miércoles, 8 de febrero de 2012

Rojo sobre blanco.


El relato que a continuación publico aparecerá en el libro 'Historias y relatos de Ka-Tet Corp.com Volumen 2' , en el que se recopilan las tres mejores historias de los últimos concursos literarios que ha hecho esa gran página dedicada a Stephen King que es la Ka-tet- Corp (http://www.ka-tet-corp.com/).

Mi aporte a este libro es este cuento y uno que ya publiqué en este blog anteriormente, 'Domingo en la mañana'. Espero esta nueva historia les guste y de nuevo gracias por leerme.


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Rojo sobre blanco


Un punto blanco, pequeño, se mueve en el horizonte camuflándose entre la nieve. Avanza, se detiene, se acurruca, se ruñe las patas y reanuda el camino. Se desplaza ágil, veloz, inconsciente del sonido que se genera a pocos kilómetros de donde está: un ruido sordo, apagado y mecánico; tampoco se percata de su propia muerte, de cómo la bala le atraviesa milimétricamente la cabeza dejando sus orejas largas, sus ojos rojos, su rabo esponjoso y todo  lo que lo definía como un conejo, en un amasijo de vísceras regadas sobre la nieve.

-¡Muy bien, Vania!- exclamó Boris- le diste en la mitad de los ojos.

-No es para tanto.

-¿Qué no es para tanto?- remedó el gigantesco cosaco. No veo la hora en que empieces a eliminar a esos putos fritzes[1], los jodidos nazis.

-Ya veremos- respondió el aludido mientras recogía su arma.

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Odiaba Stalingrado. De pequeño en Leverkusen se enfermaba durante el invierno. Tosía de manera exagerada y prolongada hasta que llegaba su madre y lo cuidaba toda la noche, pero ahora ella estaba lejana y formaba parte de una vida pasada donde había luces, alegría y fiestas, en una Alemania llena de esperanza en el futuro.  Ahora, lo único que podía ver era la cara más horrible de la humanidad, el infierno en la tierra, la ciudad fatídica.
Richter Braun se acomodó en la barricada descansando unas cuantas horas antes de reincorporarse a la batalla. No dormía bien, no dejaba de preguntarse qué clase de locura lo 
había llevado a esa tierra de muerte.

Habían sido los uniformes pensaba ahora con amargura: su elegancia, su pulcritud, lo majestuoso de la esvástica. Al alistarse soñó con llevar el orden a Europa, pondrían uniformidad en el caos, el continente resurgiría de las cenizas de la Gran Guerra y serían algo más que una rancia aristocracia decadente; bajo la égida del Tercer Reich, una raza superior le mostraría al mundo un nuevo amanecer.

Ahora después de tantos muertos, tanta sangre y guerra se dio cuenta de lo estúpido de sus sueños.

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Cuando dormía pensaba en Katya. En sus ojos azules como el Volga, en sus manos duras pero tiernas cuando lo acariciaban y en sus pechos grandes y jugosos, sólo en sueños podía darse el lujo de pensar en su amada; tan pronto se despertaba, sus sentidos, sus sentimientos se enfocaban en la cacería de fritzes.

Vania Karpov había nacido en una pequeña aldea lejos de Stalingrado. La constante en su vida, como en la del pueblo ruso, era el hambre y la resignación. Creció débil y desnutrido, pocos pensaron que llegaría a la adultez.  Sin embargo, cuando en junio de 1941 los alemanes rompieron la tregua e invadieron la Madre Rusia, no dudó un segundo en enrolarse en el Ejército Rojo.

Resultó ser un asesino instintivo, un francotirador excepcional. Hasta el gran Zaitsev, líder del cuerpo de Francotiradores, estaba impresionado por sus habilidades. Tenía la facilidad no sólo de ocultarse sino de mimetizarse con el medio y ser capaz de esperar, incluso en la nieve, por horas a su presa.

Era un hombre frío, parco, de pocas palabras. No le importaba Stalin o el Partido Comunista, esas palabras eran sinónimas de hambre y privaciones pero no podía perdonar la invasión, el asesinato de su gente, sus camaradas. Su cuerpo ardía en odio cada vez que veía a uno de sus enemigos,  tenía que acabarlos a todos y sólo se detendría cuando Berlín estuviera reducido a los escombros.

