domingo, 12 de mayo de 2013

30


En estos treinta años que llevo deambulando por el mundo he conocido muchas cosas, lugares y rostros. He visto lagrimas, algunas provocadas por mi y otras que han brotado de mis ojos siendo la materialización de una tristeza infinita. He provocado risas, lamentos, risas y groserías, he sentido la ternura expresada en una caricia o en un plato de sopa humeante.

Mi vida se ha cruzado con personas de diferente tipo; algunas excepcionales,  de quienes he intentado exprimir hasta el último segundo del tiempo compartido, otras simples quienes creen que la vida es un trabajo, una posición o un carro, y otras insoportables, verdaderas hijas de puta cuyo lema es destruir  y lastimar por el simple placer de hacerlo. De todas he intentado aprender, reconociendo en el camino que la bondad extrema es igual de nociva que la más abyecta maldad.

Tengo amigos impresionantes: Personas con las que he crecido toda una vida y de las que tengo la fortuna de seguir haciéndolo día tras día.  He conocido de manera virtual personas de mil países a los que probablemente no conoceré en vivo jamás, cada uno con una chispa maravillosa, un consejo adecuado, una frase de ánimo en el momento preciso, demostrándome que la palabra tiene la misma fuerza que la presencia física.

He conocido mujeres hermosas. De ojos expresivos y labios ansiosos; de dulzura infinita y rabia ancestral. Algunas me han querido con la misma intensidad que yo a ellas, otras me han ignorado y mis besos han caído en el olvido, otras más me han odiado porque han confundido el amor con obsesión y el cariño con la locura; pero las mejores sin embargo se han convertido en las mejores amigas, en personas imprescindibles para mi,  polos a tierra cuya voz siempre me lleva a casa a pesar de no tener ninguna.

Y he amado. Una sola vez. Porque no se ha vivido sino se ha amado a alguien con todo el corazón. Entregue mi ser y no me arrepiento de ello porque en esos momentos fui feliz como quien despierta de una pesadilla con un beso y el recuerdo de su rostro, su voz y el sabor perdido de sus besos se ha convertido en la fuerza necesaria para continuar el camino.

En estas tres décadas he comprendido que la mejor familia no es la que se ve tan feliz como aquellas comedias gringas de mediados de los cincuentas, sino aquella que se quiere con ferocidad, con furia y palabras hirientes, porque solamente lastimamos a quienes amamos y quienes nos aman son capaces de matarnos en vida. Tengo una familia maravillosa que es perfecta gracias a sus múltiples imperfecciones que la componen y de la que soy parte.

Al final de todo he comprendido que soy igual que un toro: Siempre dispuesto a batallar, a embestir hasta la muerte, así tenga el corazón sangrante o el cuerpo muerto, siempre solo hasta el final. Para mí, la era del miedo ya termino, solo tengo determinación, de fuego y piedra y ya no le temo a la muerte pues comprendí que ella es simplemente una vieja amiga que habrá de llevarme hacia a donde tantas personas que ya se han adelantado a mi partida.

Soy testarudo como el toro y solo tengo un arma, mi pluma, con la que pretendo crear mil y un universos donde pueda morar. No tengo planeado rendirme ni en mi propósito de vida, ni en aquellos a quienes amo, porque solo los cobardes abandonan y vale la pena luchar por quien en verdad se ama, así existan mil obstáculos y todo parezca perdido, porque soy un romántico irredento y siempre creo que al final el amor habrá de vencer.


A los de ayer, los de hoy y los de siempre
A mis amigos de acá, los de allá y los de allende el mar
A mi familia, la más caótica y la mejor del universo
A todos mil gracias por estar siempre para mí.
                                                                           Los quiero.   

domingo, 5 de mayo de 2013

Amor / Ausencia



I.

¿Qué eres tú?
Una cama vacía
Un cuerpo que se enfría
El brillo de unos ojos que se extinguen
Unas manos que se sueltan
Un cigarrillo que se acaba.

¿Quién soy yo?
El pensamiento que va antes de la palabra,
La obstinación suprema
El silencio que te embarga
La nieve que cae silenciosa sobre el campo desierto
Determinación sin ruido
El caos silencioso, la muerte sin sonido.

¿Qué somos ambos?
El fuego que invade las tierras baldías
La locuacidad que invade el silencio,
La locura que llena los espacios tranquilos y sombríos
Tierra intentando ser devorada por el fuego eterno.
Fuegos artificiales,
Destinados a brillar en la noche más oscura
Pero condenados a ser efímeros y a morir en medio de las lágrimas y las sombras nocturnas.

¿Qué es tu ausencia?
El puñal que atraviesa la piel y el alma
El dolor que no se va
El recuerdo que permanece en el olvido,
La ansiedad de la piel y los labios
El beso que permanece aún,
A pesar de los años y las vidas vividas y olvidadas.
El invierno del alma.


II.

No se ama por ser correspondido
No se ama por un ‘te quiero’ de vuelta
Ni por el reencuentro esperado
O el olvido anhelado.

Se ama porque se ama,
Se ama porque el alma así lo requiere
Porque se anhela la piel deseada
Y los labios que extrañan los besos.
Se ama porque cada célula del cuerpo así lo exige
Por un olor, por una palabra añorada,
Por un ´te quiero’ que ya no existe
Por unas piernas enredándose en el cuerpo
Como una medusa con mil serpientes enloquecidas.
Porque espero que las palabras lleguen a su destino
Y que el mensaje enviado tenga el receptor esperado.

