El relato que a continuación publico aparecerá en el libro 'Historias y relatos de Ka-Tet Corp.com Volumen 2' , en el que se recopilan las tres mejores historias de los últimos concursos literarios que ha hecho esa gran página dedicada a Stephen King que es la Ka-tet- Corp (http://www.ka-tet-corp.com/).
Mi aporte a este libro es este cuento y uno que ya publiqué en este blog anteriormente, 'Domingo en la mañana'. Espero esta nueva historia les guste y de nuevo gracias por leerme.
Tm69
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Rojo sobre blanco
Un punto blanco,
pequeño, se mueve en el horizonte camuflándose entre la nieve. Avanza, se
detiene, se acurruca, se ruñe las patas y reanuda el camino. Se desplaza ágil,
veloz, inconsciente del sonido que se genera a pocos kilómetros de donde está:
un ruido sordo, apagado y mecánico; tampoco se percata de su propia muerte, de
cómo la bala le atraviesa milimétricamente la cabeza dejando sus orejas largas,
sus ojos rojos, su rabo esponjoso y todo
lo que lo definía como un conejo, en un amasijo de vísceras regadas
sobre la nieve.
-¡Muy bien, Vania!-
exclamó Boris- le diste en la mitad de los ojos.
-No es para tanto.
-¿Qué no es para
tanto?- remedó el gigantesco cosaco. No veo la hora en que empieces a eliminar
a esos putos fritzes[1],
los jodidos nazis.
-Ya
veremos- respondió el aludido mientras recogía su arma.
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Odiaba Stalingrado.
De pequeño en Leverkusen se enfermaba durante el invierno. Tosía de manera
exagerada y prolongada hasta que llegaba su madre y lo cuidaba toda la noche,
pero ahora ella estaba lejana y formaba parte de una vida pasada donde había
luces, alegría y fiestas, en una Alemania llena de esperanza en el futuro. Ahora, lo único que podía ver era la cara más
horrible de la humanidad, el infierno en la tierra, la ciudad fatídica.
Richter Braun se
acomodó en la barricada descansando unas cuantas horas antes de reincorporarse
a la batalla. No dormía bien, no dejaba de preguntarse qué clase de locura lo
había llevado a esa tierra de muerte.
Habían sido los
uniformes pensaba ahora con amargura: su elegancia, su pulcritud, lo majestuoso
de la esvástica. Al alistarse soñó con llevar el orden a Europa, pondrían
uniformidad en el caos, el continente resurgiría de las cenizas de la Gran Guerra y serían
algo más que una rancia aristocracia decadente; bajo la égida del Tercer Reich,
una raza superior le mostraría al mundo un nuevo amanecer.
Ahora
después de tantos muertos, tanta sangre y guerra se dio cuenta de lo estúpido
de sus sueños.
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Cuando dormía
pensaba en Katya. En sus ojos azules como el Volga, en sus manos duras pero
tiernas cuando lo acariciaban y en sus pechos grandes y jugosos, sólo en sueños
podía darse el lujo de pensar en su amada; tan pronto se despertaba, sus sentidos,
sus sentimientos se enfocaban en la cacería de fritzes.
Vania Karpov había
nacido en una pequeña aldea lejos de Stalingrado. La constante en su vida, como
en la del pueblo ruso, era el hambre y la resignación. Creció débil y
desnutrido, pocos pensaron que llegaría a la adultez. Sin embargo, cuando en junio de 1941 los
alemanes rompieron la tregua e invadieron la Madre Rusia , no dudó
un segundo en enrolarse en el Ejército Rojo.
Resultó ser un
asesino instintivo, un francotirador excepcional. Hasta el gran Zaitsev, líder
del cuerpo de Francotiradores, estaba impresionado por sus habilidades. Tenía
la facilidad no sólo de ocultarse sino de mimetizarse con el medio y ser capaz
de esperar, incluso en la nieve, por horas a su presa.
Era un hombre frío,
parco, de pocas palabras. No le importaba Stalin o el Partido Comunista, esas
palabras eran sinónimas de hambre y privaciones pero no podía perdonar la
invasión, el asesinato de su gente, sus camaradas. Su cuerpo ardía en odio cada
vez que veía a uno de sus enemigos, tenía
que acabarlos a todos y sólo se detendría cuando Berlín estuviera reducido a
los escombros.
