viernes, 20 de febrero de 2015

Seis meses

Y llega el día en que despiertas. Sigues sintiendo la cabeza amodorrada, pesada, como si te hubieras enfrentado a un gigante en un ring de boxeo, pero, curiosamente y de manera simultánea,  la sientes un poco más liviana y despejada como quien se levanta de un sueño.

De la misma forma empiezas a ver como imágenes se superponen unas tras otra y tratas de rememorar ese desfile de rostros donde no recuerdas los ojos de los visitantes, esas manos que se extienden en una señal de compromiso fraterno y esos abrazos que son el polo a tierra con la realidad, y en verdad intentas saber esas identidades desconocidas pero solo queda el eco lejano de una voz, un perfume ya perdido entre el aroma de la muerte de la funerario y un tacto casi indeleble.

Esta semana, más exactamente el pasado 17 de febrero, se cumplieron los seis primeros meses de la muerte de mi padre. Parece increíble que ya haya pasado medio año desde la noche que lo encontré tirado en el suelo de la sala con su perro vagando en la oscuridad sin percatarse de la muerte del dueño y un vaso a su lado que nunca habría de llenar…

Quienes hayan estado en una situación entre la vida y la muerte recordarán tiempo después esos momentos como si su voluntad hubiera sido reemplazada y sus actos hubieran sido orquestados por un titiritero. Se sentirán más lentos, torpes y estúpidos de lo que realmente fueron durante esas horas aciagas, se culparán por no haber estado en los momentos finales del fallecido o no haberlo salvado en caso de haberlo podido hacer y sus memorias volverán una y otra vez al cuerpo frío de quien se fue, unos ojos abiertos e inexpresivos que nunca volverán a mirar y un coro de sollozos de amigos y conocidos del muerto.

Después, porque siempre hay un mañana así se sienta que el mundo se ha detenido para siempre en esas horas, llegará el velorio y el entierro. El desfile de manos, ojos y personas del que hablaba al principio de esta nota. Uno no se entera de nada, recibe las condolencias como autómata, toma un tinto, come obligado, sonríe recordando cierta anécdota del difunto, se deja abrazar de quien lo quiere hacer, acepta las palabras de cajón que hablan de “fuerza” y “ánimo” en “estos duros momentos” y por una milésima de segundo sonreirá porque se dará cuenta que son las mismas palabras que uno mismo pronuncia  a los familiares cuando muere otra persona conocida.

Decía que uno no se entera de nada porque sientes como si te hubieran golpeado con una bolsa llena de arena. Un  solo golpe, seco, demoledor, que te hace sentir mareado, con ganas de vomitar aunque no vomites, con los ojos pesados aunque no duermas, con ganas de llorar aunque no salgan lágrimas de tus ojos, con una fortaleza que debes sentir para proteger a quienes amas, a quienes quedaron.

La náusea puede durar incluso muchos meses después de la muerte, cuando el cuerpo ya ha sido devorado por los gusanos o se ha convertido en esas pequeñas rocas que mal denominan ceniza.  Y te preguntas porque no puedes llorar cuando es lo normal, y se sorprenderían de cómo la gente te presiona para que llores y te preguntas si serás capaz de sentir de nuevo sin sentir tanta desazón por dentro.

  Pero llega el día en que despiertas. Sigues sintiendo la cabeza amodorrada, pesada, como si te hubieras enfrentado a un gigante en un ring de boxeo, pero curiosamente y de manera simultánea  la sientes un poco más liviana y despejada como quien se levanta de un sueño.

Y ves la situación en perspectiva. En mi caso ya no idealizo a mi papá como los primeros meses, ni le guardo rencor por sus errores como pude haberlo hecho posteriormente.  Su recuerdo es más nítido a pesar que el tiempo haya devorado y reinventado muchas de sus acciones, en ese caso concuerdo plenamente con Gabriel García Márquez quien afirma que la vida no es como uno la vivió sino como uno la recuerda para contarla. 

Pero aún en esta niebla de recuerdos donde muchas veces no sé qué es real, que es magnificado o empeorado, en ese laberinto de espejos que muchas veces es mi mente sé que hay algo cierto. El amor que sintió mi padre hacia mí y hacía mi hermana fue real. A pesar de las fallas, de los pecados, de los reproches y los momentos difíciles, mi papá nos amó. De manera auténtica, desinteresada, con cada una de las fibras de su ser y lo demostró en cada uno de sus actos hacia nosotros y con ello fuimos infinitamente felices el tiempo que compartimos a su lado y que más allá de la remota posibilidad de la vida después de la muerte, él vivirá en nosotros y morirá cuando nosotros también habremos de partir.

Con el tiempo comprendo que para hablar de él cualquier extremo es equívoco. Simplemente fue un hombre, con todo lo bueno y lo malo que ello implica.  Con amigos y enemigos, virtudes y defectos, con una huella que dejó impregnada de manera profunda en quienes tuvieron la fortuna de conocerlo.  Ahora más que nunca veo que soy su hijo, sangre de su sangre, pues muchos de sus errores, de sus fallas y defectos las veo reflejadas en mi a veces de manera casi inevitable, me gustaría también ver reflejadas sus grandes fortalezas pero las veo con mayor claridad en mi hermana que en mi mismo.

Para finalizar debo decir que hay algo que siento más real incluso que el amor de papá y es lo mucho que extraño oír su voz, escuchar su risa, su buen humor y su gruñidera, lo tantísimo que extraño contar una y otra vez las mismas anécdotas,  las películas que compartíamos tantas veces en el dvd (dobladas porque ya no alcanzaba a leer sus subtítulos) y el amor compartido –que él me inculcó- hacía El Padrino. Y no sé, si en verdad haya otra vida o donde estés pero te quiero papá y siempre lo voy a hacer.

Coda: Nunca agradecí a tantísimas personas que me han acompañado durante estos meses. Mi papá solía decir que la amistad es como la sangre que acude a la herida sin ser llamada y creo que es cierto. Si de algo me precio en esta vida es de saberme rodear bien y mucha gente ha estado, así sea de manera imperceptible pendiente de mí y de mi familia. A veces no necesitamos de grandes acciones heroicas sino de tener la oportunidad de desahogarse, de compartir una noche, de simplemente estar ahí de manera incondicional. Para ellos, para quienes estuvieron y ya no lo están, para quienes se mantienen fieles en la amistad, para quienes demuestran su amor en actos cotidianos pero fortísimos mil y mil gracias eternas e infinitas. Nombrarlas a todas es una tarea casi imposible, pero podría jurar que ellas saben quiénes son. De nuevo gracias. 






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