El amor es caprichoso
No entiende de razones, de  lógicas.
Simplemente fluye,
Como la corriente de mil océanos
O  la sangre desbocada de un moribundo,
Apuñalado después de mil batallas.
Porque el amor es irracional,
Es el asesinato del cerebro por el corazón,
El sueño que precede al despertar,
La magia de un mundo gris y desesperado
Que no se resigna a extinguirse,
Sino que, al contrario, grita
Y lucha con la desesperanza de quien no tiene nada que perder,
De quien está empeñado en no rendirse
Hasta que el mar inunde los desiertos,
 O los copos límpidos del antártico
Caigan impolutos sobre el trópico.

Porque no importa si se trata de siete meses o siete vidas,
Acontecen una detrás de otra,
Fútiles e ingrávidas
Con la fuerza de mil terremotos
O la sutileza de una pompa de jabón.
Sigo esperando la sonrisa anhelada,
La voz ingrávida,
El gemido  de un orgasmo olvidado,
La delicadeza de un sueño intranquilo,
El sonido lleno de energía y  a la vez de cargado de un miedo ancestral
Sigo esperando la respuesta a la pregunta primordial,
Esa que va más allá de las vidas y las muertes,
 Que prevalece sobre las palabras y lo superficial,
En donde no existe más que tu alma y la mía,
Y el mundo se convierte en poco más que un lienzo vacío
Y una canción sin melodía,
¿La tienes tú?
¿O acaso seguiré vagando,  gravitando en tu sonrisa,
En las curvas de tu cuerpo y la inflexión de tu voz, hasta el fin de mis días?

martes, 23 de abril de 2013

De lo que esconde la oscuridad


Llego al mediodía al puerto de L, localizado en las fronteras del país, en el corazón de la selva. El calor es insoportable, y me paso por cuarta vez un pañuelo húmedo por la frente. Ha sido un largo viaje, primero por avión y luego en barco, navegando las turbulentas aguas del rio A.

Vista desde la capital, la misión  era sencilla: Se habían presentado quejas sobre ciertas irregularidades  en el campamento ubicado en la zona fronteriza: se reportaba  un  maltrato irregular hacia los prisioneros de guerra. Al acudir a  la oficina de mi superior  me informó que debía viajar y verificar que “todo estuviera en orden”. 

Mientras espero a mi contacto, me quito el saco y la corbata. Fue un error haber venido con ellas. Es el protocolo oficial, pero acá no vale de nada. El lugar está lleno de personas que me miran con miedo, curiosidad, que a duras penas hablan nuestro idioma, pero que han padecido de manera cruel una guerra que en poco o nada les concierne.

Al rato llega mi guía. Su uniforme está sucio y lleva la camisa por fuera; cuando ingrese al campamento veré que esa es la regla y no la excepción. No habla español, me presenta un papel con mi nombre; por medio de señas, me señala interrogándonos en silencio.

  Mi, Tarzán. Tú, Jane, pienso mientras sonrío de manera indulgente.

Asiento a su solicitud y empiezo a seguir a mi guía. El “pueblo” es apenas un grupo de construcciones mal hechas, ranchos levantados a base de cañas y barro, algunos destruidos y quemados por la guerra. La extensión total del territorio no es más grande que algunos barrios de la capital.

Antes de internarnos en el campamento debemos pasar por un sendero montañoso. Al hacerlo, el camino previo se desvanece, nuestra senda  se ve rodeada de una vegetación salvaje: el corazón de la selva, una oscuridad capaz de conducir a la locura en cuestión de segundos. Los árboles con sus ramas  nos impiden ver el cielo, muy pronto empiezan los sonidos. Ruidos que suenan de improviso, rechazando al intruso que entra sin permiso; gritos de animales desesperados; aves que baten con furia sus alas. De repente, oigo  un gemido, un grito que me sobrecoge el corazón.

Me dirijo al guía, no me oye hasta que lo sacudo por los hombros. Intento expresarme por señas, pero me indica que, aun así, no me entiende. Mentira. He visto rostros como el suyo demasiadas veces, en otras guerras. Me engaña. Pero no por orgullo, ni por maldad, sino por miedo. Conozco el miedo, lo he visto en rostros de víctimas, hombres mutilados y mujeres violadas. Dejo que el hombre se escape de mis manos y continúe guiándome, preguntándome qué  es capaz de asustar de tal manera a un soldado profesional.

Llegamos a la base. Es, sin duda, la mejor construcción del lugar, la única de cemento. Pasamos por medio de varios soldados que están almorzando. Me miran asombrados como si estuvieran contemplando una atracción de circo. Finalmente, llegamos donde el capitán y líder del escuadrón.

En él  predominan los rasgos indígenas; es bajo, de mirada desconfiada y olor fuerte. Me saluda. Su voz es delicada, y las palabras son entrecortadas como si fuera una especie de telégrafo humano. Parece uno de esos indios de las películas de vaqueros o quizá un niño, Me da a entender que debo descansar, he tenido un viaje agotador, la noche de la selva no es apta para los forasteros y mañana hablaremos. Acepto sin reticencias, es tal mi agotamiento.

Una vez en mi cuarto, doy vueltas en mi cama una y otra vez, el maldito calor no me deja conciliar el sueño, pero es tanto el cansancio que caigo en periodos de inconsciencia y empiezo a mezclar lo real con las pesadillas. Me parece escuchar gritos iguales a los que oí cuando me dirigía hacia acá. Los árboles se  lamentan;  la selva entera lo hace. Me siento observado, pero soy incapaz de abrir los ojos, caminan hacia mí. Nuevos ruidos, más fuertes, más desesperados. No son sonidos de personas que se encaminan a la muerte, sino de quienes les aguarda un destino peor. Veo a mi hija que avanza hacia mí, pero a cada paso que da se le desprende un pedazo de su cuerpo, ora un ojo, ora una pierna, hasta que se mueve sobre su vientre arrastrándose  hacía mí, dejando una estela de sangre en el suelo.  Me despierto llorando con la inevitable sensación de ser vigilado por miles de ojos invisibles.