Los
únicos momentos de sosiego era cuando dormía; allí, en medio de los bombardeos,
tiros y asaltos, justo en el momento antes de perder la conciencia veía a novia
y podía sentir su olor y su sabor. Katya, Rusia, Patria, Madre y amante.
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Una o tal vez mil o cien mil familias de piojos se alojaban
no únicamente en su cabeza sino en todo su cuerpo. Cada vez que se rascaba, que
se restregaba con furia el cuero cabelludo hasta hacerlo sangrar, sus manos
terminaban repletas de puntos negros, de esas malditas alimañas que emulaban el
milagro de los peces y los panes reproduciéndose de manera casi milagrosa.
No podía dejar de
pensar que los rusos eran iguales a ese parásito: Podía matar mil pero al día
siguiente aparecían dos mil. Ya había perdido la cuenta de cuántos piojos del
Ejército Rojo había eliminado. Al principio había sido fácil, los soldados
venían mal preparados, mal armados, atacando más con fanatismo que otra cosa.
En esos días caían como moscas, los campos quedaban sembrados de cadáveres, y
los integrantes del VI ejército alemán se veían llegando a los campos del Cáucaso
con relativa facilidad.
Pero Rusia es
inconquistable, la extensión de su territorio es abrumadora y el patriotismo de
su gente, ciego. Avanzaron cientos de kilómetros hasta llegar a Stalingrado.
Podían haber ignorado la ciudad, rodearla, seguir su camino, pero la
prepotencia del Führer por conquistar la ciudad con el nombre de su enemigo fue
mayor. El territorio se convirtió en un campo de batalla de egos, los rusos
siguieron atacando con un desapego con la vida increíble pero aprendiendo de
sus errores causando bajas cada vez mayores entre sus enemigos.
Para colmo la
Luftwaffe[2]
había destrozado la ciudad. Las bombas habían convertido los hospitales en
cementerios, las iglesias en camposantos, las fábricas en escombros, las
escuelas en cráteres y si bien en un inicio se pensó que de esta forma la urbe
se rendiría fácilmente, la estrategia salió mucho peor pues los cosacos
aprovecharon las ruinas para organizar una guerra de guerrillas donde los
aviones, tanques y el armamento pesado era inútil.
Los nazis habían
bautizado esa estrategia con el nombre de Rattenkrieg[3].
Ahora la batalla era cuadra por cuadra, casa por casa. Esa mañana, el pelotón
de Braun tenía como objetivo conquistar las ruinas de un colegio próximo a una
fábrica de tractores, objetivo fundamental en los planes de conquista.
Después de rezar, salió
con su pelotón. El colegio estaba repleto de bolcheviques, la batalla fue
prolongada y sangrienta, sus compañeros
cayeron uno tras otro, hasta que quedó
solo él en la batalla. Consciente de que si se quedaba quieto podría llegar
otro grupo ruso y capturarlo, salió de su posición disparando en todas las
direcciones, una de sus balas perforó un pulmón a uno de sus rivales, otra se
alojó en el lóbulo frontal de otro; un tercer soldado Rojo alcanzó a herirlo en
el brazo, pero a cambio, el oponente recibió
un tiro en el estómago.
Richter sintió como
la bala le atravesaba el codo y cómo por ese agujero entraba todo el frio de la
maldita Rusia. Se acercó a quien lo había herido, el enemigo se arrastraba como
un gusano impregnando la nieve con su sangre, lo detuvo y lo volteó: el hombre
empezó a hablarle en su idioma en una larga retahíla, quizá un discurso para
que su vida fuera perdonada, el hombre lloraba mientras el viento arreciaba con
fuerza, el nazi no perdió el tiempo: acercó el fusil a la frente de su víctima
y disparó.
A la larga había
sido un acto humanitario con ese pobre hombre. Habría sido imposible que
sobreviviera al campo de prisioneros, hubiera muerto en una o dos semanas por
su herida o por el hambre, era posible que le esperara un destino peor: se
habían registrado casos de canibalismo en algunos campos de prisioneros y las
víctimas eran los más débiles, los más indefensos. Se repetía que esto era una
guerra, no había espacio para la compasión y sus enemigos podrían matarlo por
un acto de bondad.