Los únicos momentos de sosiego era cuando dormía; allí, en medio de los bombardeos, tiros y asaltos, justo en el momento antes de perder la conciencia veía a novia y podía sentir su olor y su sabor. Katya, Rusia, Patria, Madre y amante.

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Una o tal vez  mil o cien mil familias de piojos se alojaban no únicamente en su cabeza sino en todo su cuerpo. Cada vez que se rascaba, que se restregaba con furia el cuero cabelludo hasta hacerlo sangrar, sus manos terminaban repletas de puntos negros, de esas malditas alimañas que emulaban el milagro de los peces y los panes reproduciéndose de manera casi milagrosa.

No podía dejar de pensar que los rusos eran iguales a ese parásito: Podía matar mil pero al día siguiente aparecían dos mil. Ya había perdido la cuenta de cuántos piojos del Ejército Rojo había eliminado. Al principio había sido fácil, los soldados venían mal preparados, mal armados, atacando más con fanatismo que otra cosa. En esos días caían como moscas, los campos quedaban sembrados de cadáveres, y los integrantes del VI ejército alemán se veían llegando a los campos del Cáucaso con relativa facilidad.

Pero Rusia es inconquistable, la extensión de su territorio es abrumadora y el patriotismo de su gente, ciego. Avanzaron cientos de kilómetros hasta llegar a Stalingrado. Podían haber ignorado la ciudad, rodearla, seguir su camino, pero la prepotencia del Führer por conquistar la ciudad con el nombre de su enemigo fue mayor. El territorio se convirtió en un campo de batalla de egos, los rusos siguieron atacando con un desapego con la vida increíble pero aprendiendo de sus errores causando bajas cada vez mayores entre sus enemigos.

Para colmo la Luftwaffe[2] había destrozado la ciudad. Las bombas habían convertido los hospitales en cementerios, las iglesias en camposantos, las fábricas en escombros, las escuelas en cráteres y si bien en un inicio se pensó que de esta forma la urbe se rendiría fácilmente, la estrategia salió mucho peor pues los cosacos aprovecharon las ruinas para organizar una guerra de guerrillas donde los aviones, tanques y el armamento pesado era inútil.

Los nazis habían bautizado esa estrategia con el nombre de Rattenkrieg[3]. Ahora la batalla era cuadra por cuadra, casa por casa. Esa mañana, el pelotón de Braun tenía como objetivo conquistar las ruinas de un colegio próximo a una fábrica de tractores, objetivo fundamental en los planes de conquista.



Después de rezar, salió con su pelotón. El colegio estaba repleto de bolcheviques, la batalla fue prolongada y sangrienta,  sus compañeros cayeron  uno tras otro, hasta que quedó solo él en la batalla. Consciente de que si se quedaba quieto podría llegar otro grupo ruso y capturarlo, salió de su posición disparando en todas las direcciones, una de sus balas perforó un pulmón a uno de sus rivales, otra se alojó en el lóbulo frontal de otro; un tercer soldado Rojo alcanzó a herirlo en el brazo,  pero a cambio, el oponente recibió un tiro en el estómago.

Richter sintió como la bala le atravesaba el codo y cómo por ese agujero entraba todo el frio de la maldita Rusia. Se acercó a quien lo había herido, el enemigo se arrastraba como un gusano impregnando la nieve con su sangre, lo detuvo y lo volteó: el hombre empezó a hablarle en su idioma en una larga retahíla, quizá un discurso para que su vida fuera perdonada, el hombre lloraba mientras el viento arreciaba con fuerza, el nazi no perdió el tiempo: acercó el fusil a la frente de su víctima y disparó.


A la larga había sido un acto humanitario con ese pobre hombre. Habría sido imposible que sobreviviera al campo de prisioneros, hubiera muerto en una o dos semanas por su herida o por el hambre, era posible que le esperara un destino peor: se habían registrado casos de canibalismo en algunos campos de prisioneros y las víctimas eran los más débiles, los más indefensos. Se repetía que esto era una guerra, no había espacio para la compasión y sus enemigos podrían matarlo por un acto de bondad.