Tan pronto amanece comienzo la rutina de rigor. Hablo con el capitán, los tenientes y los soldados rasos. Las condiciones de la tropa son insalubres. En el informe  presentado  ante La Comisión, reporto que las condiciones del batallón  son de tal calibre que lo hombres morían más por  heridas mal cuidadas que se convierten en infecciones que por las heridas per se. En uno de los cuartos veo hombres cubiertos de vendas sucias y malolientes, fumando un cigarrillo mientras matan moscos gigantes.

Finalmente, me dejo de preliminares y le pregunto al capitán por los prisioneros; me conduce a un campo al aire libre donde están encerrados en una especie de jaula rural cercada por alambres de púas. Son condiciones infrahumanas y degradantes, pero he visto cosas mucho peores, no puedo creer que me hayan enviado hasta los confines de la nación solo para esto. 

¿Habrá algo más?

Interrogo al capitán con dureza. Lo regaño por el trato hacia el enemigo, no entiende de qué le hablo, no sabe nada de derechos humanos. Responde que esos eran enemigos y ahora le pertenecen a la Diosa-que-devora. Le pregunto a qué se refiere, y el hombre divaga, me dice que uno de los prisioneros llegó con una herida en el vientre y  empezó a vomitar bilis negra a la vez que se volvía más agresivo a medida que moría.

“En ese momento lo comprendí —me dice el capitán—, ese prisionero era un regalo que nos hacía la Diosa-que-devora. Cuando pequeño, mi abuelo me contaba historias sobre  los hijos de la diosa maldita, sus sirvientes,  que regresaban de la muerte. No podíamos acabar con el preso por miedo a ser castigados por ella, y llegué a la conclusión que  habíamos sido bendecidos con ese obsequio”.

No entiendo lo que me dice, concluyo que se trata de charlatanería indígena. Exijo saber qué le hace a los prisioneros. Me responde que la hora de la ofrenda es por la noche y que puedo asistir si así lo deseo. Le exijo que me responda. El hombre se niega. Alzo la voz y lo amenazo con reportar su indisciplina. Él hace una señal y al instante tengo a tres soldados que me apuntan con metralletas. El capitán dice que  seré escoltado a mi cuarto hasta la hora del sacrificio. Estoy a merced de este orate, y mientras una voz me suplica que escape del lugar, otra menos cuerda está impaciente por ver en qué consiste la ofrenda.

Llega la noche. El capitán me recoge en la habitación y me trata con extraña cortesía sin mencionar una palabra sobre el arresto. Somos escoltados por varios hombres y nos dirigimos hacia donde están los prisioneros. Allá están: pálidos, desnutridos, enfermos, pero tan pronto ven que nos acercamos empiezan a gritar, a pedir clemencia, a defenderse como bestias. Cinco soldados entran a la jaula y cogen al azar a uno de ellos. El hombre se resiste, tira puñetazos y patadas, se revuelca como un demonio cuando es atrapado. Es tal su resistencia que los oficiales sacan sus porras y lo golpean hasta que se convierte en una mancha sanguinolenta, desagradable e inconsciente, arrastrada ante los lamentos de sus compañeros.

Acto seguido, soy conducido hasta una multitud. Todos los soldados del batallón se encuentran rodeando un espacio. Al abrirme paso, veo un pozo de enormes dimensiones del que a duras penas se ve el fondo. Los soldados toman aguardiente, fuman y se respira un ambiente festivo.  El prisionero despierta y empieza a llorar, a pedir piedad; habla en español, pero en una jerga tan rápida que no le entiendo. Solo comprendo pocas palabras: “Dios mío”, “Piedad”  y “Mátenme aquí”.

El hombre es amarrado por la cintura y, antes de empezar su descenso, le entregan una pistola. El hombre empieza a temblar, se agarra del capitán, quien le escupe y lo separa una vez más. Lo bajan por el pozo, lentamente, y las voces suplicantes del hombre son sepultadas por  las risas grotescas de los soldados.

El capitán me pide que me acerque. Estoy casi al borde del pozo y veo que el hombre finalmente ha tocado el suelo. Tan pronto lo hace, se escuchan lamentos terribles que nacen de las sombras de aquella fosa-prisión. Algo se despierta y, aunque no lo veo, sé que empieza a dirigirse hacia el pobre tipo. Tengo miedo por el prisionero, por lo que acecha en las sombras. Vuelvo a ser el niño que le teme a la oscuridad.

El infeliz toma su pistola y empieza a disparar a lo desconocido, una, dos, tres veces. Se escuchan caer varios cuerpos, pero otros siguen su marcha inexorable, sus pasos sobre la fría losa, ese tap, tap, tap, lento y torpe pero seguro. Finalmente, se le acaban las balas, desesperado, arroja su arma contra sus atacantes. Se acurruca y empieza a llorar.

Nuestros hombres no se compadecen de su suerte, al contrario, empiezan a lanzarle frutas podridas, escupitajos,  a insultarlo, a llamarlo cobarde, poco hombre. Al parecer, esta vez el espectáculo no ha sido tan divertido como en otras oportunidades. Presumo que otros condenados se han aferrado con mayor fuerza a la vida y han luchado hasta el final.