Un ruido
lo despertó de sus cavilaciones. Había sido minúsculo, casi silencioso, provenía
de un armario. Alistó su arma y abrió el armatoste mientras gritaba, lo que vio
le sorprendió: Un niño rubio, casi en los huesos, vestido con harapos, lo
miraba fijamente. Richter alistó el arma y se preparó para disparar.
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Comenzó como una
especie de broma. Fue el capitán Igor Chejov quien propuso iniciar una
competencia entre los francotiradores para ver quien mataba mayor número de
alemanes antes de que se cumpliera el aniversario de la Revolución de Octubre,
y si bien los hombres habían reído divertidos ante la idea, la asumieron como
un compromiso personal, su orgullo como soldados estaba en juego.
El premio era una
botella de vodka que el capitán se había traído de contrabando desde Moscú y aunque
el licor caería muy bien durante los helados días, la mayor recompensa sería el
reconocimiento que el ganador tendría entre los camaradas, la reputación de ser
conocido como el mejor.
A Vania lo tenía
sin cuidado el licor, su pensamiento iba más allá: estaba completamente
obsesionado por ejecutar a la mayor cantidad de nazis que pudiera. Salía desde
la madrugada, buscaba diferentes escondrijos desde donde esperaba a que aparecieran
los primeros germanos, eliminándolos uno a uno, sin darles tiempo de
preguntarse qué había pasado y volvía al ocaso con el registro de bajas. Era
tanto su obcecación que un par de veces había cometidos errores fatales y había
estado a punto de morir congelado, tan solo la providencial intervención del
gigantesco Boris, su único amigo, lo había salvado de la muerte.
Y aunque
no lo reconocía, quería ganar la competencia. No iba a
dejar que sus compañeros lo vencieran. Ninguno de ellos comprendía la esencia
del arte que ejercían, no eran capaces de apreciar lo hermoso de la sangre
derramada sobre la nevada, lo sutil de un arroyo rojo corriendo sobre la inmensidad
del manto blanco que se extendía, muerte sobre vida, rojo sobre blanco hasta el
infinito.
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No había sido capaz
de apretar el gatillo. Verlo allí de esa manera tan indefensa, tan valiente, dispuesto
a aceptar su destino sin replicar, había impedido ejecutarlo. Viéndolo en
retrospectiva consideraba al niño como
una especie de milagro en el infierno, como quien encuentra flores en un
desierto.
Su regimiento lo
había adoptado. Naturalmente le habían puesto el nombre de Iván, pues en ‘tierra
de rusos todos son Iván’[4],
el niño era considerado como poco más que una mascota y los soldados nazis se
divertían con sus ocurrencias y sus
cánticos.
Para Richter era
mucho más que eso. Lo había adoptado como un hijo, se sentía en la obligación
de protegerlo incluso con su propia vida. En los ojos claros del infante veía
esperanza, futuro. En sus sueños más delirantes se veía llegando a Moscú de la
mano del pequeño y ofreciéndole una nueva vida. Nunca se le cruzó por la cabeza
que probablemente había sido él y su ejército quien lo había hecho huérfano no
sólo a él sino a miles de niños.
Había llegado
incluso a matar por Iván. Una noche un compañero de guardia, completamente enloquecido había llegado hasta
donde el niño, lo había sacado de la barricada y se aprestaba a ejecutarlo,
ante el reclamo de Richter, su compañero de nombre Heinrich, había dicho que
‘todos los malditos rusos hijos de puta tenían que morir’, al ver que ni las
palabras, ni las razones funcionaban y que Heinrich iba en verdad a matarlo no
dudó un segundo en desenfundar su pistola y dispararle a quemarropa a su amigo.
Era tal el grado de
apego que sentía por el muchacho que compartía con él sus cada vez más escasas
provisiones, dormían en la misma cama de tal manera que pudieran mantener el
calor corporal y le sacaba los cada vez más numerosos piojos del cuerpo.
A cambio, el niño
se mostraba diligente: limpiaba el búnker y las barricadas e iba por agua
potable hasta el rio, labor demasiada arriesgada para los soldados alemanes.
Richter sentía que su corazón se detenía cuando Iván salía a sus expediciones y
sólo sentía sosiego cuando lo veía regresar. Cuando dormía a su lado, soñaba con
lo feliz que se pondría el chico al conocer las tierras fértiles de su hermosa
Alemania.
