Dos cuerpos desnudos, perlados en sudor observándose en un silencio que sólo es interrumpido por gemidos y murmullos
suaves. Finalmente, uno de los dos está en el interior del otro, y el mundo
tiende a desaparecer para los amantes sin importar la consecuencia que puede
tener este ataque improvisado o largamente esperado.
Siempre me he preguntado
cuál es el miedo que genera el sexo. De todas las acciones naturales es la que más ha sido condenada, la que más pánico genera en las religiones, la que más produce risa pícara, pudor
y vergüenza en los círculos convencionales pero más liberación cuando se está a
solas.
La palabra es placer. No existe
ninguna sensación tan intensa como aquella que ocurre cuando tenemos un
orgasmo. Es en ese instante donde nos dejamos ir y somos incapaces de controlar
nuestras acciones y pensamientos, algo que no nos ocurre con otros instintos
como el hambre o el sueño.
Es curioso, nunca, como en
el momento de una relación sexual, se siente con tanta fuerza el impulso de la
vida y la muerte, Eros y Tánatos que rigen nuestra existencia. Es tal la
intensidad del orgasmo que los franceses le llaman Le petit mort, la pequeña
muerte, pero a su vez, el mismo encuentro por lo general, tiene como finalidad
fisiológica dar vida. Vida y muerte orbitando en nuestra existencia en unos breves
pero potentísimos instantes.
Nos asusta tanto lo que
sentimos que buscamos a toda costa refrenarlo. Creamos dioses que satanizan el
sexo, personas que nos juzgan y nos dicen qué es lo correcto e incorrecto. Seguimos
normas en las que no creemos, que esperamos nos mantengan a raya para luego
quebrarlas a hurtadillas, enorgulleciéndonos al hacerlo pero sintiéndonos
avergonzados después, sucios, y pecadores; y, a pesar de ello, volvemos una y
otra vez a ese momento queriendo encontrar ese instante de eternidad y olvido.
Es el sexo la respuesta a
por qué las religiones se ceban en las mujeres. Es tal el terror que los
dirigentes eclesiásticos tienen hacia el encanto y poder femenino que su única
respuesta ha sido implantar la idea de que
ellas son sucias y provocadoras del pecado. Las relegan al papel de virginales
madres (curiosa contradicción) o sumisas acompañantes y cuando alguna se quiere
salir del molde es tildada de pecadora o puta. Las obligan a cubrirse, a
relegarse en claustros horribles, a renegar de sus impulsos y deseos. Sus
mesías siempre son hombres, castos, misóginos o pedófilos.
A pesar de ser una necesidad
fisiológica practicada por todos los animales, en nosotros la racionalidad la
vuelve compleja a límites inimaginables. Es la única sensación que puede involucrar
sentimientos tan antagónicos como amor y odio extremo. Podemos tener sexo por
placer, compasión, rencor, insatisfacción, por el deseo de tener un hijo
con esa persona que amamos, humillación o por el simple hecho de
poseer a una persona para luego
desecharla como basura con la misma sutileza con que se bota un pañal usado.
Uno de los crímenes más comunes en las guerras
o en las incursiones armadas es la violación por parte de los soldados. Ese es
el mayor grado de degradación y conquista al que puede someter el vencedor al
derrotado. Es deshumanizar a la parte contraria, “ensuciarla”, hacerla
repudiable. Es tanta la importancia que se le da que muchas veces los líderes
políticos (aquellos que arman guerras pero son incapaces de ir a pelearlas)
comparan constantemente a la patria con la mujer vulnerada.
Convertimos algo natural en
una perversión, escenarios de personas que se aman o por lo menos desean, en eventos sórdido. Se juzga de manera tan severa a quienes se atreven a explorar otras
alternativas (con las que podemos estar de acuerdo o no) que no dejo de
preguntarme si ese odio es en verdad genuino o tan simplemente un grito desesperado
de envidia hacia aquél que se atrevió a
probar lo que el otro ansía pero es tan cobarde para es incapaz de hacerlo.
Pero a pesar de todo, de los límites que nos ponemos, de las barreras existentes, de esos tristes y patéticos personajillos que siempre condenarán el acto más excelso como algo malo y sucio, buscaremos una y otra vez esos labios que se necesitan, esas pupilas que se dilatan, la palabra ansiada, el cuerpo dispuesto y esa llama, esa muerte que nos hace vivir mil vidas en un segundo.
Me encantó. No puedo agregas más, el sexo hace del hombre el ser más poderoso y vulnerable a la vez.
ResponderEliminarTe felicito, gran escrito como siempre.
y esta vaina donde tiene el botón de "me gusta" o al menos el de RT
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