El rincón donde está nuestro hombre es iluminado débilmente con la luz de la luna siendo apenas visible para mí. Aun así, me inclino con mórbida curiosidad para poder ver lo que se oculta en la noche mientras los rugidos de sus criaturas continúan.

Tap. Tap. Tap. Taptap. Taptap. Taptaptaptap

Finalmente veo a uno de los seres. Es un cuerpo humano. No, exagero con lo de humano. Es casi un esqueleto con poca carne putrefacta a su alrededor que gime de placer mientras se acerca al prisionero. Este, al verse frente a la muerte, recupera el coraje perdido e intenta defenderse causando regocijo entre los soldados. Para su mala suerte, otras dos criaturas salen de las sombras. Al igual que su antecesor, parecen leprosos o muertos vivientes, y aún conservan jirones  de sus uniformes de prisioneros de guerra.  Los entes, por su parte, emiten unos sonidos aterradores de deleite. Tienen hambre, mucha hambre. Se abalanzan sobre el pobre hombre que nada puede hacer ante la acometida. Horrorizado, contemplo cómo le devoran; el brazo, las piernas. Ellos no tienen piedad con su antiguo camarada, que es consciente de verse devorado hasta que, afortunadamente, pierde el control y se desmaya. No se despertará más. Los seres siguen con el festín hasta que han arrancado la mayoría de la piel del nuevo cadáver y se retiran de nuevo a sus rincones. Si le entendí bien al capitán, el reciente sacrificio a la Diosa-que-devora pronto volverá de  la muerte y se unirá a la horda a la espera de un nuevo invitado al pozo.

En ocasiones, al dormir, tengo pesadillas. En ellas soy yo quien se encuentra en el pozo rodeado de engendros que se acercan —taptaptap—  para devorarme. Al levantar la vista me encuentro rodeado de soldados y rostros conocidos, que se burlan de mi infortunio y me insultan. Despierto y pienso no solamente en ese espectáculo degradante de muertos vivientes dentro del pozo y vivos con el alma muerta fuera de él, sino en todas las acciones que he visto en tiempos de paz y de guerra. Me quedo un largo tiempo sentado al borde de la cama, intentando ver más allá de la oscuridad, luego de lo cual intento dormir. Pero no lo consigo.



lunes, 11 de marzo de 2013

Silver linings playbook: De las segundas oportunidades de la vida


Título original: Silver linings playbook  (Los juegos del destino en Colombia)

Director: David O. Rusell

Protagonistas:  
Bradley Cooper (Pat Solitano, jr)
Jennifer Lawrence (Tiffany Maxwell)  
Robert de Niro (Pat Solitano, sr)
Chris Tucker (Danny)

La vida de Patrizio ‘Pat’ Solitano cambia radicalmente un día al llegar temprano a casa del trabajo y sorprender a su esposa en la ducha con un amante. Pat pierde el control y casi mata a golpes al infeliz hombre logrando dos cosas: Ser internado en una casa de reposo y  que su esposa lo abandone.
Después de ocho meses de reclusión en una casa de reposo, la mamá de Pat logra finalmente su salida. Pero nuestro protagonista cree en los finales felices y está convencido de que su esposa volverá con él.  Para ello mantiene una actitud positiva que raya en lo ridículo y en una obsesión con el ejercicio y la pérdida de peso.
Al llegar a casa tiene que reencontrarse con un padre fanático del fútbol americano, incapaz de entablar una amistad con su hijo sino existe un vínculo con este deporte, con un hermano indolente y un terapeuta que intenta ayudarlo a salir de ese pozo de desesperación y tristeza.
También se encontrará, gracias a un viejo amigo, con Tiffany, una viuda quien  trata de mitigar la reciente pérdida de su esposo con el sexo como vía de escape. Entre los dos surgirá una relación de, en un principio, miedo y necesidad pero que gradualmente se irá transformando en complicidad y algo más.
Las actuaciones son estupendas: Bradley Cooper demuestra que no es simplemente una cara bonita y se hace creíble en su papel paranoico y obsesivo; Robert De Niro demuestra que sigue siendo uno de los grandes actores de nuestro tiempo y nos da una actuación magistral en el papel de ese hombre que ama a su familia pero es incapaz de comunicarse con ella, incluso Chris Tucker que siempre me ha parecido un poco fastidioso hace un papel más que correcto en la piel del mejor amigo de Pat.
Pero quien se roba la pantalla es Jennifer Lawrence: Su papel de Tiffany es grandioso. Consigue enamorar no solamente al galán de turno sino a todas las personas. En sus miradas, en sus palabras, está latente ese dolor por la pérdida de ese amor, la culpa y el remordimiento pero también la redención y las ganas de seguir adelante.
El argumento es magnífico. ¿Quién no ha perdido a esa persona amada? ¿Quién no se ha culpado a si mismo del abandono y pensado que si cambiamos nuestra actitud, el físico o aquello que creemos que está mal esa persona va a regresar? En esos momentos de desamor no vivimos por nosotros mismos sino en función de esa persona, de su eventual retorno, nos obsesionamos con los recuerdos pasados y pensamos que si lo hacemos mejor esta vez, todo podrá solucionarse y tendremos un final feliz como de novela.
Pero la vida no es como en las películas y ese reencuentro no se da porque esa persona ya nos ama o se ha ido para siempre. Esta historia nos enseña que se debe seguir adelante porque no hay más remedio y quedarnos en el pasado nos seguirá consumiendo en el dolor y la desesperación mientras que el futuro nos puede brindar nuevas oportunidades, personas y situaciones por vivir.
En el libro en el que está basada la película, hay una escena reveladora. Pat le pide a su hermano que lo lleve a ver a su ex esposa. A diferencia de la cinta han pasado cuatro años y no ocho meses. Al llegar al lugar, la contempla a lo lejos, jugando con su actual esposo –el hombre con que la engañó- y dos pequeños hijos. Pat comprende que la mujer a la que amó, a quien le entregó sus sueños y sus ilusiones nunca volverá con él, pero está tranquila y feliz y eso basta para que él pueda cerrar ese ciclo.
Considero que el amor debe ser eso. Debe liberarse del egoísmo, del querer que nos quieran a la fuerza, de poseer a una persona. El amor nace libre sin esperar ser correspondido, simplemente brota naturalmente, de manera maravillosa. Si la persona que escogimos nos corresponde no habrá felicidad más grande en este mundo; si por el contrario no nos ama o decide entregar su corazón a otra persona, causa o lugar, debemos alegrarnos por ella, desearle felicidad eterna y seguir adelante, letra a letra, paso a paso. ¿Quién sabe? Quizá a la vuelta de la esquina nos espera Jennifer Lawrence.