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Estaba de mal
humor. Los últimos días de cacería habían sido muy malos. Los jodidos fritzes
se escondían y eso lo enojaba bastante. Aún faltaban dos semanas para el
aniversario y había eliminado a solo sesenta y ocho enemigos. Lo peor era que
Piotr, quien le seguía en puntuación tenía a sesenta en su haber, sabía que si
no cambiaba la situación no solo sería sobrepasado por él, sino por el resto
del escuadrón.
Había probado
diferentes sitios desde los cuales realizar su labor: Lo alto de una derruida
iglesia, camuflado entre los árboles y entre las grietas de una antigua escuela
pero los resultados no lo satisfacían.
Calma, se repitió,
no hay peor enemigo para un francotirador que la impaciencia, recordó que su
meta principal no era la competencia en sí, sino el número de enemigos que
derribara en el camino. Esto le mejoró el ánimo, sonrió.
Vio a un pequeño
niño que llevaba unos jarrones de agua más grandes que él. El infante se
dirigía hacia una base alemana y no parecía forzado a hacerlo. La patria no
acepta traidores, pensó mientras la mira se fijaba en la cabeza del pequeño
Judas, esperó a que el pequeñín estuviera más cerca de la base cuando disparó.
El cuerpo del infante
se estremeció como un muñeco y cayó desgonzado sobre la nieve. Había sido una
doble ganancia: se había desecho del informante
y el agua potable que el niño llevaba se había perdido lo que obligaría
a los nazis a salir de su escondrijo a buscarla ellos mismos, convirtiéndolos
en presas fáciles de su mira.
Iba a retirarse
cuando algo lo sorprendió. Un alemán había salido de su guarida, estaba
desarmado, gritaba y lloraba desesperado, antes de que Vania se preguntara
dónde estaba la trampa, vio al nazi abrazar el cadáver del niño, estaba
convencido que el teutón sabía que el francotirador seguía en el mismo lugar y
que saliendo de una manera tan imprudente pedía a gritos ser exterminado.
La guerra es algo
realmente irónico, pensó. Es capaz de aflorar los sentimientos más extremos y
radicales del ser humano, quizá si hubiera nacido en otra época o en otro
tiempo habría podido dedicarse a viajar, a conocer otras culturas de manera
pacífica, seguramente no sería el
monstruo que era ahora, un exterminador de niños. Pero este era su tiempo y su
batalla: Disparó, y de nuevo se dio el milagro, rojo sobre blanco sólo que esta
vez la sangre rusa y la alemana se convirtieron en una sola sustancia que fue
absorbida por la Madre
Patria.
-¡Urrah[5]!-
exclamó Vania. Su cuenta había llegado a sesenta y nueve soldados muertos y por
un momento de indescriptible optimismo tuvo la certeza de que nadie dentro de
su escuadrón le quitaría su lugar como máximo francotirador del glorioso
Ejército Rojo.
[1] Denominación despectiva que le daban los rusos a los alemanes,
proveniente del nombre germano Fritz
[2] La Luftwaffe
era la Fuerza
aérea alemán.
[3] Palabra alemana que traduce ‘Guerra de ratas’
[4] ‘Iván’ era el equivalente
alemán al ‘fritzes’ de los rusos, la manera despectiva en que los teutones se
referían a sus rivales.
[5] Urrah era una expresión de euforia y alegría proferido por los
soldados rusos al momento de acometer un ataque.
Este no es nuevo xD
ResponderEliminarNOTA: vi en msn el link y decía que era nuevo, lo hacés ilusionar a uno, caramba u.u
ResponderEliminarNuevo en el blog......no era mi ilusión ilusionarte para nada :( ¿Cómo va mi anarquista favorito?
ResponderEliminarMuy, muy bueno...
ResponderEliminarViolencia al por mayor que nos muestra las verdades más cruentas de cualquier conflicto bélico.
Excelente capacidad de describir personajes, situaciones, locaciones...
Y un gran, gran final...
¡¡ Felicitaciones, Tulio !!
Muchas gracias Juanito....me alegra que te haya gustado.
ResponderEliminarBuen relato! Me recordó a impactantes momentos de mi reciente lectura de Stalingrado (de Beevor); muy bien llevado y con gancho final ;)
ResponderEliminar¡Un saludo, Tulio!