas después de cada frase terminada, podría jurar que
había empezado a respirar más rápido aunque su rostro seguía manteniendo esa
fachada de cordialidad desenfadada y de distancia amistosa que muchas veces
empleaba cuando quería que me detuviera, pero esta vez veía en sus gestos una
contradicción latente.
Decidí probar suerte:
Deslicé la mano libre hacia su puesto, me movía como una de esas pequeñas hormigas que se ven en los parques,
acercándome, reconociendo el terreno y luego deteniéndome un buen rato para
casi enseguida retomar la misión, no podía saber si ella era consciente del
feroz ataque pero sí que su ánimo había mejorado sustancialmente pues ahora,
terminaba cada frase con un ataque de risa que era contagioso. Finalmente
llegué hasta su muslo, podía sentir el calor que emanaba de ella, embriagador y
adictivo. Cuando ella la sintió, la tomó, le dio una suave palmada y la separó,
no me rendí y reanudé la emboscada una vez más, no volvió a retirarla pero
empezó a repetir mientras abría sus ojos como faros “pilas con el camino” “Si no tienes
cuidado nos vamos a terminar matando” y frases de advertencia por el estilo que
pretendían desanimarme de manera infructuosa pues me sentía invencible ya que sentía su piel por
encima de su pantalón y creía que por ese tacto todo valía la pena.
Finalmente llegamos a un
semáforo, delante de nosotros había un taxi solitario. Me detuve e incapaz de
contenerme más, empecé a acariciar su cara, separando el rastro de su pelo que
caía de manera desordenada sobre su cuerpo. No dijimos palabras pero empecé a
acercarme, cerró sus ojos, cerré los míos, corté distancia, cada vez más cerca,
era consciente de cómo se acomodaba en su puesto volteándose hacía mí, su
respiración se aceleraba más y más, con mi mano libre la tome de la cintura,
ahora podía sentir su aliento, olía a menta, cerca cada vez más cerca, estaba a
punto de tomarme una inmersión profunda en los ojos de S. en su boca y su
saliva cuando un sonido molesto nos interrumpió.
Toc
toc toc.
Ignoré el ruido.
Toc
toc toc.
La segunda vez bastó para
romper la magia del momento. Antes de abrir los ojos pude sentir como ella se
alejaba y se ponía rígida como si por un momento pensará que su “asunto
inconcluso” la hubiera sorprendido en flagrancia.
Aburrido y resignado abrí los ojos y vi que un
hombre tocaba con insistencia la ventana del carro.
El individuo vestía una camiseta esqueleto que dejaba al
descubierto unos brazos peludos como oso, los pocos pelos de su cabeza estaban en
desorden, bajé el vidrio dispuesto a responderle violentamente cuando vi que su
rostro estaba desquiciado, parecía estar fuera de sí, lo cual me aplacó al
momento.
—¿Qué pasó? ¿Qué quiere? —le
pregunté.
—¡Mi taxi! ¡MI TAXI,
IMBECIL! —gritó fuera de control— Lo chocó ¿es que no ve?
No lo veía. Miré hacia el
frente y vi que yo había conservado la distancia normal entre los dos
vehículos, su carro estaba frente al nuestro sin un solo rayón.
—Pero de qué habla —le
contesté— si su carro está bien.
—¿Le parece que está bien?
¿LE PARECE? Me tiene que responder por el choque, no crea que se va a salir con
la suya.
—¡EL TAXI ESTÁ BIEN! —grité
perdiendo el control— ¿Qué le pasa loco?
Pareciera que las palabras
lo hubieran abofeteado con fuerza quien después de quedar estupefacto empezó a
reír de manera compulsiva, mientras repetía ‘Loco, loco, loco’, se alejó hacia
su carro, respiré tranquilo pensando que el episodio había terminado cuando vi
que el taxi retrocedía a toda velocidad hacía mí, apenas tuve tiempo de poner
mi carro en reversa para evitar el choque, esquivé el carro y arranqué a toda
velocidad intentando dejar atrás al acosador.
Lejos de detenerse el
lunático aquél empezó a perseguirnos, de reojo miré a S. estaba pálida y sus
labios temblaban ligeramente, detenerme habría sido una locura pero avanzar
también lo era. Aceleré primero a 80 kilómetros por hora, luego a 100 a 120,
siempre que miraba el retrovisor veía al feroz perseguidor a pocos metros de
mí, empecé a sobrepasar a los pocos carros que se metían en mi camino en esa
madrugada como si corriera una especie de Fórmula 1 de la demencia, no me
detuve ni siquiera por los semáforos en rojo en donde aceleraba en lugar de
frenar y donde por gracia del destino no me estrellé contra otro carro ni
atropellé a ningún descuidado transeúnte.
Al poco tiempo el taxista me
alcanzó pero no me detuve, no podía hacerlo. Seguía corriendo a pesar de tener
como acompañante la mirada aterrada de S. y los insultos que mi otro compañero
de viaje lanzaba cada vez que podía y que el viento no ahogaba. Finalmente vi
mi chance de escaparme, frené violentamente y giré bruscamente hacia un
callejón desconocido. Una vez ingresé allí aceleré nuevamente hasta que lo
perdí de vista.
Aquel barrio tenía calles
muy pequeñas por donde sólo cabía un carro y tenía curvas cada dos cuadras. Me
sentía como un hámster en un laberinto donde
no tenía otra opción que seguir avanzando. Decidí parar un rato.
Miré a mi acompañante,
estaba blanca.
—Ese tipo nos iba a matar —sentenció
en un susurro, hablando con miedo como si el individuo aquél aún la pudiera
escuchar—.¿Qué le hicimos? Ese taxi estaba bien, te juro que nos iba a matar.