Éste es el trailer de la película: 


Y esta una pequeña joya que descubrí gracias a la película, ¡Qué grande es Stevie Wonder!:



jueves, 21 de febrero de 2013

Stalingrado



Este mes se cumplen setenta años del final de una de las batallas más sangrientas de la humanidad y que habría de marcar un punto de no retorno en la historia de la Segunda Guerra Mundial: Nos referimos a la batalla de Stalingrado, donde rusos y alemanes se enfrentaron a lo largo de cinco meses y en donde perdieron la vida aproximadamente cuatro millones de personas.
Esta batalla sería el comienzo del fin para la hasta ahora imbatible fuerza nazi que parecía invencible luego de sus victorias en Polonia,  Holanda, Bélgica, Noruega y Francia. Después de Stalingrado, nombres como los de Zhukov, Chuikov y Yeremenko habrían de volverse inmortales y se despertaría esa ancestral furia que golpearía las puertas mismas de Berlín un par de años después, devastándola hasta las cenizas.
Antes de proseguir, no es mala idea hacer un recuento de los hechos que desembocaron en esa carnicería.


Dos alegres compadres

Dos hombres. Dos tiranos. Dos seres que afirmaban venir de ideologías complemente diferentes pero para quienes la vida humana no tenía ningún valor, como lo demostraron con sus acciones. Hablo desde luego de Adolf Hitler, el führer alemán, y Josef Stalin, líder absoluto de la Unión Soviética.
Ambos tenían en común el narcisismo, el desprecio por quienes gobernaban, y el manejo de los países más poderosos de la Europa de mediados de los años treinta. Cada uno envidiaba y temía el otro, pero supieron disimularlo muy bien cuando firmaron el pacto Ribbentrop-Molotov de no agresión el 23 de agosto de 1939, pocas semanas antes del comienzo de la guerra.
Si bien el pacto se cumplió un par de años, Hitler anhelaba conquistar la Unión Soviética, era una parte fundamental en su plan de invadir el este de Europa,  fue así como el 22 de junio de 1941 iniciaría la llamada Operación Barbarroja, que era el comienzo de la invasión del territorio soviético.
En un principio el ejército nazi parecía imparable y estuvieron a punto de tomar Moscú, sin embargo, al Tercer Reich, se le pasaron por alto dos hechos fundamentales: la voluntad rusa y más importante aún, el invierno de 1941, que fue uno de los más fríos en la historia de ese país llegando  hasta los  -55 °C, congelando no solo la maquinaria alemana sino a los mismos soldados, quienes no estaban preparados para ese temperatura. A este clima se le llamó ‘El general invierno’ y provocó la retirada germana, ocurriéndole lo mismo que a Napoleón un siglo antes.
             

La ciudad de Stalin
Sin embargo los alemanes no se dieron por vencidos y a pesar de retroceder siguieron su campaña en tierra soviética, logrando algunas victorias.
Stalingrado, cuyo nombre original era Tsaritsyn, rebautizada en honor al líder soviético, era una ciudad industrial y que a primera vista no parecía fundamental en los planes de ocupación; sin embargo, y debido a la tardanza de la conquista de esa nación, Hitler se encaprichó con esa ciudad, llegando a creer que si la tomaba podría decidir a su favor el curso de la guerra.
El encargado de llevar a cabo el sometimiento de la ciudad fue el general Friedrich Paulus, quien estaba a cargo del VI Ejército Alemán y que tenía a su mando a más de 700.000 hombres.
El ataque comenzó el 23 de agosto de 1942 de manera salvaje, siendo la ciudad bombardeada de manera inclemente, tanto de manera aérea como por la  artillería. Sin embargo, el pueblo resistió y no dio su brazo a torcer peleando de manera heroica a pesar de la inferioridad numérica y de armamentos.
A pesar de todo, la moral rusa estaba por los suelos. En esa situación se nombraría a Vasili Chuikov como Comandante del Éjercito de Stalingrado. Al ser interrogado por sus superiores sobre cuál era la misión que tenía, respondió imperturbable: “Defender la ciudad o morir en ella”.