Un ruido lo despertó de sus cavilaciones. Había sido minúsculo, casi silencioso, provenía de un armario. Alistó su arma y abrió el armatoste mientras gritaba, lo que vio le sorprendió: Un niño rubio, casi en los huesos, vestido con harapos, lo miraba fijamente. Richter alistó el arma y se preparó para disparar.  

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Comenzó como una especie de broma. Fue el capitán Igor Chejov quien propuso iniciar una competencia entre los francotiradores para ver quien mataba mayor número de alemanes antes de que se cumpliera el aniversario de la Revolución de Octubre, y si bien los hombres habían reído divertidos ante la idea, la asumieron como un compromiso personal, su orgullo como soldados estaba en juego.

El premio era una botella de vodka que el capitán se había traído de contrabando desde Moscú y aunque el licor caería muy bien durante los helados días, la mayor recompensa sería el reconocimiento que el ganador tendría entre los camaradas, la reputación de ser conocido como el mejor.

A Vania lo tenía sin cuidado el licor, su pensamiento iba más allá: estaba completamente obsesionado por ejecutar a la mayor cantidad de nazis que pudiera. Salía desde la madrugada, buscaba diferentes escondrijos desde donde esperaba a que aparecieran los primeros germanos, eliminándolos uno a uno, sin darles tiempo de preguntarse qué había pasado y volvía al ocaso con el registro de bajas. Era tanto su obcecación que un par de veces había cometidos errores fatales y había estado a punto de morir congelado, tan solo la providencial intervención del gigantesco Boris, su único amigo, lo había salvado de la muerte.

Y aunque no lo reconocía, quería ganar la competencia. No iba a dejar que sus compañeros lo vencieran. Ninguno de ellos comprendía la esencia del arte que ejercían, no eran capaces de apreciar lo hermoso de la sangre derramada sobre la nevada, lo sutil de un arroyo rojo corriendo sobre la inmensidad del manto blanco que se extendía, muerte sobre vida, rojo sobre blanco hasta el infinito.

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No había sido capaz de apretar el gatillo. Verlo allí de esa manera tan indefensa, tan valiente, dispuesto a aceptar su destino sin replicar, había impedido ejecutarlo. Viéndolo en retrospectiva  consideraba al niño como una especie de milagro en el infierno, como quien encuentra flores en un desierto.

Su regimiento lo había adoptado. Naturalmente le habían puesto el nombre de Iván, pues en ‘tierra de rusos todos son Iván’[4], el niño era considerado como poco más que una mascota y los soldados nazis se divertían con sus ocurrencias y  sus cánticos.

Para Richter era mucho más que eso. Lo había adoptado como un hijo, se sentía en la obligación de protegerlo incluso con su propia vida. En los ojos claros del infante veía esperanza, futuro. En sus sueños más delirantes se veía llegando a Moscú de la mano del pequeño y ofreciéndole una nueva vida. Nunca se le cruzó por la cabeza que probablemente había sido él y su ejército quien lo había hecho huérfano no sólo a él sino a miles de niños.

Había llegado incluso a matar por Iván. Una noche un compañero de guardia,  completamente enloquecido había llegado hasta donde el niño, lo había sacado de la barricada y se aprestaba a ejecutarlo, ante el reclamo de Richter, su compañero de nombre Heinrich, había dicho que ‘todos los malditos rusos hijos de puta tenían que morir’, al ver que ni las palabras, ni las razones funcionaban y que Heinrich iba en verdad a matarlo no dudó un segundo en desenfundar su pistola y dispararle a quemarropa a su amigo.

Era tal el grado de apego que sentía por el muchacho que compartía con él sus cada vez más escasas provisiones, dormían en la misma cama de tal manera que pudieran mantener el calor corporal y le sacaba los cada vez más numerosos piojos del cuerpo.

A cambio, el niño se mostraba diligente: limpiaba el búnker y las barricadas e iba por agua potable hasta el rio, labor demasiada arriesgada para los soldados alemanes. Richter sentía que su corazón se detenía cuando Iván salía a sus expediciones y sólo sentía sosiego cuando lo veía regresar. Cuando dormía a su lado, soñaba con lo feliz que se pondría el chico al conocer las tierras fértiles de su hermosa Alemania.