—Tranquila, tranquila, ya
pasó —le dije en otro susurro intentando apaciguar mi susto en un intento que
seguramente fue bastante patético—. Ahora lo importante es llevarte a tu casa y
guardar el carro.
—Por favor, quedémonos aquí.
Llama a la policía desde tu celular, me da miedo encontrarnos a ese tipo otra
vez —me suplicó.
—¿Pero qué dices? Si ya lo
perdimos, no voy a vivir con miedo de un psicópata detrás de un volante. Te
llevo a tu casa y se acabó.
Prendí el carro y llevé mi
mano hacía la palanca de cambios, ella puso su mano sobre la mía en un último
intento por disuadirme pero no me di por vencido hacerlo equivalía a darle la
victoria a ese idiota. Avancé con precaución mirando constantemente por el
retrovisor en búsqueda del acosador. Finalmente salimos a la vía principal pero
antes de que pudiéramos cantar victoria sentí una embestida, un potente golpe
en el capó del carro nos sacudió violentamente.
S. tenía razón, el muy
cabrón nunca nos había perdido la vista, seguramente vio que nos metíamos en el
callejón- trampa, él que conocía la
ciudad como si fuera su pequeño reino se habría dirigió hasta el final del
barrio y esperó tranquilamente hasta que
nos hubiéramos confiado y salido como ratones de su agujero para emboscarnos.
Los vidrios de mi carro estaban
a punto de romperse y un hilillo de
sangre corría por la frente de mi amiga. El del taxista estaba mil veces peor
que cualquier daño que yo le hubiera podido hacer. El hombre se bajó de su
carro, en su mano llevaba una cruceta.
—¿Pensó que se podía escapar
y dejarme el carro vuelto nada? —exclamó con voz triunfal— Pues no, no señor, a
mí nadie me llama loco y mucho menos se
me vuela.
—¿Qué le pasa imbécil? —gritó
S. —¡Respete que nosotros no le hemos hecho nada! ¡Déjenos en paz!
—¿Qué no me han hecho nada?
¿Acaso no ven cómo está mi pobre carrito? Qué va a decir mi mujer…y los niños,
voy a ser la burla del barrio —y mientras decía esto se mesaba los pocos pelos
que tenía y se agarraba la cabeza con la mano que tenía libre. No señores, me
van a tener que responder…
Antes de darnos tiempo de
una réplica golpeó el vidrio con la cruceta rompiéndolo, luego se dirigió al
capó del carro y empezó a castigarlo una y otra vez mientras gritaba como loco ‘Respondan,
respondan’.
S. me agarraba como si fuera
su salvación, sus manos le sudaban y había empezado a llorar, yo estaba petrificado
sin saber qué hacer. Estaba seguro que si salía del carro, el tipo me iba
golpear con su instrumento y quizá luego hiciera lo mismo con mi amiga, podía
incluso sentir su mirada inyectada de sangre y su aliento pestilente mientras
me seguía pidiendo cuentas.
—¡Está bien! ¡Está bien! —grité
dándome por vencido— Le vamos a responder, ¿cuánta plata quiere?
—¿Plata? ¿PLATA? Ese es el
problema de ustedes los ricachones, creen que todo se arregla con eso. Pues no,
cómo le parece que a los que ustedes llaman ‘muertos de hambre’ todavía nos
queda dignidad y no nos vamos a arrastrar por unas monedas que ustedes tiren al
suelo.
Miré lo que quedaba de mi
pobre carro. Si alguien hubiera pensado que era el vehículo de un “ricachón”
seguramente se habría hecho acreedor a una visita a un optómetra o en el peor
de los casos a un manicomio.
—Entonces me disculpo, no
fue mi intención chocar su carro. Por favor perdóneme, le pido mil disculpas
por el accidente.
El hombre soltó su
herramienta de destrucción masiva y sonrió satisfecho.
—Si ve que se si se podía
¿cierto? —me dijo con amabilidad y de manera casi paternal— lo perdono, agregó
de manera conmiserativa, pero que no se vuelva a repetir.
Dicho esto, se dirigió hacia
su destartalado taxi, mucho más averiado ahora gracias al mismo choque que él
había provocado, lo prendió y con lentitud se enfiló hacia las oscuras
profundidades de donde había emergido. Mientras partía sacó la mano para
despedirse de nosotros.
Resumo la historia: Mi compañera quedó en tal estado de shock que
todos mis planes de conquista quedaron reducidos a escombros, mientras la
llevaba a casa pensaba que el taxista era una especie de ángel enviado por el
temible Jehová con la misión de evitar que violará el noveno mandamiento y de
paso arruinarme una buena noche con excelentes perspectivas.
A los tres meses finalmente
probé los labios de S., sus besos sabían a vodka con un ligero toque a cereza.
Uno puede frenar en seco, detenerse bruscamente en el título y salir corriendo con el título. Digno de una cursi historia, muy apropiada para la fatal canción de Arjona. Te dan ganas de huir, de salir corriendo antes de padecer una historia de sexo afanado en parqueaderos y amores ajenos.
ResponderEliminarSin embargo, cuando conoces al autor, cuando sabes que allí se esconde el placer embriagante de sus letras, no hay título malo que valga la pena. Sabía, y no me equivocaba, que lograrías despertar sentimientos, sensaciones, locuras y demencias.
Tienes la capacidad de hacer que los lectores, amemos, odiemos y temamos, de encarnar en pocas letras las situaciones más absurdas y más humanas.
Definitivamente contigo no vale la pena detenerse.