VASILI CHUIKOV


Rattenkrieg

A mediados de septiembre la ciudad estaba prácticamente en ruinas y a pesar del constante asedio no caía. La batalla era de tal ferocidad que se combatía casa por casa, escombro por escombro.
Los alemanes bautizaron a esto como el Rattenkrieg o guerra de ratas, donde debían combatir a través de las mismas ruinas que ellos habían provocado. Sin embargo esto fue gran ayuda al ejército rojo, quien implementó ‘La academia de lucha callejera de Stalingrado’ la cual consistía en emboscadas ocasionales a los alemanes.
Durante este periodo también se destacaron los francotiradores rusos, comandados por Zaitsev (cuyo nombre significaba liebre) quienes aniquilaron a varios alemanes, siendo capaces de ocultarse por horas entre la nieve hasta lograr su objetivo e ideando ingeniosas técnicas para eliminar el mayor número de enemigos.
Stalin implementó una nueva orden, la 227, a la que pronto se le conocería popularmente como la orden‘¡Ni un paso atrás!’, la cual decía que la ciudad debía ser defendida hasta la muerte y en donde todo soldado que tuviera la intención de retirarse o rendirse debía ser fusilado en el acto. Esta directiva no solamente se aplicó a los soldados sino también a todos los civiles que simpatizaran o se sometieran ante el enemigo. Fueron cientos los ciudadanos que fueron asesinados por sus compatriotas bajo la acusación de traición.
Mientras tanto Hitler desesperaba y presionaba cada vez más a Paulus, quien veía como el número de sus hombres disminuía a la vez que llegaban refuerzos a su contraparte. El general sufría de disentería y ataques nerviosos que degeneraron en un tic en su ojo izquierdo.


Operación Urano y rendición
Llegó el invierno y las fuerzas alemanas al igual que el año anterior se vieron afectadas por las inclemencias del tiempo; sumado a eso, las fuerzas soviéticas idearon un nuevo plan, La Operación Urano, diseñado para someter al VI Ejército Alemán.
Esta consistía en una maniobra de pinza cuyo objetivo era cercar las ya menguadas fuerzas del general Paulus, quien suplicaba refuerzos y abastecimientos a Berlín, ayuda que a pesar de las promesas de suministro aéreo por parte Hitler y Herman Goering (Jefe máximo de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana) nunca ocurrió.
Muy pronto empezaron a darse los primeros casos de inanición y congelamiento dentro del ejército alemán, quien soportaba de manera estoica los ataques. El 24 de noviembre se implementó la Operación Urano y ya ningún alemán pudo escapar de Stalingrado. Aproximadamente 250.000 hombres quedaron completamente cercados en lo que muy pronto se conocería como Der Kessel (el caldero) donde se dieron brotes de epidemias y enfermedades debido a las condiciones del encierro.
Hitler, consciente que la batalla estaba perdida, nombró a Paulus, Mariscal de Campo, con la esperanza que este se suicidara antes de rendirse pues nunca en la historia del ejército alemán un mariscal se había dado por vencido. Sin embargo, el general alemán, completamente defraudado por su Führer habría de rendirse a Chuikov y los rusos el 2 de febrero de 1943.


Después de la batalla
Esta sería el comienzo del final del nazismo, pues las fuerzas de Hitler nunca más conseguirían una victoria en el este de Europa y empezaron a replegarse hasta el fin de la guerra en 1945.
Un día después de la batalla, un iracundo coronel ruso detuvo a un grupo de prisioneros de guerra alemanes entre los escombros de Stalingrado y les gritó: “¡Así va a acabar Berlín!”. Los alemanes, en su soberbia, habían despertado a la bestia dormida rusa y pagarían muy caro su error al ver a su hermosa capital destruida por el Ejército Rojo en mayo del 45.
Durante la conferencia de Teherán, en diciembre de 1943, Winston Churchill  le entregó al pueblo ruso la espada de Stalingrado, la cual tenía en su hoja un mensaje del rey de Inglaterra que decía: “A los ciudadanos de corazón de acero de Stalingrado, un obsequio del rey Jorge VI como prenda del homenaje del pueblo británico”. Asimismo el poeta chileno Pablo Neruda  escribió su poema Nuevo canto de amor a Stalingrado, donde con sus versos exaltaría el coraje de esa ciudad y del pueblo ruso.
Actualmente en la colina de MamayevKurgan, en la ciudad de Volgogrado  (anteriormente conocida como Stalingrado), se eleva una gigantesca estatua de 85 metros llamada la Estatua de la Madre Patria, que representa la voluntad del pueblo ruso y está construida en conmemoración de esta cruel batalla con la esperanza de que nunca más se vuelva a repetir.



Nota: Muchas de las notas y datos son extraídos del excelente libro Stalingrado, escrito por el historiador inglés Anthony Beevor donde hace una detallada descripción de esta batalla y que recomiendo sin dudarlo a quien le interese el tema.


Artículo publicado originalmente en la revista digital argentina Piso 13:  http://www.pisotrece.com.ar/index.php/arte-cultura-x/767-stalingrado

domingo, 10 de febrero de 2013

Zombkill


Un cuadro nos observa. Es una parodia del poster del Tío Sam invitando a la gente a unirse a la armada con su famoso ‘I want you’, sólo que esta vez es el rostro de un ser deforme y en carne viva quien nos señala con un dedo putrefacto mientras parece esbozar una sonrisa descompuesta, a la vez que el lema ha sido ligeramente cambiado por ‘I want eat you’.

Es el único detalle que desentona con la elegante decoración de la sala de espera. Mi padre ha perdido la paciencia: Llevamos dos horas aguardando y la secretaria, severa y desdeñosa, ha dicho que esperemos mientras el gerente prepara los últimos detalles. Por mi parte me aburro como una ostra, hoy cumplo veintiún años y debería estar celebrando con mis amigos y no en este lugar alejado de la civilización, donde ni siquiera sé por qué diablos hemos venido
.
Mi progenitor termina su segunda cajetilla de cigarrillos y se aclara la garganta de manera estruendosa queriendo llamar la atención de la secretaria, quien lo ignora una vez más. En parte lo comprendo, el vuelo fue agotador, el avión se demoró aproximadamente siete horas en llegar a esta isla olvidada por dios.