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Estaba de mal humor. Los últimos días de cacería habían sido muy malos. Los jodidos fritzes se escondían y eso lo enojaba bastante. Aún faltaban dos semanas para el aniversario y había eliminado a solo sesenta y ocho enemigos. Lo peor era que Piotr, quien le seguía en puntuación tenía a sesenta en su haber, sabía que si no cambiaba la situación no solo sería sobrepasado por él, sino por el resto del escuadrón.

Había probado diferentes sitios desde los cuales realizar su labor: Lo alto de una derruida iglesia, camuflado entre los árboles y entre las grietas de una antigua escuela pero los resultados no lo satisfacían.

Calma, se repitió, no hay peor enemigo para un francotirador que la impaciencia, recordó que su meta principal no era la competencia en sí, sino el número de enemigos que derribara en el camino. Esto le mejoró el ánimo, sonrió.

Vio a un pequeño niño que llevaba unos jarrones de agua más grandes que él. El infante se dirigía hacia una base alemana y no parecía forzado a hacerlo. La patria no acepta traidores, pensó mientras la mira se fijaba en la cabeza del pequeño Judas, esperó a que el pequeñín estuviera más cerca de la base cuando disparó.

El cuerpo del infante se estremeció como un muñeco y cayó desgonzado sobre la nieve. Había sido una doble ganancia: se había desecho del informante  y el agua potable que el niño llevaba se había perdido lo que obligaría a los nazis a salir de su escondrijo a buscarla ellos mismos, convirtiéndolos en presas fáciles de su mira.

Iba a retirarse cuando algo lo sorprendió. Un alemán había salido de su guarida, estaba desarmado, gritaba y lloraba desesperado, antes de que Vania se preguntara dónde estaba la trampa, vio al nazi abrazar el cadáver del niño, estaba convencido que el teutón sabía que el francotirador seguía en el mismo lugar y que saliendo de una manera tan imprudente pedía a gritos ser exterminado.

La guerra es algo realmente irónico, pensó. Es capaz de aflorar los sentimientos más extremos y radicales del ser humano, quizá si hubiera nacido en otra época o en otro tiempo habría podido dedicarse a viajar, a conocer otras culturas de manera pacífica,  seguramente no sería el monstruo que era ahora, un exterminador de niños. Pero este era su tiempo y su batalla: Disparó, y de nuevo se dio el milagro, rojo sobre blanco sólo que esta vez la sangre rusa y la alemana se convirtieron en una sola sustancia que fue absorbida por la Madre Patria.

-¡Urrah[5]!- exclamó Vania. Su cuenta había llegado a sesenta y nueve soldados muertos y por un momento de indescriptible optimismo tuvo la certeza de que nadie dentro de su escuadrón le quitaría su lugar como máximo francotirador del glorioso Ejército Rojo.


[1] Denominación despectiva que le daban los rusos a los alemanes, proveniente del nombre germano Fritz
[2] La Luftwaffe era la Fuerza aérea alemán.
[3] Palabra alemana que traduce ‘Guerra de ratas’
[4]  ‘Iván’ era el equivalente alemán al ‘fritzes’ de los rusos, la manera despectiva en que los teutones se referían a sus rivales.
[5] Urrah era una expresión de euforia y alegría proferido por los soldados rusos al momento de acometer un ataque.

6 comentarios:

  1. NOTA: vi en msn el link y decía que era nuevo, lo hacés ilusionar a uno, caramba u.u

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  2. Nuevo en el blog......no era mi ilusión ilusionarte para nada :( ¿Cómo va mi anarquista favorito?

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  3. Muy, muy bueno...
    Violencia al por mayor que nos muestra las verdades más cruentas de cualquier conflicto bélico.
    Excelente capacidad de describir personajes, situaciones, locaciones...
    Y un gran, gran final...
    ¡¡ Felicitaciones, Tulio !!

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  4. Muchas gracias Juanito....me alegra que te haya gustado.

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  5. Buen relato! Me recordó a impactantes momentos de mi reciente lectura de Stalingrado (de Beevor); muy bien llevado y con gancho final ;)

    ¡Un saludo, Tulio!

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