Mientras me pregunto por enésima vez qué hacemos acá, se abre la puerta principal: De su interior sale un hombre de mediana edad y pulcra vestimenta. Abraza a papá, le tiende la mano a Hans y Christopher, nuestros acompañantes, y me observa con curiosidad.

   ¿Así qué éste es el joven heredero? —dice mientras me saluda.

   En efecto, querido amigo. Es mi único hijo —responde mi padre con orgullo—. Hoy está cumpliendo la mayoría de edad y pensé que no podía darle mejor regalo que traerlo a tu isla.

   No podías haber hecho una mejor elección para iniciarlo como un hombre —responde mientras se ilumina su rostro—. Dime —dice dirigiéndose a mí— ¿Crees en zombies?

   Sólo los de la televisión y los videojuegos —respondo confundido preguntándome si escuché bien. ¿Dijo zombies?

Los dos hombres se observan a los ojos en un silencio solemne, casi ceremonial, luego de lo cual prorrumpen en estridentes carcajadas. Mi padre tiene que sacarse un pañuelo para enjugarse las lágrimas mientras me imita de manera patética.

   Perdónalo, Landa —retoma él—, como podrás darte cuenta, nunca le he contado del tema. Como sé que te gusta hablar hasta por los codos, estaba esperando que fueras tú quien le diera una pequeña inducción a Michel.

   Claro, claro, no hay ningún problema. Pero qué descortés de mi parte, no los he invitado a seguir —dice mientras extiende su brazo y abre la puerta de su despacho—, si tienen la bondad, caballeros.

La oficina es gigantesca. La luz se filtra de manera tenue por un grueso vidrio a través del que se observa un océano infinitamente azul. Al interior se observan unas especies de sarcófagos de cristal con momias disecadas. En su despacho, al lado de una foto donde Landa posa junto a una hermosa mujer y tres niños, se encuentra un cráneo encerrado en una urna cuidada con esmero.

El hombre hace pasar a la secretaria que viene con bebidas energizantes, jugos y comida liviana. Ahora que lo pienso, no hay ninguna bebida alcohólica tan característica en este tipo de encuentros y tan típica de mi papá. Landa propone un brindis en mi honor. Luego de beber, mira con cariño el cráneo y se dirige hacia nosotros.  

   No existe lo imposible, tan sólo lo no descubierto. Piensen que el hombre ha logrado lo impensable: Hemos logrado surcar el cielo como las aves, sumergirnos en el mar como  peces e incluso hemos ido al espacio. Lo importante es cuestionarse, indagar. Todo se reduce a preguntar, a un ¿‘Y sí…’?: ¿Y si pudiéramos crear luz artificial? ¿Y si pudiéramos conectar al mundo entero de manera virtual?  ¿Y si pudiéramos vencer a la muerte?  Ese fue mi punto de partida: Los organismos no somos más que una maquinaria que deja de funcionar al momento de morir. ¿Y si pudiéramos conseguir reanimar los órganos después del deceso?

   ¿Y qué pasa con el alma?   pregunto.

   Los cuerpos reanimados son simples envoltorios. No tienen recuerdos, ni voluntad, simplemente deambulan sin hacerle daño a nadie. Sin embargo, logré moldearlos a mi gusto, modificarlos para que sientan hambre constantemente, un apetito insaciable por la carne humana. Había creado zombies. Ahora bien, ¿para qué puede servir un muerto viviente? No tengo ambiciones de conquistador, simplemente quise demostrar que podía derrotar a la muerte.

   Jugar a ser dios.

  Con un poco de curiosidad y recursos, cualquiera puede ser dios. Con mi descubrimiento decidí instalarme en esta isla y comunicarle mi hallazgo a gente selecta, que pudiera apreciarla y no fuera a decir nada en el mundo exterior.

   ¿Con qué propósito? pregunto.

    ¿Le gustan las corridas de toros? antes de que pueda contestarle prosigue—.  Desde siempre, el ser humano ha sentido una atracción por la destrucción, por ejercer la muerte. Pregúntese por el éxito del Coliseo romano, las peleas de gallos, los combates a muerte, la cacería. La guerra es sólo la extensión de ese deseo primitivo que tiene el hombre por asesinar.  Yo puedo brindar esa experiencia, sin lastimar a ningún ser vivo, fue con este ideal que creé esta empresa, Zombkill.

   ¡Pero los zombies alguna vez fueron humanos! protesto.

   Es cierto. Pero los cuerpos que uso han sido comprados a enfermos terminales, sentenciados a muerte y soldados antes de su fallecimiento a un precio muy elevado. Dígame ¿qué diferencia existe en convertirse en uno de mis zombies a ser devorado por los gusanos o cremado en un horno?

Al ver que era incapaz de argumentarle, el hombre sigue hablando.

   Lo que hago es ofrecer nuevas emociones a quien pueda pagar por ellas. Es cierto, cobro un precio muy elevado, inaccesible para el 90% de la población, pero ésta es una experiencia que no se olvidará el resto de la vida.

   Basta de cháchara interrumpe mi padre—,  esto no se puede describir con palabras. Vámonos a preparar, estoy ansioso por comenzar.

   Me parece adecuado dice Landa sin inmutarse. Al ser ésta la primera vez del muchacho, creo que lo ideal es preparar a los sujetos tipo A1  y darle armamento especializado. Dime ¿Dónde preferirías que saliéramos de cacería? ¿Un laboratorio? ¿Una ciudad abandonada? ¿La playa? ¿El desierto? ¿Un cementerio? ¿Una casa de campo?

Pienso en todas las revistas, los programas de televisión, los comics y las películas que he visto de los muertos vivientes, y no puedo evitar emocionarme al sentirme como alguno de  los protagonistas principales enfrentando heroicamente a una horda de monstruos sedientos de sangre. Este pensamiento vence mis pocas reticencias morales.

La ciudad abandonada, respondo sin dudarlo.

Nos retiramos de la oficina y vamos a un sótano para prepararnos. Mientras nos cambiamos, mi padre me dice que de acuerdo a la experiencia del cliente, se preparan a las bestias. Por ser un novato han alistado a los zombies tipo A1, lentos y torpes. No puedo evitar sentirme como un idiota, mi padre se da cuenta y me dice que no me preocupe, que a medida que regrese iré adquiriendo más destreza y podré aumentar el nivel de la partida.

Me dan armamento y en una hora me enseñan a manejarlo apropiadamente. Landa me dice que no hay que temer: Aparte de Hans, Christopher y mi padre, tres empleados de Zombkill estarán conmigo durante la cacería para provisionarme de municiones y protegerme en caso de que algo salga mal. Me informa además que, al ser ellos muertos reanimados, no hay riesgo de ser contagiados por una mordida o una herida, pero que sin embargo hay que tener cuidado, pues una vez un monstruo prueba la sangre no parará hasta haber terminado con su presa.

Nos montamos en un jeep que nos conduce por calles pedregosas, hasta que llegamos a un simulacro de ciudad. Quedo impresionado: Es una réplica exacta del centro de Nueva York. El vehículo se desplaza por las calles hasta llegar a una avenida donde nos dice que debemos bajarnos.

Los recojo en una hora dice el conductor, un gringo alto y fornido quien antes de alejarse se dirige a mí —  Happy birthday, kiddo; no podrían haberte dado un mejor regalo. Disfrútalo. 

 Nos acomodamos y sacamos las armas a la espera de la acometida. No han pasado diez minutos cuando, a lo lejos, empiezan a sonar gruñidos, una especie de lamentos y quejidos sobrecogedores capaz de dejar sin habla al hombre más locuaz. Los ruidos no provienen de una dirección en particular sino que como un eco se repite por  todos los alrededores. 

Empiezo a sudar y el arma se me resbala de las manos, al recogerla veo el rostro del resto de mis compañeros: Lucen aburridos, como un cazador cuando va tras una presa demasiado débil. Mi padre incluso se fuma otro cigarrillo mientras espera.

Finalmente aparecen. Vienen de todos lados: Lentos, putrefactos, hediondos. Se dirigen hacia nosotros intentando infundir temor pero inspiran más  lástima que otra cosa: Gimen, lloran y se agitan; gritan, se revuelven e intentan apresurar el paso pero de manera inútil pues biológicamente no son capaces. Los más osados, quienes van más rápido a pesar de sus limitaciones sufren horribles mutilaciones y pedazos de sus piernas empiezan a desprenderse de ellos como si fueran leprosos.

El grupo no se separa pero ninguno de los hombres se atreve a disparar contra la horda de muertos vivientes. Me reservan el honor de iniciar la cacería. Observo a una de las bestias: Es una mujer, el despojo de lo que antes fuera un ser humano; su boca seca emite un gemido de dolor mientras me observa e intenta alcanzarme. Apunto directo a la cabeza. Dudo. No soy capaz de disparar. La mujer avanza. Lanza un nuevo quejido. Miro nuevamente. Me parece que una lágrima se desliza por uno de sus ojos pestilentes. Debo liberarla de ese peso. Disparo.

El tiro es efectivo. La bala entra por su ojo y le atraviesa los sesos a toda velocidad. La criatura se desploma al instante. Esa es la señal, todos mis acompañantes se abalanzan sobre sus presas. Al ser una partida del tipo fácil, todos, a excepción de los empleados que deben velar por mi seguridad, han escogido armas de corto alcance. Mi padre ha elegido una bayoneta, similar a la que usaba en la Primera Guerra Mundial; Hans, un hacha, y Christopher una especie de pica.

Se acerca otro de los zombies. Ahora es una cuestión de supervivencia: Él o yo. No lo dudo un segundo, le vuelo la cabeza. Luego veo una niña sin ojos, que grita y gime pidiendo que le dé el descanso eterno, la complazco. Al cabo de unos minutos, contemplo horrorizado que no sólo me desenvuelvo muy bien sino que estoy disfrutando del espectáculo.

Contemplo el escenario, es una carnicería: Los muertos vivientes no se pueden defender, son demasiado torpes y siguen llegando en manada, sin importar las bajas sufridas. Disparo una  y otra vez, caen como moscas, de refilón miro a mi padre, nunca lo había visto tan exultante, tan lleno de vida, cada vez que destaza a un nuevo zombie sonríe como no lo hacía en años. Hans y Christopher cumplen su labor de manera metódica, eficiente, trabajando en tal armonía como si estuvieran bailando ballet; a través de sus movimientos silenciosos, de su interacción, comprendo lo bien que la están pasando y como muchas veces las emociones más intensas son incapaces de traducirse en palabras sino en pequeños gestos.

¿Y yo? He vencido mis prejuicios morales. Ya no busco liberar a esos pobres cuerpos resucitados genéticamente para la diversión de su castigo, ni se trata simplemente de una cuestión de supervivencia. Es simplemente placer. El placer de matar, de sentir el poder en mi cuerpo, en mis armas, de eliminar algo una y otra vez sin remordimientos. Nada puede asemejar esa sensación de sangre, de fuego y  exterminio. Soy hijo de la muerte y la locura. Y me encanta.